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Un país presumido

Columna de opinión por Juan Pablo Cárdenas S.
Lunes 4 de noviembre 2013 9:06 hrs.


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La competencia electoral  ha permitido develar mejor la condición real de nuestro país gracias a la diversidad de candidatos y la exposición de éstos ante los medios de comunicación. Al mismo tiempo que hemos conocido interesantes diagnósticos e idearios, también ha quedado patente la total insolvencia de muchos contendientes, la precariedad de sus programas, como sus demagógicos planteamientos. Con la propaganda multimillonaria y superficial que invade ciudades y pueblos se ha reiterado, una vez más,  la intención de los partidos políticos de permanecer sumergidos durante estas contiendas, conscientes de su alto y bien ganado descrédito, como de su empeño en conquistar el voto más irreflexivo de la población. Esto es, el apoyo de quienes solo aspiran, como en el juego, a sentirse ganadores, cualquiera sea el candidato o candidata que les ofrezca tal posibilidad. “Votar a ganador”,  aunque después nuevamente deban constatar cómo las promesas electorales se hacen agua.

Financiada por el Estado para impedir las graves asimetrías entre los aspirantes pobres y los pudientes, lo cierto es que nunca hemos apreciado mayores diferencias en los recursos propagandísticos de unos y otros, gracias a la puerta que la propia política le deja abierta a los empresarios para poder aportar erogaciones a candidatos y partidos que finalmente rebajan de sus utilidades y, por ende, de sus impuestos. Si ya hay algo nítido en esta contienda es a quienes están apoyando las entidades patronales, lo que se traduce también en la enorme y bochornosa cobertura ofrecida por los medios informativos que controlan a las candidatas del oficialismo y de la rebautizada Nueva Mayoría.

En efecto, estos meses se campaña han servido para evidenciar, además,  la enorme inequidad que afecta al conjunto de nuestra población en cuanto a la distribución del ingreso, el acceso a la educación, la salud y la vivienda, entre otros derechos considerados fundamentales en el discurso político. Una injusticia que se hace flagrante entre las distintas regiones, si se compara los sueldos de hombres y mujeres, como la sideral distancia de los ingresos y prerrogativas de la “clase política” como de las Fuerzas Armadas en relación a los otros funcionarios del Estado. La postulación de al menos cuatro candidatos con discurso vanguardista le ha permitido a los chilenos enterarse de tantos millones de compatriotas que aún no salen de la pobreza, de la realidad de una población altamente endeudada con los bancos, así como burlada por el sistema de pensiones, las isapres, las grandes tiendas, las farmacias, los colegios y universidades que lucran con sus aportes. Con la complicidad, ciertamente,  de los gobiernos y parlamentarios que han sacralizado, en 24 años, el régimen económico, social y cultural impuesto por la Dictadura. Desgraciadamente, la participación de tanto candidato autodenominado de izquierda e, incluso, de revolucionario, demuestra, además, la profunda crisis que afecta todavía al progresismo chileno entrampado por los individualismos, el capillismo ideológico y la corrupción de no pocos caudillos y dirigentes.

Somos de un país que presume de pertenecer a la OCDE, aunque deba quedar en los en los últimos lugares en cuanto a los índices socioeconómicos y educacionales  de quienes conforman este grupo de naciones. Un Estado que se ufana de recibir una de las más millonarias inversiones foráneas del Tercer Mundo, pero que ofrece sus yacimientos, mar, bosques y vertientes de agua dulce a empresas que agotan inmisericordemente nuestra reservas, casi no pagan tributos y generan mucho menos mano de obra que las actividades  de la mediana y pequeña producción.  Es evidente que el dispendio electoral de quienes han compartido el poder político en La Moneda y el Parlamento tiene explicación en los aportes de las empresas mineras, de servicios  y financieras  enseñoreadas a lo largo y ancho de todo nuestro territorio y pretendida soberanía. Ello es lo que explica, por lo demás, la indolencia de las autoridades respecto de los graves atentados contra el medio ambiente, como del consumo y salud de la población.

Permanecemos cautivos de intereses creados que retrasan el desarrollo de energías limpias, la inexplicable ausencia de un plan de generación eléctrica en una zona del mundo en que los vientos, el sol, las mareas, la fuerza de las aguas y la geotermia  son pródigos y bien repartidos. Contrario de lo que se predica, los dos últimos gobiernos lo que han desarrollado son centrales a base de carbón de pésima calidad y altamente contaminantes, afectando la vida de los pescadores artesanales, de los agricultores y la calidad del aire y el agua de no pocas ciudades y pueblos.

Particularmente grotescas nos resultan dentro de toda la parafernalia electoral  aquellas entrevistas y columnas que defienden la solidez de nuestro sistema institucional y democracia. Acicateados por esos periodistas ignorantes y genuflexos, que tanto abundan en la televisión, hemos llegado al despropósito de compararnos con otros países y regímenes que ciertamente nos llevan mucha ventaja en la materia. Se denosta a naciones vecinas cuyas constituciones han sido alabadas por el mundo entero tanto en su origen y contenido, además de darse leyes electorales que garantizan ampliamente el gasto electoral, el secreto del voto y el correcto conteo de los sufragios. Se soslaya que, de verdad, nuestra Carta Fundamental en esencia sigue siendo la misma que dictara Pinochet y que, como se ha observado en este tiempo, consagra trampas severas a la posibilidad de reformarla en sus enclaves más autoritarios. Esto es, que la mayoría de los legisladores no puede enmendarla, debido a  la exigencia de quórums abusivos y antidemocráticos, además de un sistema electoral binominal que prácticamente acota a solo dos referentes políticos la representación y  constante reelección  parlamentaria.

La expresión más patética de las imposturas electorales está constituida por el rechazo de algunos candidatos  a la demanda ciudadana por una Asamblea Constituyente (AC), sin duda el mecanismo más democrático y republicano para definir un orden institucional. Sorprende, asimismo, la  postura de aquellos “expertos” juristas y constitucionalistas que se oponen con histerismo a la posibilidad  de que esta petición popular pueda expresarse en las papeletas electorales de noviembre próximo, advirtiendo maliciosamente a los chilenos del riesgo que se invalide su sufragio. Una mentira pertinaz si se considera que el propio Servicio Electoral ha dicho que agregar  esta leyenda u otras al voto no es constitutivo de anulación de su voluntad soberana. Bochornoso también resulta la forma en que la candidata de la Nueva Mayoría ha eludido manifestarse en favor de una Asamblea Constituyente, cuando no pocos partidos y dirigentes que la respaldan se han manifestado favorables a esta estrategia para la fundación de un orden institucional que se sacuda definitivamente del autoritarismo. Su eventual victoria lo que augura en esta materia es que esta demanda popular por una nueva Constitución se acrecentará en las calles hasta que el pueblo obligue  a la política a terminar con un sistema que exacerba la inconformidad popular y amenaza con poner a Chile nuevamente ante un quiebre severo de su convivencia.

En lo que sí han sido diestros nuestros gobernantes es en “verderle” al mundo la idea  de nuestra consolidación democrática y éxito económico. Ilusión que hoy se desmiente con las cifras de la inequidad, la ebullición del descontento social y las moderadas cifras de nuestro crecimiento en relación al de otros vecinos mucho menos vociferantes.  Un modelo que, ya se sabe, ha redundado en concentración económica y se explica tanto en la falta de diversidad informativa, como en los impedimentos severos a la sindicalización y organización social. Cuanto, también, en la represión a los estudiantes y las minorías étnicas, en el absurdo y letal incremento de las fuerzas policiales. En un país, por lo demás, en que la clase política y los gendarmes del orden establecido ya sobrepasan a otros países  en corrupción e incapacidad para combatir al crimen organizado, con los cuales han ido ciertamente mimetizándose.

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El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.