Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 23 de abril de 2024


Escritorio

Mi Macondo se llamaba Dollinco


Sábado 19 de abril 2014 11:08 hrs.


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Y era entonces tan lluvioso como aquél. Mi abuelita, Rosa Aránguiz, era Úrsula Iguarán. Y mi abuelo, Pablo Provoste, José Arcadio Buendía. Su casa poseía un corredor sobre un jardín, desde donde ella fertilizaba cada mañana sus rosales tirándoles los meados de nosotros, sus nietos, contenidos en una gran bacinica que, como sonámbulos, llenábamos los primos por las noches, a la luz de la vela o del chonchón. También había en Dollinco un pozo de balde y soga en el patio central y un “wáter” con dos agujeros -uno chico y otro grande- dentro de una caseta de madera situada a unos 20 metros de la casa, al comienzo de la arboleda. Mi abuelo no fabricaba pescaditos de oro en su taller, sino chicha de manzana limona en su galpón, donde se emplazaba una prensa maravillosa, labrada artesanamente por él en noble alerce. Era aquel un prodigio dulce que, a condición de colaborar en el proceso, se nos permitiría probar antes de su fermentación, cuando aparecía aquel chorrito amarillo cayendo dentro de una canoa también de alerce. Imperdible resultaba para nosotros el proceso de molienda, que funcionaba a sólo 1 caballo de fuerza gracias a un jamelgo flaco y alazán, el “Relámpago”, que, jalando una pértiga, movía todo aquel artilugio y cuyas pezuñas iban dejando un círculo de barro y bostas aplastadas sobre el pasto exterior. Grabadas en mi memoria de niño quedaron las imágenes de doña Cremilda, la cuñada y vecina, de don Marmaduque, el chofer de la micro de las cinco de la tarde y de la dulce Ludgarda, aquella de tímidos ojos de gacela y pequeños senos enhiestos, quien, no obstante, parecía gozar tanto como nosotros de los poco inocentes juegos de manos que, a la hora de la siesta, nos prodigábamos en esos aprendizajes que la pre adolescencia nos dictaba con urgencia…

Pero todo permaneció en mi memoria como un vaho de recuerdos sin descubrir hasta un verano, a la altura de mis 22 años cuando, una noche cualquiera, comencé a leer “Cien años de soledad”, de un tal Gabriel García Márquez del que nos habían hablado algo en la universidad. No sé por qué yo había decidido dejar esa lectura para mis vacaciones, pero recuerdo que me senté en el comedor a las 10 y media de la noche y no paré más. Recuerdo haberme ido a la cama de madrugada y sólo conseguí que la temperatura me subiera entre las sábanas y que a las 6 de la mañana estuviera tan despierto como si hubiesen sido las 2 de la tarde, fascinado palpando texturas, oliendo aromas, atrapando mariposas amarillas, atrapado yo mismo. Y recuerdo que hice de la noche día sin poder soltar aquella edición original, la de las estampillitas azules en la portada, mientras vagaba por los páramos de los Buendía, de Melquíades y Petra Cotes, y volvía a sorber la chicha dulce del molino de mi abuelo y acariciaba a Ludgarda y me sentía espiado por doña Cremilda desde la altura de sus espejuelos de bruja y su moño cuete, mientras don Marmaduque bajaba del techo de su micro la vieja victrola de mi abuelita –mandada a reparar a Osorno- para que esa noche hiciésemos fiesta a la luz de la luna bailando valsecitos peruanos y tangos con mi madre y mis tías, mientras, tal vez, en algún lugar de la casa, cloqueaban los huesos de una gallina echada a la olla para la fiesta familiar, luego de la cual nos iríamos a la cama, contentos porque a la tarde siguiente, a la hora de la siesta, continuaríamos nuestra otra fiesta con ojos de gacela y porque en la noche que vendría, mi abuelita Rosa recorrería la casa –cual Úrsula Iguarán- llevando una vela por delante, en camisón, arrastrando sus pasos y musitando conjuros y proyectando su sombra contra las paredes, en su eterna tarea de cerciorarse de que las trancas estuvieras bien puestas, no fuera a ser cosa que un viento mal parido se colara por los postigos y jodiera a sus nietos…

Y desde entonces, nunca más pude parar. No sé qué me faltará por leer de García Márquez pero, sin duda, “Cien años de Soledad” marcó mi vida con un antes y un después conclusivos, dejándome en un estado de alucinación que temí permanente, en un estado inaugural y puro. Tal vez porque esa lectura primigenia me encontró en una etapa de definiciones de la vida -amorosas, políticas, de vocación profesional- no lo sé. Pero sí tengo clara conciencia que desde entonces nada fue igual, que cada vez que vuelvo a tomar ese libro en mis manos, cosa que sucede cada 3 o 4 años, regreso a Macondo-Dollinco y redescubro que mi país se llama América Latina, que corro por sus venas -como Galeano- para reinsertarme en nuestro numen único e irrepetible, en nuestro mestizaje sin rostro sobrevivido pero con millones de rostros sobrevivientes, en su luz hecha de tanta sombra.

No voy a decir que eso sea lo único que me ha dejado el Gabo al partir. No. Porque cuando lo conocí, cuando estuve ante él en 1990, con ocasión de la re-inauguración de la democracia en Chile, ni siquiera pude aligerar las palabras para decirle nada, de periodista a periodista o de lector alucinado a escritor alucinante. Nada de nada.

Como si solo lo leyera una vez más.

O como si me fuera de su mano a descubrir el hielo.