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Santiago, una ciudad neoliberal

¿Por qué hay tanta distancia entre su casa y su trabajo? ¿Por qué las calles parecen estar hechas para los autos y no para caminar y, menos aún, para marchar? El modo en que ha ido organizándose la capital en las últimas décadas muestra cuáles son las fuerzas prevalentes: la privatización y el dinero.

Patricio López

  Sábado 12 de julio 2014 13:02 hrs. 
santiago

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En la disposición de una ciudad, todo es ideológico. Aunque no parezca. Y habiendo ocurrido una revolución tan profunda como la que Chile ha conocido desde los 70, es inevitable que sus ciudades, también, se hayan construido a esa imagen y semejanza. Pero que se entienda que cuando estamos hablando de la ciudad, no estamos queriendo hablar estrictamente de ella, sino de cuánto ha determinado el modelo neoliberal la vida cotidiana de quienes habitamos en ella.

La concurrencia de varios fenómenos paralelos ha contribuido a que veamos algo que durante mucho tiempo nos fue invisible: el Transantiago y los interminables desplazamientos que miles de santiaguinos realizan cada día; las movilizaciones de 2011, que volvieron a instalar el derecho a marchar por la Alameda; la masificación de la bicicleta y su pregunta de por dónde transitar sin arriesgar la vida ni importunar a los peatones; la construcción de carreteras que destruyeron el tejido social construido durante décadas en muchos lugares, la crisis de algunas poblaciones en Puente Alto y otras comunas, donde quedó demostrado que la suma de casas no es igual a un barrio; y, por último, la reciente toma de la ribera del Río Mapocho de Fenapo, que ha complejizado las demandas en torno a la vivienda más allá del llamado “sueño de la casa propia”.

Todas estas vertientes nos llevan a una conclusión: el espacio urbano y la vida cotidiana son asuntos profundamente políticos y, por lo tanto, en disputa. Si queremos trasladar esa idea a la mirada sobre el Santiago actual, podemos sacar inmediatamente dos conclusiones: es una ciudad hecha para los autos (como símbolos de privatización y, hasta cierto punto, de estatus) y que ha puesto a los pobres en el último lugar de la preocupación. Esta contradicción se ha puesto en escena en casos como la construcción de la carretera Acceso Sur, en La Granja, donde a los vecinos apenas se les mitigó y las expropiaciones se realizaron a precio vil. Todo para que los automovilistas que venían del sur se demoraran menos en entrar a Santiago.

Otro fenómeno indignante es, literalmente, la expulsión que han sufrido los pobres de la ciudad, para hacerlos vivir, cual bárbaros, en una periferia donde no hay colegios, áreas verdes, comisarías, puestos de trabajo ni transporte público. Desde esos lugares, cientos de miles de personas, mientras otros santiaguinos pueden seguir durmiendo otro buen rato, salen cada mañana para rogar que pase la micro y desplazarse hasta dos horas, hacinados, hacia un lugar donde estudiar o ganarse la vida. Igual situación ocurre de vuelta, con el agravante de que la oscuridad de la noche es mucho, mucho más peligrosa que la de la madrugada.

En Santiago los ricos viven lejos de los pobres, aunque quizás sea mejor decir que los ricos viven cerca de todo y los pobres, lejos. Se crean dos mundos paralelos: distintos colores de piel, formas de hablar y, por supuesto, una desigualdad tal que nos impide decir que estamos en la misma ciudad sin, de algún modo, engañarnos. Ésta ha sido una de las lógicas más perversas del Santiago en clave neoliberal: el suelo se gestiona en el mercado y si usted está parado en un lugar del que su bolsillo no es digno, entonces simplemente tiene que agarrar sus cosas y mandarse a cambiar.

Dicho de otro modo: el Estado se repliega y las empresas constructoras son los verdaderos gestores urbanos, salvo en lugares donde se ha logrado erigir una resistencia lúcida y heroica, como en el Barrio Yungay. Por eso, también, en demandas habitacionales como las de Fenapo y la ribera del Mapocho, ya no solamente se exige el derecho a la vivienda, sino que éste se materialice en los lugares donde las personas han vivido, para que la política pública se imponga el deber de no destruir el tejido comunitario.

Otra expresión brutal del Santiago neoliberal es la de las áreas verdes, en principio por el simple derecho a que haya árboles que nos protejan del sol y de la contaminación atmosférica, pero también porque son lugares de encuentro y porque está demostrado que las casas valen lo que valen, entre otras cosas, por la cantidad de árboles que la rodean. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha planteado un canon: cada localidad debe tener a lo menos 9 metros cuadrados de áreas verdes por habitante. Y la accesibilidad de la gente hacia estos espacios no debe sobrepasar los 15 minutos a pie desde sus viviendas.

¿Cuál es la realidad en el caso de Santiago? Las Condes, Vitacura y Providencia gozan de hasta 18 metros cuadrados de árboles y áreas  verdes por habitante, mientras que en comunas como Lo Espejo, Cerro Navia y San Ramón, hay apenas 0,4 metros cuadrados. Otra bofetada a la idea de construir una ciudad integrada.

En resumen, la ciudad obliga a que los santiaguinos vivamos hoy aislados, segregados, enojados entre nosotros por el asiento de la micro o la disputa entre el ciclista y el peatón. El escenario soñado para la idea neoliberal. Llegó la hora de decir basta para convertir la lucha por Santiago en una bandera. Por nuestra vida cotidiana.

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