Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 24 de abril de 2024


Escritorio

Opinión:

Transporte Urbano: La culpa no es del Metro

En términos de movilidad urbana, el resultado es un nuevo sacrificio de la calidad del transporte público y un enorme incentivo al uso cotidiano del automóvil particular, con las consabidas consecuencias de congestión, contaminación, abuso de espacio público, estrés e inseguridad.

Eduardo Giesen

  Miércoles 20 de agosto 2014 18:21 hrs. 
metro

Compartir en

 

“Qué lindo el Metro en mi ciudad,
siempre limpiecito, democrático en verdad.
Pasa por debajo, sin mirar la realidad.
Arriba los pobres, el silencio, la unidad”
Elicura. 1981

A raíz de una falla en el funcionamiento de la línea 4 del Metro de Santiago, se ha podido constatar lo nefasto que puede volverse la conjugación de una mala educación, una mala democracia y unas malas políticas públicas sectoriales, en este caso de transporte urbano.

Las reacciones de ira de algunos pasajeros ante el corte parcial del servicio y la congestión generada en las estaciones, así como las opiniones emitidas en las redes virtuales, son de antología, y nunca he visto u oído cosas similares en relación, por ejemplo, a un taco en una autopista o vía principal. Ni la devolución del pasaje ni las justificaciones laborales emitidas por Metro bastaron para aplacar la furia colectiva. ¿Será que no es el mismo trato laboral el que les espera al final del viaje a los automovilistas que a los usuarios de transporte público?

El hecho es que una mayoritaria población ve en el Metro la opción “menos mala” para moverse cotidianamente dentro de la ciudad, por encima del transporte público superficial (“lo peor”) y por debajo del automóvil particular (“la máxima aspiración”).

Y no es sólo que la mala educación y la triste realidad no haya permitido a los ciudadanos conocer las ventajas de un sistema de transporte público decente por sobre la opción del auto, sino que las nefastas políticas públicas (parte de la triste realidad) se han asegurado de transmitir todo lo contrario.

En Dictadura, junto con la privatización de su propiedad y la instauración de una verdadera mafia, el transporte público superficial fue relegado a un rol subsidiario (como la salud y la educación públicas, ¿les suena?): “Si no puede pagar su transporte privado, súbase a esta porquería.”

Y dentro del transporte público, se le adjudicó al Metro un estatus superior, quizás debido a la fortuna de haber comenzado (la línea 1) sirviendo en los años ’80 a la clase media alta de la ciudad (Las Condes y Providencia). Paradojalmente, la propiedad del Metro se mantuvo enteramente estatal y esto nunca se ha destacado públicamente.

El proceso de diseño –hace 10 años- e implementación –hace 7- de Transantiago era una oportunidad para elevar de manera significativa la calidad y la percepción ciudadana del transporte público, y también para equilibrar, con un sentido de integralidad sistémica, la brecha existente entre el Metro y el sistema de buses.

Pero, como sabemos, esa oportunidad se desaprovechó -y de manera estrepitosa-, perjudicando –una vez más- a los más pobres y favoreciendo –una vez más- a los más ricos, con las concesiones del servicio de transporte, el control operacional (que nunca fue) y la administración financiera del sistema.

La fórmula la conocemos de memoria: reducir el rol del Estado y entregar tanto como sea posible al lucro privado, que, además de los suculentos negocios anteriores, se expresa en las concesiones de las autopistas urbanas (deberían llamarse “anti-urbanas”), todos con utilidades descomunales aseguradas por el Estado por contrato.

En términos de movilidad urbana, el resultado es un nuevo sacrificio de la calidad del transporte público y un enorme incentivo al uso cotidiano del automóvil particular, con las consabidas consecuencias de congestión, contaminación, abuso de espacio público, estrés e inseguridad. Los subsidios estatales no han sido para asegurar un buen servicio a bajo precio -como debe ser y es en los buenos sistemas a nivel mundial-, sino para tapar los hoyos y asegurar ganancias a los operadores privados.

Sin embargo, el Metro, aunque con su operación financiada con la tarifa, ha sobrevivido en manos del Estado y de alguna manera se ha “democratizado”, con su extensión territorial e integración tarifaria con el sistema de buses, aunque a veces de manera muy desigual (muy propio de nuestra democracia), por el impacto local de las soluciones de infraestructura “fea y barata” que ha tenido en algunas zonas de bajos ingresos.

Como sea, el Metro se ha mantenido como la tabla de salvación del sistema de transporte público, dentro del cual ocupa un papel operacionalmente estructural, una carga demasiado alta que no es ni será capaz de llevar sin los riesgos de colapso general, aun en caso de fallas locales como la del miércoles pasado. El transporte superficial mediante buses, con una adecuada segregación respecto del privado, ofrece una gran flexibilidad y adaptabilidad, que permite óptimamente enfrentar esta clase de contingencias.

La tozudez de las autoridades políticas y de transporte, y su renuencia a insubordinarse a los intereses privados, no les permite tomar las decisiones adecuadas para el bienestar público, en una ciudad más amable y sustentable, que sólo se puede alcanzar con un sistema de transporte público de calidad, en toda su cobertura, mediante buses y metro, y mediante el desincentivo al uso masivo del automóvil.

La última novedad, planteada incluso por algún académico especialista en transporte (quizás “demasiado” especialista y poco holístico), ha sido la de introducir un nuevo falso dilema: “transporte subterráneo v/s superficial”, que puede aplicarse indistintamente tanto al transporte público como al privado, desviando la atención respecto del verdadero dilema (como en otros ámbitos de nuestra sociedad), “transporte público v/s privado”, que esconde mucho más que aspectos operacionales.

No vamos a profundizar en el descriterio -con todo un fondo de nueva injusticia- del reciente anuncio del Metro de prohibir bultos y coches de guagua en sus trenes. Es otra muestra más del sentido equivocado de las decisiones: restringir el acceso según una deficiente capacidad disponible, asociada a la restricción de recursos de un Estado débil; en lugar de fortalecer el rol del Estado y su provisión de recursos para mejorar la capacidad y el acceso de todas y todos.

Todo esto nos lleva a plantear con más fuerza la necesidad de potenciar el transporte público, buses y metro, como el modo universal de transporte urbano, justo y sustentable, el cual -si alguna vez dudamos- debe volver a estar plenamente en manos del Estado.

El autor es ambientalista e ingeniero civil eléctrico

Síguenos en