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Escándalos empresariales: el ocaso de un modelo

Columna de opinión por Yasna Lewin
Martes 30 de septiembre 2014 10:56 hrs.


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En solo un mes, el presidente de la Confederación de Producción y Comercio (CPC), Andrés Santa Cruz, ha tenido que ponerse colorado varias veces para condenar los sucesivos escándalos de corrupción empresarial ventilados en septiembre. El Caso Cascadas, el Pentagate y el Cartel del Pollo lo han sacado al pizarrón, borrando de un plumazo la soberbia de un gremio más acostumbrado a pedir que a dar explicaciones sobre las dificultades del país en su ruta al desarrollo.

Durante meses, Santa Cruz y otros líderes empresariales se sintieron a gusto reprochando al gobierno y a los partidos de centro izquierda la caída de las expectativas económicas, presuntamente derivadas de la reforma tributaria y los anuncios de cambios a la legislación laboral. Y, por supuesto, aún más cómodos se han sentido en tiempos de bonanza y “estabilidad en las reglas del juego”, obteniendo pingues utilidades, en un mercado altamente concentrado, desregulado y desigual como el chileno.

Autodenominados “motor de la economía”, en Chile los grandes grupos económicos crecieron acostumbrados a exigir de la autoridad un trato respetuoso, por no decir de pleitesía, para retribuir su generoso emprendimiento en beneficio del crecimiento del país y reconocer el alto riesgo de sus inversiones. Frases como “dar empleo”, “crear riqueza” y “empujar el crecimiento”, reflejan una cultura de sacralización de la gran empresa, que, además de exaltar el lucro, mira por sobre el hombro a sus contrapartes, los trabajadores y el Estado.

Pero nada de lo anterior cuestiona la legitimidad de un sector de la sociedad que a través de su expresión política, plantea al país un proyecto de desarrollo bien intencionado, concitando la adhesión de parte importante de la ciudadanía. Al margen de sus ventajosos privilegios, los empresarios han sido, en general, gente tan decente, honesta y bien intencionada, cuya acción mancomunada defiende intereses específicos, tan válidos como cualquier otro grupo de presión del país.

Lo que no es decente, ni honesto, ni bien intencionado es la corrupción. Máxime cuando involucra recursos públicos destinados a sostener el desarrollo, el bienestar social y la protección de los sectores más vulnerables.

El descrédito de los empresarios-delincuentes orada el modelo económico con más potencia que cualquier retroexcavadoras o motejo contra “los poderosos de siempre”. Si ya era difícil librar la batalla ideológica para defender las virtudes del mercado, en un contexto de creciente malestar social, la corrupción de los grupos económicos envueltos en los últimos escándalos se está convirtiendo en el mejor amigo de las transformaciones.

En el caso del Pentagate, el presidente del PS, Osvaldo Andrade, tiene razón en no llamarse a sorpresa. La historia ha documentado profusamente la estrecha relación entre el empresariado nacional y la derecha política, así como la poderosa injerencia del sector en las decisiones públicas, al punto de atribuirle el nunca bien ponderado título de “poder fáctico”.

Esta vez, el escándalo apunta a la UDI, pero en materia de subordinación de la política al dinero no hay ningún partido en Chile que no tenga tejado de vidrio.

Por lo demás, el financiamiento de la política ha sido uno de los instrumentos de cooptación usado por las grandes empresas, para contener los intentos de transformación del modelo, las regulaciones y cualquier mecanismo de redistribución del poder y del dinero, que amenace con mermar los privilegios de los grupos económicos.

No obstante, el problema de este delito no radica solo en el financiamiento ilegal de la política, como se ha empeñado en realzar la prensa de derecha y los protagonistas del escándalo. La mayor gravedad del ilícito radica en el fraude tributario a través del cual el grupo Penta habría financiado a los parlamentarios; precisamente a aquellos que han procurado mantener la misma desregulación que ampara este delito.

Carlos Délano y Carlos Lavín han sostenido a la UDI y al candidato Andrés Velasco con el dinero de todos los chilenos y a costa del erario nacional.

Respecto al Cartel del Pollo, no es gran novedad que algunas empresas inescrupulosas burlen la libre competencia para elevar sus utilidades a costa de los consumidores. Lo hicieron las farmacias y es secreto a voces que lo hace el retail.

La ignominia de este caso, también es el daño que ocasiona a los sectores más desposeídos: los pobres, que encuentran en la industria avícola un alimento más accesible, los adultos mayores que no pueden vivir sin medicamentos y los consumidores que solo acceden al consumo a través del crédito.

Por su parte, el caso cascada también muestra la peor cara de la codicia, ahora en el mercado financiero: el daño a las AFP. Robar a los pequeños accionistas es un delito grave, pero hacerlo con cargo a las pensiones es una abierta crueldad.

Pese a todo, los malhechores de estos escándalos duermen tranquilos y se aprestan a pagar multas muy inferiores al beneficio obtenidos con sus fechorías. Para ellos ni siquiera hay puerta giratoria, porque difícilmente irán a la cárcel.

Quienes sufren los desvelos son aquellos que creen auténticamente en las bondades de un modelo cuestionado. Ya era dura la batalla contra el movimiento social y un programa de Gobierno que expresa el comienzo del fin de las ideas neoliberales. Más cuesta arriba se hace la supervivencia del sistema, cuando el fuego proviene de filas amigas y dispara directamente a los pies del mercado.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.