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La Paz de Colombia, entre el desarme y la justicia social

Los gestos de distensión que el Gobierno y las FARC han hecho en las últimas semanas esconden una diferencia de fondo ¿implica el desarme discutir también cómo se construye el país del futuro? La guerrilla dice que sí, Santos lo contrario.

Patricio López

  Jueves 30 de julio 2015 10:29 hrs. 
farc

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El origen de la guerra que ha desangrado a Colombia durante medio siglo fue político y, al no encontrar cauce el conflicto, decantó en lo armado. Por eso, lo que está en disputa y complejiza las negociaciones a la hora de la paz, en la mesa de La Habana, es si se impone solamente el procedimiento de desarme o, al revés, se releva el origen del problema (la desigualdad social y territorial) propiciando una transformación más general del país.

Es lo que las FARC y otras organizaciones sociales han planteado: no se pasa de la guerrilla a la inserción civil –dicho como si se tratara simplemente de diluirse en el cuerpo social- sino para fortalecer una alternativa política de izquierda, en un país donde distintas manifestaciones de la derecha han controlado el gobierno en los últimos lustros.

Porque, claro, el país con la guerrilla revolucionaria más grande del continente es, al mismo tiempo, el mejor amigo de Estados Unidos en Sudamérica, el puntal de la Alianza del Pacífico, el país donde no existen medios de izquierda y donde los grandes conglomerados mediáticos en español tratan con loas a su presidente.

En este punto, las FARC ven la oportunidad para reivindicar su condición de guerrilla ideológica, que en algún momento se desperfiló: la de un ejército que surgió como una auto-organización de los campesinos ante las masivas expulsiones de tierras que sufrían de parte de los grandes terratenientes. Y en uno de los países más desiguales del mundo en este aspecto: según la ONU, en Colombia el 52 por ciento de las tierras están en manos de apenas el 1,15 por ciento de sus habitantes.

Entonces, el conflicto en Colombia surge y se generaliza en una historicidad de injusticias no resueltas y con hondas raíces. Por lo mismo, el proceso es complejo y no cabe simplificar, si es que se quiere que la paz sea estable y duradera. Si es que ése es el tema de fondo, es evidente que el gobierno de Santos debe lidiar con resistencias para la paz, lo que se expresa políticamente en el virulento movimiento del ex presidente Álvaro Uribe. Más allá de esta situación, hasta el momento el Gobierno parece tener un apoyo consistente de la Patronal y de las Fuerzas Armadas, desde los cuales surgieron en negociaciones pasadas sectores extremistas que presionaron para que se abortaran las conversaciones. El hecho de que esta vez sean parte de la Mesa, junto con el debilitamiento de las fuerzas paramilitares de extrema derecha, muestra una cohesión de los poderes político, económico y militar de Colombia, que hasta el momento se ha sobrepuesto al desasosiego que provoca no llegar al acuerdo total, porque, recordemos, se estableció que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”.

Así todo, el proceso de negociación que inició en 2012 tiene ritmos que no siempre son comprensibles para los actores de la contingencia. Entre la necesidad de terminar el conflicto y de que el país avance hacia mayores niveles de justicia social, se han llevado a cabo las conversaciones sobre los cinco puntos previamente acordados: Política de desarrollo agrario (reforma agraria); Participación política (inserción política de la guerrilla); Fin del conflicto; Solución al problema de las drogas ilícitas; Determinar quiénes son víctimas del conflicto armado. No se sabrá nada hasta que se consensue todo.

Como sea, y a pesar del tiempo transcurrido, hay ventajas respecto a los diálogos precedentes, como el empujado por Belisario Betancur en 1982 y, especialmente, el que sentó a la mesa en 1998 al presidente Andrés Pastrana y al comandante Manuel Marulanda o “Tirofijo”. En aquella ocasión, los líderes se mostraron tironeados por sus bases y tuvieron posiciones ambiguas: mientras seguían dialogando, el Gobierno impulsó su controvertido Plan Colombia y las FARC respondieron con secuestros y autos-bomba. El epílogo juntó al parto y a la defunción, puesto que Pastrana pateó la mesa el mismo día que se había acordado el cese al fuego.

Frente a estos asuntos, y más allá de la retórica, el presidente Juan Manuel Santos parece haber comprendido que hay factores estructurales que deben ser combatidos al mismo tiempo que a la guerrilla, para lo cual cuenta con viento macroeconómico a favor: a pesar de las predicciones a la baja, la economía crecerá este año a un 3,4 por ciento, muy por encima del 0.5 promedio de la región. En un acto reciente, se comprometió a que 1,5 millones de personas saldrán de la pobreza en el 2018, cuando termine su actual mandato, con lo que la población en esta condición pasará de 21,9 al 17,8 por ciento.

Incluso abundó en una precisión conceptual “progresista”: la pobreza multidimensional. Es decir, se comprometió con una política que “no mide la pobreza por ingresos sino por qué facilidades tienen las familias: si los hijos van al colegio, si la familia entera tiene acceso a la salud, si la casa está en buenas condiciones”, afirmó, como si no fuera un presidente de derecha.

En el actual contexto, el empecinamiento en alcanzar la paz ha puesto a Santos y a las FARC en un punto donde el retorno tendría costos demasiado altos. Esto, en cierto modo, les ha entrelazado. Solo así se explica la dureza con que el presidente (de derecha) trata a los paramilitares. Y que la ex senadora Piedad Córdoba, la dirigente política más cercana a las FARC, haya propuesto a Humberto de la Calle –el hombre de Santos en la mesa de negociación- como candidato presidencial en 2018. Hoy, el proceso de paz es el gran río que separa aguas en la sociedad colombiana.

 

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