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Una amistad de posdictadura

Columna de opinión por Antonia García C.
Domingo 30 de agosto 2015 19:50 hrs.


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La historia que voy a contar no contiene nombres propios. Salvo uno que es falso. Lo que pide una pequeña aclaración. Alguien dijo una vez que la historia (mayúscula, minúscula) debe narrar y no delatar. Argumento que usó para cambiar todos los nombres de una batalla ocurrida en París, en junio de 1832. La mayoría de las veces, yo pienso igual que esa persona, a veces dudo, pero de pronto vuelvo a encontrarle la razón.

Sucedió que a principios de los 90’, coincidimos en un liceo de Santiago, un extraño grupo humano. Producto de la coyuntura política que entonces se vivía, a la población habitual del liceo más bien compuesta por familias pudientes (profesionales, empresarios nacionales y extranjeros, diplomáticos, políticos) se sumó durante un tiempo la población que volvía del exilio. A ese grupo pertenecía mi familia. Grupo heterogéneo, de diversas trayectorias, en el que se contaban también familias de dirigentes políticos de izquierda vivos, muertos y desaparecidos.

Recuerdo que los primeros días pasados en esa escuela fueron para mí una pesadilla. Todo, salvo el incomparable paisaje que se apreciaba desde el patio, me parecía mal. Todo me generaba desagrado. Todo me hacía añorar el liceo francés que acababa de dejar: liceo ubicado en una ciudad industrial del norte de Francia, pobre, terriblemente castigada por la desocupación; liceo también en el que reinaba una apreciación radicalmente diferente respecto al orden y al desorden y donde la mayoría de las paredes lucían rayados hechos por estudiantes que se sabían con derecho a escribir en todos los muros habidos y por haber. En comparación a esto, mi nueva escuela se me antojaba lo más cercano a un hospital: aséptica.

Durante esos primeros días, no salí de mi libro. Me veo leyendo en el patio con una pasión inusitada. Como si ese libro, en vez de ser libro, hubiera sido una coraza. Como si el libro hubiera tenido el poder de expresar todos los NO que yo llevaba en el cuerpo y que no sabía expresar con palabras. Una larga lista de NO que decían una cosa y su contrario. “Yo no quería irme de Chile”. “Yo no quería volver a Chile”. “No me miren, no me hablen, no estoy”.

Sin embargo, no siempre era recreo y en clases no había más remedio que dejar el libro. No se podía evitar el encuentro con profesores y compañeros. Entre los profesores, algunos tenían una extensa trayectoria académica en Chile y habían estado en el exilio; otros, extranjeros, habían elegido Chile y sus luchas como segundo país en plena dictadura. Aunque en esos primeros días la cosa parecía imposible, el hecho es que tanto entre profesores como entre compañeros encontré grandes amigos, indispensables docentes que nos dejaron enseñanzas para toda la vida (incluyendo enseñanzas sobre el buen uso y el mal uso de los libros). Hoy quiero hablar de uno de esos compañeros. Digamos que se llamaba Andrés.

Andrés era un alumno de aspecto serio. Era lo que se llama un excelente alumno. Le gustaba estudiar, lo hacía con placer, se interesaba por todo. El cine, la literatura, la música, la filosofía, la historia. No recuerdo que le haya ido mal en ninguna materia pero sobresalía en filosofía. Éstas y otras características tenía este compañero pero, en esos días, en el liceo, ninguna de ellas se mencionaba. Cuando en ocasiones, dentro de algunos grupos se hablaba de Andrés, era para mencionar su calidad de “hijo de”. Condición que muchos alumnos compartían como si ciertos apellidos, ciertas filiaciones, hubieran bastado para decir quiénes eran unos y otros. Pero en su caso, la expresión traía consigo –en esos grupos específicos– una condena porque nuestro compañero era hijo de un alto funcionario del gobierno de la Junta Militar.

El dato me impactó cuando lo supe. Pero no fue más que eso, un dato probablemente relevante en el que no quería pensar demasiado, hasta que Andrés y yo empezamos a coincidir en las paradas de la micro. Para volver a mi casa, yo tenía que tomar dos micros. En la primera viajábamos juntos, luego esperábamos la segunda en la misma parada: Escuela Militar. Durante un tiempo nos miramos sin mirarnos. Medio de reojo. Hacíamos esos trayectos sin hablar como dos extraños, cosa que éramos en ese momento. Pero ahí, en la segunda parada, fue que un día, ya bien avanzado el año escolar, Andrés se me acercó para hablar de filosofía. En clases me había tocado exponer un trabajo sobre “La Gaya Ciencia” de Nietzsche y a él le había interesado. No recuerdo lo que me dijo sobre el particular, lo que sí recuerdo era mi malestar porque Andrés era una persona amable y yo venía –como lo dije– acumulando los NO y ese día, frente a la Escuela Militar, me pareció que de pronto toda la historia se me venía encima. La historia del país, la de las familias, la de dos personas que estaban esperando la micro juntas y que eran compañeros de curso. De pronto la conversación pasó, sin transición alguna, de la filosofía del martillo al patio del liceo y Andrés me dijo: “yo sé lo que se dice de mí”. Lamentó no poder ser amigo de cierto compañero de curso, me habló de ese compañero, bien, con respeto, a lo mejor con cariño, me dijo que le hubiera gustado sí ser su amigo pero que eso no parecía posible porque a él lo veían como un fascista. No creo equivocar la palabra. Éstas y muchas cosas más alcanzó a decirme, sin hablar de todas las que pude imaginarme en esos minutos en que esperamos cada cual su micro y en donde me pareció que Andrés me estaba proponiendo una de las cosas más impensables, más valientes y más generosas que jamás nadie me haya propuesto: su amistad.

Llegué a la casa con una pena innombrable. Busqué a mi madre, que estaba en la cocina. A lo mejor no le hablé de inmediato. A lo mejor primero sólo la miré y pude ver en su rostro, el rostro de tantos compañeros suyos a los que ella había amado y perdido, y los rostros de mis abuelos, de mis tíos, de mis primos, de toda esa inmensa soledad que produce el alejamiento forzado, los vacíos que nada puede llenar, los dolores ajenos y los propios, las impotencias ajenas y las propias, las promesas no cumplidas, las juventudes de antes, tan violentamente perseguidas. Todo eso se me apareció de pronto en el rostro de esa mujer combativa, luchadora, en ocasiones soberbia, en ocasiones prepotente, en otras serena, comprensiva, impresionantemente cercana a los demás. Al rato le conté lo sucedido y se me saltaron las lágrimas. ¿Acaso yo puedo, mamá, ser amiga de Andrés? ¿Y no será que eso es traicionar? ¿Qué dirían los amigos desaparecidos? ¿Y mis abuelos? ¿Y el papá? Todas las preguntas iban saliendo rápido y en ellas, alrededor de ese encuentro con este compañero, todo se iba mezclando. Hasta la irreductible diferencia de clases, la vieja pugna, la vieja enemistad, la diversidad de las formas, las maneras de ser, las formas de hablar, los ademanes, la forma de vestir (Andrés podía llegar a lucir traje y corbata, yo usaba trenzas, bototos y poncho). En ese momento, en esa cocina, no tenía conciencia de ciertas cosas que supe después. Algunas sobre su padre, otras sobre el mío, el lugar que uno y otro ocuparon en distintos bandos ese 11 de septiembre. Sin duda mi madre sabía más que yo y tengo la seguridad de que bajo cualquier circunstancia su respuesta hubiera sido la misma: “Hija… los hijos no tienen la culpa”. Lo repitió varias veces. “Hija… los hijos no tienen la culpa… Nada de lo que hicimos tendría sentido si ustedes no fueran libres. Libres de todas sus decisiones. Libres también de amar a quien quieran amar”.

Al otro día, ni bien llegué al liceo, busqué a Andrés en el patio y lo saludé. Después charlamos un rato, de literatura o de filosofía. A lo mejor comentamos un libro, seguro que comentamos un libro, ese día y en los muchos días que vinieron, en las largas horas de espera que tuvimos, al año siguiente, en la universidad donde también fuimos compañeros y donde, además, hablamos de política y de historia. Pero sobre todo de política y de anhelos. Yo me acuerdo sobre todo de eso, del gusto que me daba compartir con este extraño amigo mis anhelos y también me acuerdo de la generosidad que él tenía deseando que se me cumplieran porque eran justos. A él le parecían justos.

Este cuento que es cierto se me vino a la memoria quizás porque se nos viene septiembre y quizás también porque hace poco estuve releyendo un testimonio de Gladys Díaz que este diario publicó hace unas semanas y que originalmente se dio a conocer en esos años a los que me refiero. Todo eso me hizo pensar en las amistades, las enemistades, las diferencias, las posibilidades de encuentro a pesar de las diferencias, la necesidad de plantarse ante la gente atentos a lo que cada uno hace sin que ningún nombre, ningún apellido, ningún ademán o postura, sin que nada que no sea esa persona que se tiene enfrente –su irreductible particularidad– nos nuble la mirada ni interfiera en nuestras apreciaciones.

Me gustaría decir que esta historia de amistad se mantuvo en el tiempo. Pero no fue así. Con los años y a raíz de distintas circunstancias nos fuimos distanciando con este amigo y alguna vez nos cruzamos en la calle como si nada de lo aquí narrado hubiera sucedido. Si examino esa parte de la historia me reconozco irremediablemente culpable de deslealtad. No recuerdo que ninguno de los compañeros que fueron testigos de esta amistad hayan opinado en su momento. Alguno a lo mejor habrá hecho un chiste. Si hubo críticas no las escuché. En esos años de posdictadura, en ese lugar, nada fue impedimento para que otras amistades se desarrollaran y que se formaran grupos que a veces se ubicaban en distintos sectores del patio y que, otras veces, se reunían. Varios de mis compañeros de curso de distintas procedencias sociales, ideológicas, partidistas incluso, tuvieron su propia relación con este compañero y más de una vez se nos vio caminar a todos juntos por las calles de Santiago.

Preciso, por las dudas, que nada de lo dicho aquí me remite a la temática de la “reconciliación” tal como se daba en esos años en Chile. Yo no creo en la reconciliación tal como se planteó en nuestro país. Creo en las personas. En la posibilidad que todos tenemos de tener una vida propia, libre, justa y, ojalá, generosa.

Quisiera terminar este texto con un pedido. Si algún lector, quizás algún viejo compañero de curso, reconoce o cree reconocer los nombres propios que acá no digo, que no los escriba, que los preserve como se hace con los recuerdos más valiosos. No quisiera que lo contado pudiera ofender ni causar disgusto a quien, tantos años después, sigue siendo en mi recuerdo uno de mis más entrañables amigos.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.