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La voracidad de los partidos políticos

Columna de opinión por Juan Pablo Cárdenas S.
Lunes 9 de noviembre 2015 8:18 hrs.


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Las encuestas señalan que los partidos políticos son los que tienen menos prestigio y credibilidad en la población chilena. Transversalmente, no existen colectividades de verdadera raigambre popular y que tengan, a esta altura, un número respetable de militantes y simpatizantes. Por lo mismo es que en todas las últimas elecciones los candidatos vienen ocultando sus diversas denominaciones y, por lo general, lo que más destacan en su propaganda son sus propios y remozados rostros, así como algunas ideas fuerza o eslóganes con fines electorales más que proselitistas. Esto es, para conquistar al voto de la ciudadanía más apolitizada y, por qué no decirlo, ignorante.

Cuando el país se enciende en demandas y conflictos sociales, al momento que nuestras fronteras arden en controversias y los signos vitales de nuestra economía ofrecen un pésimo pronóstico, las cúpulas partidarias manifiestan todo tipo de problemas internos, en los que sólo parece preocuparles los nuevos cometidos electorales. La derecha no logra plasmar ideas, ni unidad, como tampoco realizar una oposición que le haga ganar apoyo de la debacle del oficialismo. Todo indica que lo único que los perturba son los malos hábitos de la clase empresarial, como de algunas de sus más relevantes figuras, pero ni en esto sus diversos partidos han sido capaces de construir una posición nítida y contundente frente a la corrupción que asola al sistema institucional, como a las clases más pudientes del país.

En tanto, la Nueva Mayoría apenas retiene a sus partidos y dirigentes. Todo indica que hay colectividades muy incómodas en convivir bajo el liderazgo de la presidenta Bachelet, cuando han declinado tanto los niveles de popularidad de quien los llevara de regreso a La Moneda. Lo que más le preocupa al corridillo oficialista es quién podría sucederla en el gobierno, cuando todavía faltan más de dos años para una nueva contienda electoral. En un proceso en que lo que más se observa es la competencia soterrada de varias figuras más que septuagenarias.

Ni qué hablar de esa intrincada realidad de los partidos y movimientos vanguardistas que, a pesar de la enorme oportunidad que les ofrecen los acontecimientos y la frustración social, continúan divididos absurda e irresponsablemente. Siempre al arbitrio de viejos y nuevos caudillos, incapaces de mirar más allá de sus propios ombligos y hasta sospechosos de recibir el aliento y el financiamiento de quienes justamente se favorecen de tal dispersión.

Los problemas de la Araucanía, nuestras tensas relaciones vecinales y el enorme rencor social que se acumula a lo largo y ancho de nuestro país, no logran sacar a la política de su ensimismamiento, porque ya comprobamos lo poco duraron las promesas de cambio que se nos hicieron luego del estallido de los casos Penta, Caval, Soquimich y otros que embadurnaron a empresarios y políticos coludidos en el soborno y el cohecho.

Lo que estamos observando, por ejemplo, es la renuencia de muchos dirigentes, de uno y otro lado a develar la realidad de sus partidos, la militancia efectiva que mantienen, así como su organización interna. No resulta del agrado de muchos partidos que una nueva ley electoral los obligue a reinscribir a sus militantes, a practicar la democracia interna (cada militante un voto) para elegir a sus directivas y nominar a sus candidatos. Las llamadas cúpulas partidarias y los principales caudillos de éstas se resisten, incluso, a la posibilidad de que se transparenten el origen de sus finanzas y sus gastos. Sin embargo, todos son partidarios de que el Estado destine más recursos para financiar sus actividades, cuando existen tantas asociaciones civiles que nada reciben del Fisco o casi nada si se consideran sus valiosos aportes a la comunidad.

El objetivo democrático y la probidad son invocadas por todos los dirigentes políticos, pero ciertamente son muy pocos los partidos que están revisando sus estatutos, cuanto consolidando tribunales de honor que investiguen y sancionen a los militantes que infringen la ética y las buenas costumbres. Aunque algunos parlamentarios están confesos de sus despropósitos, éstos, sin embargo, son favorecidos por la defensa corporativa de la política. Al borde, incluso, de ser imputados o condenados por los Tribunales, los partidos no suspenden sus militancias, como tampoco les exigen marginarse de los cargos públicos que han mancillado con el dolo.

En la pavorosa distancia que existe entra la política y los problemas reales de la población, diversos parlamentarios se proponen estatuir por ley las órdenes de partido, de forma tal que sean dichas colectividades las que decidan la suerte de los proyectos del Ley, y no los propios legisladores que, como se supone, debieran representar a los ciudadanos. Aun en caso de que se discutan cuestiones valóricas, como se ha dicho, la intención de éstos es que se pueda sancionar, multar, suspender y hasta expulsar de sus cargos a quienes no obedezcan lo dispuesto por las directivas partidistas. Y, aunque esta propuesta ha logrado abochornar a algunos, la verdad es que a diestra y siniestra del espectro político se manifiesta el deseo de convertir a los parlamentarios en simples marionetas de sus colectividades y, por detrás de éstas, de quienes realmente toman las grandes decisiones de la política.

Lo curioso en todo esto es que con tal interdicción legislativa, los partidos han aprobado elevar próximamente el número de legisladores y, más allá de algunas voces reactivas, la idea es mantener sus dietas y beneficios pecuniarios que sobrepasan por cuarenta veces el salario mínimo que reciben cientos de miles de trabajadores del país.

La idea en todo esto es que la tarea legislativa se acote a muy pocos “cocineros políticos”. De esta forma los gobiernos de turno no tendrían que lidiar y gastar tantos recursos para seducir a los parlamentarios díscolos. Con la oposición, además, solo le bastaría al Ejecutivo entenderse con dos o tres actores para convenir un arreglo. Todo lo cual redundaría en un acortamiento de las sesiones parlamentarias y de sus comisiones, a fin de que diputados y senadores tengan más tiempo para atender a sus distritos y circunscripciones tras sus reelecciones. Para viajar, también, sin contratiempos al extranjero y aumentar sus sueldos con viáticos y otras prebendas.

Porque nada tenemos resuelto, tampoco, si se van a limitar las reelecciones de parlamentarios y alcaldes en la renuencia de los caciques de la política a dejar sus puestos y darle espacio a las nuevas generaciones. Como que tampoco, todavía, se le asignan al Servicio Electoral los recursos y atribuciones para controlar, no sólo los procesos electorales del país, sino cuanto suceda al interior de los partidos políticos. Por donde se debe empezar practicando la democracia y el recato si es que queremos consolidar alguna vez, realmente, un régimen republicano sólido y confiable.

Asumimos la creencia de tantos cientistas políticos en cuando a que los partidos son consustanciales a la democracia, pero ya se ve que con los que tenemos los mismos sondeos de opinión pública nos advierten que decrece en la población la confianza en este régimen institucional. Que prácticamente la mitad de los chilenos ya no piensa que la democracia es el mejor sistema de gobierno, como que muchos vuelven a añorar una dictadura. Encuestas que tampoco parecen interesarles a los partidos y políticos preocupados sólo de quiénes parecen más o menos espectados como candidatos. En su voracidad por el poder y, ahora, por el dinero.

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El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.