Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 20 de abril de 2024


Escritorio

Mitología chilena


Martes 15 de diciembre 2015 8:49 hrs.


Compartir en

Hasta hace algunos años -no muchos- los chilenos sosteníamos con orgullo, y un dejo de suficiencia, que en el país no existía la corrupción. Y andábamos por ahí, orondos, condenando lo que ocurría alrededor, en el barrio latinoamericano. Hoy, esa mirada ha cambiado.  Tenemos hechos concretos que nos muestran que estábamos equivocados.  Que aquí, como en el resto del planeta, los valores son bastardeados, manipulados, ensuciados.  Y ello ocurre en organismos fundamentales de la democracia, en la religión institucionalizada, y en un doloroso etcétera.

¿Pero será cierto que la corrupción nos llegó de repente, recién? Es posible que tal visión sea consecuencia de que la caja de resonancia es hoy más bulliciosa. O si se quiere, que la sociedad civil se ha empoderado.  O, también, que las redes sociales juegan un papel fundamental.  Todas consideraciones que tienen algo de validez, pero que no explican por sí solas lo que estamos viendo por primera vez.

Para muchos, este es un mal de los tiempos.  Pero de este tiempo.  Y creo que están equivocados. Hay ciertas características en las sociedades que se muestran no solo en la forma de construir, sino también de socavar, las instituciones que ellas mismas han creado. Por nuestra manera de ser tan isleña, rechazamos el escándalo, la altisonancia, el ruido, somos medio hipocritones. Pero eso no significa que hayamos estado libres de los males humanos que llevan a traspasar los cánones éticos hasta caer en la corrupción.

Es cierto que recién hoy se ha destapado el escándalo del financiamiento de la política.  Pero el tema tiene historia. Una historia que, para ponerle inicio, habría que remontarse a la época en que gran parte de los votantes de sectores rurales llegaban a sufragar en camiones contratados por los hacendados de la zona. Y, obviamente, el voto iba asegurado para el candidato que los representaba. En las ciudades, la compra de votos era algo habitual. Esa fue la democracia chilena de antaño.

Después se tomaron recaudos y el direccionamiento del voto se complicó.  Pero no tanto. Los partidos políticos fueron el canal por el cual se distribuía la plata. Con seguridad, el fenómeno político no tenía las aristas que hoy conoce la opinión pública.  De allí que muchos adultos mayores -y no tan mayores- hablan de la honestidad perdida.  Y mencionan a personajes tales como Jorge Alessandri, Pedro Aguirre Cerda, Eduardo Frei Montalva y llegan hasta Patricio Aylwin. Olvidan, sin embargo, que esos personajes no robaron para sí, pero hicieron la vista gorda en lo que se refería a cómo se financiaban sus partidos y lo que hacían tales organizaciones con el dinero.

Claro, existe una gran diferencia. Hoy, el enriquecimiento es personal. Eso es lo que se busca.  Y los partidos políticos son un trampolín para ello.  ¿Hay corrupción? Ciertamente que la hay.  Pero no podemos sentirnos perdiendo la virginidad en la materia. Estamos en otra etapa. Lo que debería servirnos para comprender lo que hacemos con nosotros mismos.  Para analizar si es lo más conveniente lanzar jóvenes al mundo con la única meta de ganar en una competencia sin tregua.

La democracia no puede aceptar que su norte sea que “el fin justifica los medios”.  Eso nos ha llevado a que los políticos vean al Parlamento como su oficina para ganar dinero. Y es por eso que justifican lo que ganan. Es un trabajo de dedicación  exclusiva, dijo la presidenta del Partido Socialista, senadora Isabel Allende. Como si la mayoría de los chilenos tuviera la posibilidad de trabajar en distintas partes para alcanzar un sueldo de diez o doce millones de pesos mensuales. Esas palabras no encierran corrupción, son una frescura.

Si se amplía la mirada, pocas son las instituciones que quedan sin  mácula.  Uno se pregunta ¿por qué los jueces condenan a los pobres y dejan libres a los ricos? Hasta ahora da pudor pensar que les pagan por sus fallos favorables. Pero el poder tiene innumerables formas de agradecer favores y castigar a quienes se los niegan.

Se descubre que en el Ejército de Chile se roban la plata. Que son miles de millones de pesos los que desaparecieron del erario nacional. En primera instancia, el ministro José Antonio Gómez arguye que son  montos menores. Luego, cuando se conoce la magnitud de la defraudación opta por el silencio.  En eso está hasta ahora.

Cuando alguien insiste en que las cosas están mal y que el tema no son los supuestos daños que harán la reforma tributaria o la gratuidad en la educación, aparece una respuesta invariable: ….pero las instituciones funcionan. Y es cierto, funcionan como las dejó funcionando la dictadura, para no ir más atrás. De muestra, un botón.  A nadie se le ocurrió que mantener en el misterio el destino de las platas del cobre que reciben las Fuerzas Armadas era lanzar atractivos imanes a la corrupción.  La justificación: se trata de compra de armamentos para la defensa del país y hacer público el tema otorga ventajas a quienes nos quieran atacar en el futuro. Una justificación ridícula, digna de los cánones en que se mueve nuestra sociedad. Se cuidan las formas mientras se descuida el fondo. Son decenas las revistas internacionales que, periódicamente, dan a conocer las ventas de los principales productores de armas.  Y la información va con destinos incluida.

La mitología chilena ya no puede presentarnos como incorruptibles. Nuestros propios frenos nos impiden llegar al latrocinio generalizado. Pero es cuestión de tiempo.