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La indignidad de la clase política

Columna de opinión por Juan Pablo Cárdenas S.
Lunes 4 de enero 2016 8:53 hrs.


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En la época republicana de nuestro país que fuera interrumpida brutalmente por el Golpe de 1973 era propio observar que las coaliciones políticas en el poder se afectaban constantemente con la renuncia de ministros de estado y otros altos funcionarios públicos que entraban en contradicción con el Presidente de la República. Cuando algunos demócrata cristianos ingresaron por primera vez a un gabinete ministerial, al poco tiempo se vieron forzados a renunciar para no hacerse cómplices de la represión social instruida por el mandatario del Partido Radical. La propia dictadura de Pinochet hizo vanos intentos  por captar colaboradores entre algunas colectividades políticas que prefirieron, sin embargo, el camino de la disidencia a la posibilidad de hacerse cómplices de sus despropósitos. Resistiéndose, incluso, a esa siempre tentadora idea de “cambiar las cosas por dentro”, como algunos creen que es posible.

En todo el tiempo de la posdictadura, por el contrario, es evidente que el afán de la política ha sido fundamentalmente compartir el poder con quien sea y a cualquier precio,  más que servir a proyectos históricos o programas de gobierno. Con el gobierno de Patricio Aylwin se consolidó el  denominado “partido transversal”, integrado por una cúpula política que tomaba las decisiones por encima del parecer de los partidos que integraban la Concertación. De esta forma es difícil concebir a un candidato presidencial como Sebastián Piñera que ofreciera más resistencia al interior de los dos partidos de la derecha, pero éste logró imponerse de todas maneras como abanderado y llegar a La Moneda, cuando la UDI y Renovación Nacional se convencieron que era el recurso más expedito para hacerse del Poder Ejecutivo.

Algo similar ocurre ahora con el convencimiento que muchos tienen en cuanto a que los ex presidentes Ricardo Lagos y el propio Piñera no hicieron gobiernos efectivos, ni probaron atributos políticos ni éticos que les merezca ser reelegidos, pero en la pragmática de los cálculos electorales no son pocos los que se muestran dispuestos a que regresen al gobierno si eso los conduce a ellos al poder y a los cargos de confianza o influencia de la administración pública.

En los tiempos actuales,  lo cierto es que hemos contemplado todo tipo de indignidades en los integrantes de la clase política. Ministros que fueron expulsados a pocos días de haber sido nombrados sin que siquiera se animaran a protestar por tales atropellos,  en la esperanza siempre de ser destinados a otros cargos después de soportar el bochorno.  Ministros, subsecretarios y otros altos funcionarios públicos humillados inmisericorde y hasta groseramente, como ocurriera con dos de los más “estrechos colaboradores” del gabinete de la Presidenta Bachelet.  En esto, se sabe las embajadas, las asesorías y los directorios de las empresas públicas son un verdadero placebo, como un plácido destino para todos los personajes que son ninguneados. Así como un buen recurso para que las colectividades gobernantes acepten tales destituciones sin “chistar” demasiado.

En el extranjero cuesta mucho concebir que un viaje tan importante como el de la actual Presidenta a La Araucanía, las zona “más caliente” del país,  haya pasado inadvertido por su propio ministro del Interior y que éste se mantenga indignamente en sus funciones después de tamaño desaire. Pero más increíble nos parece que, después de tan inmenso agravio, el partido político del jefe del Gabinete aprecie que este desdén a su más alto militante en el Gobierno pueda catapultarlo como abanderado presidencial de su colectividad.

Es claro que todo se vale en este tiempo de indignidades. Recordemos que después de la primera gestión de Michelle Bachelet se pensó que sería muy difícil que otra mujer pudiera llegar al gobierno en el próximo tiempo, y ya se ve que ésta recibiera al poco tiempo el entusiasta apoyo hasta de sus más encarnizados detractores. Varios de los cuales empezaron a retornar a los más altos cargos públicos una vez que la “patrulla juvenil bacheletista” cayera en desgracia y la Nueva Mayoría optara por reivindicar su pasado concertacionista. Un fenómeno que mantiene impertérritos a algunos partidos y movimientos que se incorporaron al oficialismo en la ilusión de que, con una segunda oportunidad, la señora Bachelet  podría emprender muchas reformas que ahora se hacen agua con el cambio de hegemonía dentro de su gobierno, y la desazón que prevalece en el país respecto de la Primera Mandataria.

Los que más creen en las encuestas y toman decisiones en relación a sus resultados no le hacen asco a permanecer en los altos cargos públicos y abrigar desafíos electorales luego del descrédito que les señalan tales sondeos de opinión pública. En efecto, desde fuera de la política, desde el mismo periodismo, realmente no entendemos cómo los escándalos de Caval, Soquimich, Penta y otros no han provocado las renuncias de los principales inculpados. Que existan parlamentarios sobornados por las empresas que todavía se resistan a dejar sus cargos, así como jefes de partidos, alcaldes y candidatos embadurnados por el cohecho, la evasión tributaria y otros delitos sin la menor disposición a retirarse del servicio público. Cuando se sabe del costo que pagan en las auténticas democracias los que se corrompen y traicionan la confianza pública. Así como ocurría en el pasado en nuestro país cuando lúcidos y promisorios dirigentes eran desestimados por sus propios partidos apenas ofrecían sospecha de estar involucrados en negocios turbios, vicios personales o relaciones incompatibles con su misión. Probablemente lo más insólito de todo esto sea la renuencia de la UDI de marginar o sancionar al ex senador Jovino Novoa luego de ser condenado por sus repugnantes delitos de acción pública.

Se repite que los corruptos son acotados y que ello no tiene porqué afectar el prestigio de la política en su conjunto. Sin embargo, lo que se aprecia es que ya estamos en plena crisis institucional y que los tres poderes del estado y otras importantes reparticiones públicas se encuentran tan desacreditadas como los propios partidos políticos, las más inescrupulosas empresas y otras entidades infiltradas por la usura, el ultraje a los consumidores. Bajo la flagrante protección, por lo demás,  de jueces y medios de información que siguen impunes, también, respecto de sus graves delitos y complicidades del pasado.

Sin embargo, al no haber una reacción de la propia política y de sus instituciones frente a tantos malhechores altamente empinados en el poder, se hace imposible a esta altura separar  el ella al “trigo de la cizaña”, por lo que en tales escándalos, falta de probidad y colusión tienen sin duda también responsabilidad quienes siguen contemporizando con sus colegas imputados, aplazando indolentemente la desvinculación de éstos de sus funciones y colectividades. Como también urdiendo soluciones como los juicios abreviados, amnistías y otras triquiñuelas legislativas en el intento de dar vuelta la página y seguir apelando al respaldo ciudadano en los comicios venideros. Aunque los niveles de abstención hayan superado ya con creces a los votantes efectivos.

Una indolencia que contribuye a que aquella vocación democrática de los chilenos siga deteriorándose según lo están indicando solventes estudios regionales como el de Latinobarómetro, que nos alerta del riesgo, incluso,  de otra brutal ruptura en nuestra convivencia. Porque sabido es que cuando la indignidad política se hace generalizada solo es posible augurar tempestades sociales.

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El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.