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El funeral de Estado para la transición chilena

La actual administración está tan interesada en ocultar los secretos de la transición chilena como El Mercurio y la derecha. ¿Qué es lo que temen si se revelaran las actas del Cosena? Lo más probable es que vengan a confirmar lo que muchos sospechamos: que durante 20 años se bajaron los pantalones ante la más mínima presión.

Víctor Herrero

  Lunes 25 de abril 2016 6:50 hrs. 
funeral patricio aylwin

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El fallecimiento del ex Presidente Patricio Aylwin, a los 97 años de edad, desató una ola de republicanismo barato y argumentos de goma entre la clase política y la prensa tradicional de nuestro país.

En su típico estilo de matinal para amas de casa de los años 90 que ya apenas existen, los canales de televisión no pararon de transmitir durante 72 horas tratando de arrancar lágrimas a sus televidentes por un Chile pasado mejor, más armonioso, sin las odiosidades de hoy. Claro que ningún canal, ni siquiera el que supuestamente es público, recordó que durante el gobierno de Aylwin murieron asesinados 28 militantes de izquierda y cinco personas sin militancia, entre ellos dos mujeres y un hombre que tuvieron la mala suerte de ser pasajeros de una micro que el 21 de octubre de 1993 pasaba frente al Apumanque, donde un grupo del Movimiento Juvenil Lautaro había asaltado un banco. Carabineros, al ver que algunos de los asaltantes se subieron a ese bus, decidieron balear a toda la máquina. En las primeras horas de confusión, el Gobierno, como siempre, otorgó su pleno respaldo al actuar de la policía. Después de establecerse que esos tres pasajeros no eran peligrosos terroristas, sin que gente común y corriente, se prometió una comisión investigadora. Unos 23 años después aún no se sabe a qué conclusión llegaron.

En tanto, los medios “más serios”, como El Mercurio, aprovecharon la muerte del ex Presidente de la democracia Cristiana que apoyó el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, para machacar las bondades de la llamada democracia de los acuerdos iniciada por el propio Aylwin en marzo de 1990. Hoy sabemos que esa democracia tenía muy poco de acuerdos: más bien, fue el sometimiento casi total a los preceptos económicos, ideológicos y constitucionales de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet, Jaime Guzmán y de tantos otros.

El espectáculo pseudo republicano de la semana pasada –incluyendo el enojo de Mariana Aylwin porque los jóvenes secundarios y universitarios no habrían respetado el duelo nacional al realizar el jueves una marcha por una mejor educación– fue la gran oportunidad para reunir a los viejos estandartes y tratar de convencer a la ciudadanía de una realidad política inexistente. ¿A nadie le llama la atención, acaso, que la UDI casi en pleno salió a defender el legado de Aylwin? Si uno lograra mantener la cabeza serena, debería al menos hacerse esta pregunta: ¿cómo es que el partido más ultra-derechista, partidario hasta hoy de la dictadura de Pinochet, se suma al duelo del gobernante que, a pesar de ellos, sucedió a su amado líder?

Más bien, los acontecimientos de la semana pasada son una clara muestra de cuán alejados están nuestros supuestos líderes del sentir de la ciudadanía y de cómo continúan falsificando, tal vez de manera inconsciente, nuestra historia. Como afirmó ayer el columnista Óscar Contardo en La Tercera: “Nos hablan de gestos republicanos y lo que vemos no es otra cosa que el más vulgar de los apegos al poder de quienes no se acostumbran a rendir cuentas ni a que se las exijan”. Y prosigue: “Un club que juzga las críticas argumentadas como insolencias que no está dispuesto a tolerar y que se apura a cerrar todas las puertas de ingreso a los extraños a su grupo, a las nuevas ideas y a un futuro distinto al pasado que tanto les acomoda”.

Fueron muy pocos los periodistas y medios de comunicación que no cayeron en la trampa de “todos los muertos son buenos” y pusieron en perspectiva política e histórica el acontecimiento de la muerte de Aylwin. Este diario electrónico y su medio ancla Radio Universidad de Chile fueron uno de ellos, y por lo mismo criticados en los círculos tradicionales que no sólo quieren que nada cambie, sino que ojalá todo vuelva a un pasado en que la derecha económica, cultural y política manejaba el país, a pesar de que, sobre el papel, la centro-izquierda ganaba las elecciones.

La muerte de Aylwin simboliza la muerte de una forma de ejercer la política. Una política timorata, a pesar de contar con un amplísimo apoyo popular. La excusa de que Pinochet sacó 44 por ciento de los votos en el plebiscito de 1988 se olvida del hecho de que Aylwin ganó las presidenciales de 1989 con 55% de los votos y que su contrincante derechista y supuesto delfín de la dictadura, Hernán Büchi, apenas sacó 29.

Pero, por desgracia, sigue intacta la lógica derrotista de la centro-izquierda, que desde marzo de 1990 ha renunciado a prácticamente todos sus ideales, y así se ha vuelto una fuerza funcional a los poderes permanentes de la derecha chilena.

Una noticia que ha pasado relativamente inadvertida es la petición de transparencia que la periodista Catalina Gaete hiciera para conocer las actas del Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), ese extraño organismo que parece salido de la pena Guerra Fría. Después de que el Estado Mayor Conjunto, custudio de esos documentos, rechazara su petición, esta joven profesional apeló al Consejo de Transparencia, que dio luz verde a su petición, exceptuando unos pocos casos.

Rápidamente, los poderes permanentes de la transición chilena operaron para desactivar esta iniciativa. Por un lado, el diario El Mercurio publicó el viernes un editorial en la que afirmaba que “constituye un exceso de celo en la defensa de la transparencia lo obrado por el Consejo cuando omite los efectos que puede generar la divulgación de antecedentes que afectan bienes superiores que es necesario preservar”. En Estados Unidos ese sería el argumento de los abogados del gobierno, no de los defensores de la libertad de expresión. Pero, bueno, es sabido que ese diario y sus dueños, la familia Edwards, están más interesados en mantener el orden político y económico, que en ejercer la función esencial del periodismo.

El segundo poder que ha operado en contra de la divulgación es el propio gobierno a través del ministro de Defensa José Antonio Gómez. Según afirmó la propia Catalina Gaete a este medio, periodista que hasta hace poco y por poco tiempo se desempeñó en esa repartición y que antes ejerció en este medio de prensa, el jefe de Comunicaciones de ese ministerio, César Parra, le pidió “ir a retirar en conjunto dichas actas y destruirlas inmediatamente”.

En otras palabras, la actual administración está tan interesada en ocultar los secretos de la transición chilena como El Mercurio y la derecha. Y ello es una comprobación más de que nuestros “republicanos” son ese club cerrado y, en el fondo, anti-demócrata que insinúa el columnista de La Tercera Óscar Contardo y que, semanalmente, denuncia el director de este medio Juan Pablo Cárdenas.

¿Qué es lo que temen si se revelaran las actas del Cosena? Lo más probable es que venga a confirmar lo que muchos sospechamos: que durante 20 años nuestros gobernantes se bajaron los pantalones ante la más mínima presión de los militares, la iglesia o las fuerzas conservadoras. O sea, que transaron los ideales democráticos por su supervivencia política de corto plazo.

Qué es lo que se podía hacer, se dice, cuando Pinochet aún tenía mucho poder… Para Aylwin el mercado fue, supuestamente, “cruel”. Pero no hizo nada por frenar o enmendar su destructivo rumbo. La gran excusa de la centro-izquierda, llamada Concertación en esos años, era que la derecha les impedía hacer los cambios. Pero eso no es verdad. La gran verdad es una que no han querido reconocer. Que, por alguna extraña razón, se enamoraron del modelo económico e institucional y que se sintieron muy cómodos administrando el legado de la dictadura y dando entrevistas a El Mercurio, mientras provocaban la muerte de medios como La Época, el Fortín Mapocho  y tantas revistas.

Y esos son crímenes ideológicos que sólo se pueden cargar a ellos, y no a la derecha.

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