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Yo conozco ese lugar: la historia de Soda Stereo

La autobiografía de Zeta Bosio, bajista del grupo argentino, da cuenta de una vida cruzada no solamente por la música o la explosiva fama, sino también por el trágico accidente de sus hijos y el arduo trabajo que significó llegar a la cúspide de la música latinoamericana de una banda que marcó a varias generaciones.

Felipe Reyes

  Lunes 30 de mayo 2016 17:53 hrs. 
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En 1979, Héctor “Zeta” Bosio ya había realizado un duro Servicio Militar  (“la colimba”, “se le decía así como un juego de palabras: corre, limpia, barre”) en la marina en una Argentina bajo la dictadura militar de Jorge Rafael Videla, y luego de su egreso, comienza la carrera de Publicidad, donde conoce a un tímido Gustavo Cerati. Pronto, la música pasa a ser el tema central de sus conversaciones, hasta que un verano juntos en Punta del Este los impulsa a formar un grupo y componer sus propias canciones.

Hijo de inmigrantes italianos que llegaron a Argentina escapando de la guerra, Zeta va narrando su infancia y su temprana vinculación con la música cuando la familia se hizo de un tocadiscos traído de Italia por una tía, en los que giraban los vinilos de Rita Pavone y Palito Ortega. “No había un estilo definido. La música estaba en todas partes, y en las reuniones familiares, en las que nos juntábamos a amasar pastas cada domingo, cantábamos a coro temas tradicionales italianos”, escribe Zeta. Luego, casi por accidente, el iluminador descubrimiento de The Beatles, hasta transformarse en un resuelto adolescente y músico autodidacta que armaba y desarmaba bandas con amigos, aprovechando cada oportunidad que se presentaba para tocar.

Así conocemos el origen del singular apodo del músico: “Cuando era chico, el chiste recurrente era que parecía algo así como una ballena, empezaron a decirme «Ceta» como abreviación de «cetáceo», y se me ocurrió cambiar la «C» por la «Z» para proponerlo como seudónimo”, nos cuenta Bosio, y se extiende en su lugar dentro de la historia de Soda Stereo, las influencias musicales y estéticas, la explosión de la «Sodamanía» (fiebre en la que nuestro país ocupará un lugar destacado), los excesos de la fama y las extensas y agotadoras giras, los recesos, la dinámica creativa de la banda, la vida familiar y las constantes tensiones de un grupo de amigos que creó canciones que marcaron a un par de generaciones de todo el continente.

Yo conozco ese lugar (título tomado de la letra del tema “Lo que sangra (la cúpula)”, incluido en el disco Doble vida de Soda Stereo), la autobiografía de Zeta Bosio contada en 352 páginas organizadas de manera cronológica y escrita en primera persona, da cuenta de una vida cruzada no solamente por la música o la fama de su banda, sino también por la inmigración italiana en su país, la última dictadura argentina, los trágicos accidentes de sus hijos y el arduo trabajo que significó llegar a la cúspide, cuando Soda Stereo todavía no es Soda Stereo, sino una banda que se presenta en fiestas con poca gente bajo el nombre de Los Estereotipos: “En la prehistoria de Soda Stereo hacíamos canciones de Bob Marley, más que nada para, junto con Charly, entre los tres, rastrear y encontrar lo antes posible la raíz del acento y el groove sucio del reggae, que en ese momento sentíamos que era algo capital para aprender a hacer new wave”, Recuerda Zeta.

De esta forma, ya ensambladas las tres partes del triángulo (Gustavo Cerati, Zeta Bosio y Charly Alberti, quien se integra a la banda por recomendación de Laura, la hermana de Cerati), el trío lanzará su debut homónimo en 1984, dando inicio a una carrera con una nutrida agenda de conciertos y en donde cada nuevo disco parece distinto al anterior. Lo que tal vez define a una banda en constante búsqueda: su carácter experimental, la preocupación por la estética y el talento para hacer de los sonidos extranjeros algo propio. Ejemplo de esa búsqueda queda de manifiesto cuando al año siguiente, Soda Stereo se dejó influenciar por la cultura pop para escribir su segundo disco, Nada personal, oscureciendo su apariencia y levantándose los pelos al estilo de The Cure y U2, o, para el tercer álbum, Signos, en 1986, decidieron dejar el maquillaje y aparecer más urbanos, imitando el look de Prefab Sprout y The Smiths.

Y así llegó la exposición, las tácticas para burlar a sus fanáticos y salir o entrar de hoteles y estadios, los conciertos mal organizados en clubes que se desbordaron, como ocurrió en el Highland Road de San Nicolás, en donde murieron cinco personas y unas 100 resultaron heridas, y las agotadoras giras que se extendieron por distintas ciudades y en las que inevitablemente llegaron los excesos: “Nuestra entrada al mundo de la cocaína se dio en el verano del 86, durante una gira -recuerda Zeta. Veníamos de conciertos y fiestas interminables, con demasiado trajín encima, y nuestro cuerpos dijeron «basta». En un momento, alguien dijo: «Si quieren, hay una posibilidad de estar pilas para el concierto». Inmediatamente nos llevó a una habitación con las persianas bajas y así fue que nos iniciamos en ese mundo de energía extrema y bajones. La experiencia fue tan loca que esa noche tocamos los temas al doble de velocidad, algo que nos causaba muchísima gracia. Era nuestra primera incursión en una sensación de descontrol y algo me decía que no sería la última”.

Y en ese agitado tránsito, inevitablemente también surgieron las primeras fisuras al interior de la banda, con la repartición de los derechos de autor como una incómoda piedra en el zapato. En esos momentos, Cerati manifestaba ciertos cambios de personalidad, según cuenta Bosio, y una actitud esquiva ante cada intento de zanjar el tema: “El mayor ingreso que tiene una banda son los derechos de autor y los shows (sobre todo cuando convoca a mucha gente) (…) Si las cosas no están claras, es inevitable que ese desfasaje empiece a manifestarse en diferencias sociales, cuyo final anunciado es la creación de bandos internos. En el caso de Soda, de un lugar estaba Gustavo, que al acceder a más beneficios e ingresos tenía más poder, y del otro estábamos Charly y yo, que pasamos a ser socios minoritarios del proyecto que habíamos creado (…) La discusión que tratábamos de tener con Gustavo -y que él nos negaba incesantemente- era sobre la música, porque las letras eran intocables y nadie ponía en duda que le pertenecían absolutamente a él. Eso representaba el 50 por ciento de los derechos solamente para él”.

Pese a las tensiones y los conflictos, Zeta se esforzó por mantener unida a la banda y al equipo que trabajaba con ellos, asumiendo un rol conciliador entre las partes. “Podríamos decir que Gustavo era el padre, yo era la madre y Charly algo así como el hijo. Mi intención era que las cosas fluyeran, y trataba de mantener a salvo la unión grupal que habíamos construido”, anota el músico. “En las relaciones hacia los terceros, por ejemplo, yo tenía una forma de ser más amigable, de igual a igual, mientras que Gustavo era más verticalista (…) Yo siempre fui un poco más afable, una persona que mayormente está de buen humor, y creo que esa es la mejor forma de vivir, o al menos la que a mí me funciona. Gustavo, en cambio, era un poco más duro: empleaba el papel de jefe, bajando línea y tirando directivas, sin detenerse demasiado en las secuelas que podía dejar en el otro. Las constantes confrontaciones en torno a cómo tratábamos a la gente que nos rodeaba fue otro de los factores fuertes de distanciamiento”.

Capítulo a capítulo, observamos el anverso y el reverso en la historia de una banda, las bromas al interior del equipo, el tedio y la desesperación cuando Cerati anunciaba abandonar el proyecto, los encuentros y desencuentros con otros músicos y productores. Zeta Bosio va dibujando el mapa del ascenso y su lugar en la escena musical de entonces; describe locales, bandas, programas de radio y televisión, sellos discográficos y personas que cruzaron la historia de Soda Stereo: Sumo y Luca Prodan, Andrés Calamaro  (tecladista de la banda por un tiempo), Virus y Federico Moura (productor del primer disco), Daniel Melero, Fabián Quintiero, Tweety González, Pedro Aznar, Leo García, las bandas Babasónicos y Juana la Loca, el sonidista Adrián Taverna, el productor Carlos Alomar, el director Alfredo Lois (autor de El último concierto), los escritores Rodrigo Fresán y Juan Forn (quienes escribieron el guión de una película sobre la banda que finalmente no fue aprobada por el trío), la productora Cuatro Cabezas, el periodista Daniel Kon y un largo etcétera, todo contado de primera fuente, desde el ojo de la tormenta.

Yo conozco ese lugar es un relato abundante en detalles que, curiosamente, los músicos no revelan con frecuencia. Y así llegamos a la etapa final de  Soda Stereo, a sus últimos discos: Dynamo (“aquel álbum fue como nuestro Pet Sounds o Smiley Smile, aquellos trabajos inspiradísimos de los Beach Boys”), en 1992, o cuando Cerati se pasaba horas en un estado hipnótico, sumergido en los ambientes de delay, como levitando, para la composición de Sueño Stereo, el año 1995, hasta los momentos más dolorosos de su vida artística: el último adiós de Soda Stereo y la muerte de Gustavo Cerati. El valor de una experiencia única y de primera mano que convierte el trabajo de Héctor Zeta Bosio en el libro más completo que se ha escrito sobre Soda Stereo, y que se complementa con Cerati: la biografía (edit. sudamericana, 2015), de Juan Morris, y Cerati: conversaciones íntimas (edit. Planeta, 2015), de Gustavo Bove, títulos que indagaron en la visión del cantante y líder de la banda.

Yo conozco ese lugar
Zeta Bosio
352 páginas.
Editorial Planeta

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