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Paulo nuestro de cada día

Columna de opinión por Antonia García C.
Lunes 20 de junio 2016 10:31 hrs.


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“La única manera de aumentar el mínimo de poder es usar el mínimo de poder. Vamos a admitir que tú tienes solamente un metro de espacio, si no lo ocupas, el poder mayor te ocupa ese metro”.

Paulo Freire

La frase no es parte de un libro. Es algo que el educador dice en una entrevista televisiva realizada en castellano que se encuentra fácilmente en Internet.  Es bueno eso. No sólo leer los libros sino también ver y oír a algunos grandes pensadores, algunos grandes hombres de acción de otros tiempos. Paulo Freire (1921-1997) fue ambas cosas. Aunque entre sus múltiples enseñanzas está la que consiste en cuestionar falsas dicotomías: pensar y actuar no son actividades diferentes sino elementos indisociables de un solo y mismo quehacer.

Si algunos de los lectores del diario no estuvieran familiarizados con su pensamiento hay una buena noticia. Las obras completas del educador brasileño fueron puestas a disposición del público en libre acceso. Es un gran aporte a la educación de todos. Porque sin duda, aunque en otro mundo posible, Paulo Freire debería ser lectura indispensable (indispensable pero no “obligada”). No solamente para quienes se destinan al oficio de educar sino a cualquier oficio. Hay algo en Freire y eso se advierte en cualquier libro, en cualquier página, en cualquier párrafo, que le habla directamente a la persona, hombre o mujer, algo como un conjuro, un llamado que dice una sola cosa: “no hay que perder la confianza”.

Esa es la obra. La obra que unos junto con otros debemos realizar: trabajar en las condiciones de la restauración de la confianza perdida. O mejor, en los términos de Freire, debemos educar la esperanza.

Había que tener coraje para hablar así, atravesar el siglo XX, vivir sus vicisitudes, dejar de lado una carrera de abogado, optar por trabajar como maestro, elegir permanecer entre los más pobres, ir encarcelado por lo mismo, conocer el exilio, llegar a Chile, trabajar acá, pensar acá lo que podía ser una pedagogía del oprimido (“del” y no “para”), discutirla, escribirla, publicarla (en todos los países que recorrió antes que en el suyo), defenderla, ponerla a prueba, asistir a todos los acontecimientos contenidos en la expresión “siglo XX” y, a los 70 años, escribir un libro llamado “Pedagogía de la esperanza”… que en sus primeras páginas dice así:

“Debe haber un sinnúmero de personas que piensan como un profesor universitario amigo mío que me preguntó asombrado: ‘¿Pero cómo, Paulo, una Pedagogía de la esperanza en medio de una desvergüenza como la que nos asfixia hoy en Brasil?’ Es que la ‘democratización’ de la desvergüenza que se ha adueñado del país, la falta de respeto a la cosa pública, la impunidad, se han profundizado y generalizado tanto que la nación ha empezado a ponerse de pie, a protestar. Los jóvenes y los adolescentes también salen a la calle, critican, exigen seriedad y transparencia (…)”.

Acotación: cualquier parecido con otras situaciones aquí y ahora, no es mera casualidad. Sigue la cita:

“(…) No soy esperanzado por pura terquedad, sino por imperativo existencial e histórico. Esto no quiere decir, sin embargo, que porque soy esperanzado atribuya a mi esperanza el poder de transformar la realidad (…) Mi esperanza es necesaria  pero no es suficiente. Ella sola no gana la lucha, pero sin ella la lucha flaquea y titubea (…). Una de las tareas del educador o la educadora progresista, a través del análisis político serio y correcto, es descubrir las posibilidades –cualesquiera que sean los obstáculos– para la esperanza, sin la cual poco podemos hacer porque difícilmente luchamos, y cuando luchamos como desesperanzados o desesperados es la nuestra una lucha suicida, un cuerpo a cuerpo puramente vengativo”.

Impacta que Paulo Freire haya escrito estas páginas a los 70 años, así como impacta escuchar a jóvenes de 20, 30 años, o adultos de 40 años, sostener discursos que apuntan hacia otro lado. Discursos de la desolación, sin duda justificados, ante las terribles violencias y sinvergüenzuras de las que somos testigos todos los días.

¿Será que la esperanza nace de la lucha? ¿Será que sólo el que luchó, cayó, sufrió, volvió a levantarse y a caer y a levantarse, puede tener esperanzas? ¿Será que la esperanza es el premio –el único premio– al que pueden aspirar los luchadores que nunca jamás se dan por vencidos? ¿Será que la desesperanza es lo propio de quién no ha jugado todas sus cartas todavía? ¿De quienes no han entrado todavía en franco y abierto combate? ¿Será que los que no tenemos 70 años, no estamos encarando correctamente nuestros combates?

Repito y le pido al viejo maestro que acompañe, que ayude a seguir pensando la cosa: “La única manera de aumentar el mínimo de poder es usar el mínimo de poder. Vamos a admitir que tú tienes solamente un metro de espacio, si no lo ocupas, el poder mayor te ocupa ese metro”.

En la última columna hice mención a otros escenarios posibles. Escenarios pequeños donde de pronto una persona –una sola persona– a través de su acción es capaz de ir generando la concientización, la acción y la puesta en relación de otros. No ignoro que la idea de “pequeños escenarios” molesta. Es cierto: parece ser que no alcanza. Que no hay forma de que alcance. Lo que yo quiero señalar cuando me refiero a ellos y lo preciso porque me parece necesario que se entienda el punto, es esto: no hay porqué elegir. No hay una sola escala de la política. Existe una pluralidad de escenarios posibles. Toda una gama entre el más pequeño (la vereda donde una ama de casa es capaz de poner en movimiento a toda la cuadra y a todo un barrio) hasta el más grande (entre los cuales las casas de gobierno y los congresos donde trabajan nuestros irresponsables políticos – con las necesarias excepciones y salvedades).

En la medida en que todo indica que, en esta coyuntura que estamos viviendo, las formas tradicionales y rutinarias de hacer política, nos han transformado en ciudadanos ineficaces, incapaces de generar cambios significativos en la orientación de quienes gobiernan –o solamente capaces de transformar para peor–, es obligación (no veo cómo plantearlo de otra forma), es obligación, o debería serlo, identificar la escala en la que sí podemos algo, los escenarios en los que sí podemos algo. O sea, plantearse también: ¿quién puede qué? ¿dónde? ¿con quién? Y como dijera el maestro: ¿a favor de qué? ¿contra qué?

Sin duda Paulo Freire puede seguir acompañando éstas y otras reflexiones. Acciones que todavía podríamos cometer.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.