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Año XVI, 29 de marzo de 2024


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Transformar los DD.HH. en política de Estado


Sábado 2 de julio 2016 19:14 hrs.


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Ante  la  situación  de  descalabro  que  día  a  día  se  aprecia  en  lo  político,  en  lo  económico,  en  lo  social,  la  defensa  de  los  DD.HH.  ofrece  quizás  una  posibilidad  de  seguir  forjando  vínculos  entre  ciudadanos  que  no  están  dispuestos  a  asistir  de  brazos  cruzados  al  ocaso  de  la  sociedad  en  la  que  viven.  Forjar  lazos,  profundizarlos  y  hacer  fuerza  en  pos  de  la  profunda  transformación  que  sin  duda  alguna  estamos  necesitando.

¿Por  qué  los  DD.HH.?  Porque,  hasta  que  inventemos  algo  mejor,  sus  textos  de  referencia    establecen  con  claridad  lo  mínimo  que  un  Estado  debe  garantizar  a  sus  ciudadanos.  Ese  mínimo,  en  Chile,  es  un  máximo.  Es  cosa  de  leer  la  Declaración  Universal  de  los  DD.HH.  y  contrastarla  con  algún  periódico.  El  resultado  es  más  que  desalentador.  Es  escalofriante.

Ciudadanos  golpeados,  torturados,  asesinados,  quizás  hechos  desaparecer  por  aquellos  cuya  misión  fundamental  es  protegerlos.  Las  imágenes  difundidas  estos  días  en  torno  a  las  acciones  emprendidas  por  la  familia  de  José  Vergara,  desaparecido  el  13  de  septiembre  de  2015,  impactan.  Entre  otras  cosas,  impacta  el  cartel  que  sostienen  sus  familiares.  Es  en  blanco  y  negro,  presenta  una  foto  del  joven,  y  dice  en  letras  grandes:  ¿Dónde  Está?

El  vínculo  es  evidente.  El  vínculo,  tanto  en  los  hechos  como en la denuncia, con  lo  que  fue la  práctica  de  la  desaparición  forzada.  De  pronto  esa  conexión,  esa  relación  es  lo  que  llama  la  atención  de  una  noticia  a  otra  porque  en  los  mismos  días  hemos  visto  encadenarse  en  las  rejas  del  antiguo  Congreso  a  militantes  de   DD.HH.  en  señal  de  repudio  ante  los  beneficios  otorgados  a  militares  condenados  por  crímenes  cometidos  durante  la  dictadura.  En  el  día  de  ayer, en La Moneda, se entregó  una  carta firmada por más  de  40  agrupaciones y  dirigida  a  la  Presidenta  de  la  República,  donde  se  le  pide  un  pronunciamiento  explícito, en  particular  sobre  el  hecho  de  que  “a  los  criminales  de  lesa  humanidad  no  les  asiste  la  prescripción,  la  amnistía,  ni  el  indulto”.  Y no porque a los firmantes se les ocurra que tiene que ser así sino porque esas son las disposiciones que rigen cuando se trata, precisamente, de crímenes de lesa humanidad.

Lorena  Pizarro,  presidenta  de  la  Agrupación  de  Detenidos  Desaparecidos,  tras  reunirse  con  el  Ministro  del  Interior,  se  expresó  en  estos  términos:    “En  estos  momentos  hay  gente  marchando  alrededor  de  la  Moneda,  lo  vamos  a  hacer  cada  viernes  como  lo  hacíamos  en  dictadura  en  el  bandejón  central,  hace  unos  días  atrás  nos  encadenamos  en  el  ex  Congreso  frente  al  palacio  de  Tribunales  y  vamos  a  seguir  realizando  éstas  acciones”.

El vínculo entre una cosa y otra existe. Explícito en las palabras de Lorena Pizarro. Implícito, pero no menos potente, en el cartel que sostiene la hermana de José Vergara. Las violaciones a las DD.HH. en el presente y las violaciones a los DD.HH. en el pasado constituyen un solo y mismo problema.

Se trata de la cuestión de los límites. Se trata de que, en una sociedad, no todo debe ser posible. Se trata de que no basta con proteger a los asesinos de crímenes pasados, miembros de las FF.AA., para asegurar la coexistencia nacional. Se trata de que la coexistencia nacional supone también no sacrificar, en nombre de supuestos intereses superiores, los derechos de las grandes mayorías de no privilegiados que tiene nuestro país. Se trata de que, confrontada a una situación de violencia extrema, una familia no debería estar sola para reclamar que el Estado chileno asegure sus derechos en vez de violarlos. Se trata de que violentados, no sólo por el incumplimiento de los compromisos asumidos por el Estado respecto a su situación en tanto víctimas de violaciones a los DD.HH. sino también por los beneficios que, en paralelo, se otorga a quienes fueron responsables de esas mismas violaciones, los militantes que ayer se movilizaron para entregar su carta a la Presidenta de la República tampoco deberían estar solos. Se trata de que cada uno de nosotros debería sentir como propias esas necesidades y actuar en consecuencia. Porque, de alguna manera, es el conjunto de la sociedad lo que peligra cada vez que algunos de nuestros derechos es vulnerado.

Nada de esto puede suceder sin una auténtica política de Estado. Es necesario que los DD.HH. dejen de ser abordados como la reivindicación de un sector particular de la sociedad chilena. Tampoco es suficiente que sean política de un gobierno. Hace falta continuidad, hace falta tiempo para desarrollar algo que en veintiséis años de democracia no hemos podido construir. Una cultura de los derechos humanos. Y una capacidad de acción acorde que nos permita organizarnos para exigir los debidos cumplimientos desde  una  perspectiva  amplia,  abarcadora. Porque, sin duda, el derecho a la vida, a la seguridad, a la integridad física son fundamentales. Pero no es el único. Desarrollar una auténtica cultura de los derechos humanos es también tener bien claro la pluralidad de derechos existentes entre los cuales cierta cantidad de derechos económicos, sociales, culturales. Lo que incluye los derechos de los trabajadores.

Me atrevo a decir que quien  se  propusiera,  en  Chile,  simplemente  cumplir  con  todos  y  cada  uno  de  los  artículos  de  la  Declaración  Universal  de  los  DD. HH.  –otorgándole  un  lugar relevante a  los  artículos  23,  25,  26– tendría  un  programa  político  de  envergadura.  Más  allá: quién  se  propusiera  usar  todos  los  recursos  del  Estado  para  cumplir  con  ellos estaría dando un salto fundamental en pos de la mejoría de las condiciones de vida de todos.

Mientras eso no suceda, la plataforma que ofrece en potencia la defensa de los DD.HH., en sus múltiples escenarios, en sus diversas cronologías, es también ese mínimo denominador común en el que podemos quizás encontrarnos. Encontrarnos para evitar que la especificidad de cada lucha termine disgregándonos, para desarrollar acciones conjuntas y favorecer la unión de todos los que, en Chile y en tantas otras partes del mundo, no tenemos ni deseamos privilegios.