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La Posdictadura prolonga histórica impunidad

Columna de opinión por Juan Pablo Cárdenas S.
Martes 3 de enero 2017 8:58 hrs.


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Mientras en América Latina y el mundo los dictadores y terroristas de estado son ajusticiados o mueren en la cárceles, aquí se los favorece con privilegios judiciales a objeto de dejarlos libres, rebajarles sus penas e, incluso, procurar el cumplimiento de sus sentencias en sus propios domicilios. Se sabe que no son pocos los asesinos y torturadores que, confesos y habiendo colaborado con el esclarecimiento de los crímenes cometidos, recibieron la indulgencia de los jueces con el asentimiento de los abogados de Derechos Humanos, quienes siempre creyeron preferible la verdad al castigo que éstos se merecían. De esta forma, los que fueron condenados a cadena perpetua son delincuentes que en todo momento negaron su autoría criminal, al mismo tiempo que se resistieron a colaborar con la justicia y, con su información, dar alivio a aquellas miles de familias que perdieron a sus seres queridos y hasta ahora buscan el paradero de los miles de detenidos desaparecidos.

Sabemos perfectamente que muchos de los que se alzaron contra el orden establecido, bombardearon La Moneda y organizaron los más siniestros campos de concentración y exterminio resultaron sin ser siquiera imputados por los Tribunales. Tal como ocurriera con el principal responsable de todo el horror quien fuera rescatado  de un juicio internacional que, sin duda, lo habría condenado ejemplarmente. Cuando, además de asesino, se le demostrara posteriormente ser un gran ladrón y malversador del erario fiscal. Favorecido por una repatriación solicitada por nuestras autoridades que,  como quedara demostrado, no tuvo el propósito de juzgarlo en Chile, sino garantizarle su libertad y hasta brindarle esas solemnes exequias. Con la presencia, para colmo, de la propia ministra de Defensa del primer gobierno de Michelle Bachelet.

A lo anterior,  se suma la decisión de los gobiernos “democráticos” de recluir a los que resultaran ser procesados en dos recintos carcelarios verdaderamente de lujo,  si se los compara con los penales donde son recluidos y hasta fallece un sinnúmero de condenados por delitos de mucha menor envergadura que los cometidos por estos tenebrosos agentes del Estado. El hecho que, ahora,  dos o tres cobardes hayan reconocido sus delitos a objeto de lograr su excarcelación solo es excepcional en la actitud asumida por la generalidad de los condenados renuentes a reconocer su responsabilidad y  ofrecer un mínimo acto de constricción. Actitud que bien se explica en la posibilidad de mantener sus rangos, pensiones y granjerías como uniformados, además de estar en un recinto donde pueden recibir, con bastante holgura,  a sus familiares y amigos. Como, desde luego, bien auxiliados en cuanto a su salud, como salvaguardados en caso de ser víctimas de cualquier atentado.

¡Qué agraviante diferencia,  sin duda, con la de los homicidas comunes, narcotraficantes y otros que, habitualmente, terminan sus vidas en la miseria económica y espiritual. Mientras que éstos hasta reciben la “piadosa” visita de sacerdotes que, como en el caso de un Mariano Puga,  tanto se destacara en la defensa y acogida de las víctimas de la represión pinochetista.

Entre quienes lideran estos actos de unilateral clemencia en favor de los ex agentes de la Dina o la CNI,  por cierto destacan figuras políticas que en  1973 alentaron el Golpe Militar y hasta lo justificaron por mucho tiempo ante el mundo. Tal como podemos descubrir a abogados y otros que se favorecen de la defensa bien remunerada de estos criminales. Tampoco podríamos soslayar, asimismo,  la acción de quienes fueron los más vociferantes políticos de la Unidad Popular u otras organizaciones de izquierda, y que ahora –de seguro- están agradecidos de haber salvado con vida, cuando haber “crecido” en las oportunidades que les brindara el exilio. Se trata, sin duda, de la manifestación más sofisticada y patética de ese “síndrome de Estocolmo” en que las víctimas de la represión terminan sojuzgadas por tus torturadores.

Es preciso, también, consignar que en estos actos de clemencia se esconde el propósito de ciertos medios de comunicación y de algunas  instituciones de salvar impunes, también,  de la justicia, ya sea por sus complicidades o activa participación en estos actos deleznables contra la vida. En particular,  los de aquella Operación Cóndor y otras operaciones criminales alentadas y tergiversadas por El Mercurio y otros periódicos que ahora gozan de  todo tipo de consideraciones de parte de los gobiernos de la Posdictadura.

Sabido es que lo que demandan las víctimas  es justicia y no revanchismo. De otra forma no se entendería que no pocos criminales y cómplices de la Dictadura disfruten de plena libertad y ocupen hasta hoy altas funciones dentro de las instituciones del Estado. En más de 26 años,  solo tenemos un par de atentados contra la vida de los grandes instigadores o ejecutores de estos crímenes de lesa humanidad. Lo que no se condice siquiera con lo acontecido en nuestra propia historia y que se expresara, por ejemplo, en la ejecución de un Diego Portales, como en la forma en que fueron ultimados algunos conquistadores españoles, como el propio Pedro de Valdivia.  Aunque, ciertamente,  son las amnistías y los indultos, también, los que prevalecieron después de horrendos episodios como el de la Escuela de Santa María de Iquique, Ranquil, la colonización de Magallanes y la propia “pacificación” de nuestra Araucanía.

Muchas veces se asegura que nuestra trayectoria republicana está salpicada de crímenes y vergonzosas impunidades. A respecto, no es tan relevante que haya algunos criminales que logren morir al abrigo de sus propios hogares después de largos años de reclusión, cuando ya están en estado terminal o efectivamente enajenados mentalmente. Lo más inaudito de todo esto es que tantos hayan escapado de la justicia en virtud de la Ley de Amnistía de Pinochet, la abyección de muchos jueces y la desidia de autoridades que hoy se enseñorean en la política gracias a que el propio Dictador les abriera espacio para sucederlo. Agradecidos, seguramente,  de los galones que les dio haber sido perseguidos por éste, para ser catapultados al poder, después, gracias a los acuerdos cívico militares. Además de su oportunista acción como mediadores de esa hipócrita reconciliación sin verdad, justicia y reparación efectiva a las miles de víctimas, los que hasta aquí solo han recibido algunos mendrugos de parte del Estado. Mientras que, por el contrario,  a los efectivos de las Fuerzas Armadas se les han prolongado  sus más agraviantes privilegios.

Repudiando, sin reservas,  esta campaña bien orquestada para que los criminales de Punta Peuco puedan cumplir sus sentencias en sus hogares, mucho más tememos que la práctica de la impunidad vaya a prolongarse, ahora, con los crímenes cometidos por las nuevos agentes del Estado. Que puedan llegar a favorecer, por ejemplo, a quienes mataron, torturaron y violaron a cientos de niños del Sename;  cuando ya son liberados los grandes responsables de los delitos de colusión y tantos otros que en la práctica matan a cientos o miles de chilenos que no pueden adquirir sus carísimos medicamentos o llevan a millones de trabajadores al cadalso de las pensiones AFP.

Cuando se puede observar el accionar de nuestra policías en los alevosos homicidios de mapuches y en la forma en que de reprime en todo Chile el descontento social. Haciendo caso omiso La Moneda, por ejemplo,  de la terrible situación de los mineros de Curanilahue, que han debido pasar las fiestas de fin de año en la profundidad de una mina, en su angustiosa demanda por mantener su fuente de trabajo.

 

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El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.