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Un hombre, una vida, una utopía


Martes 21 de marzo 2017 11:23 hrs.


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Es difícil escribir cuando -a cada párrafo- la tristeza me inunda y nubla la pantalla del computador.

Es difícil escribir -y hasta hablar- sobre política, con la reciente muerte de mi padre encima. Todo parece banal y sin sentido. Pero se hace menos difícil, y adquiere significado, cuando advertimos que hablamos y escribimos sobre las ideas y valores que provienen principalmente de él y de mi madre.

Eduardo Giesen De Petris (EGDP, como él solía marcar sus pertenencias) murió repentina e inesperadamente el recién pasado 8 de diciembre, dejando un vacío gigante en nuestra vidas, las de mi madre y toda su descendencia. Y sin duda en las vidas de muchos y muchas más.

¿Por qué me atrevo a escribir públicamente sobre él? ¿Por qué creo que, sin ser un personaje público, mi padre merece un reconocimiento público?

Porque creo que su experiencia de vida (la parte que me tocó compartir) es una lección de vida, no sólo para sus descendientes directos, que pobremente intentamos seguir, sino para todas y todos quienes quieran hacer el bien y vivir en armonía con el resto de las personas y la naturaleza. Pienso que los valores que guiaban a mi padre, aunque no fueran del todo conscientes para él, constituyen un modelo a ser imitado individual y colectivamente, un paradigma ético y político para la construcción de una sociedad mejor.

Es cierto que la recomendación viene de muy cerca, y es que precisamente quiero honrar a un ser humano como seguramente hay muchos, y que es necesario reconocer y mostrar principalmente cuando nos vemos enfrentados a una clase dirigente -política y empresarial- sumida en la corrupción, a una sociedad fragmentada y carcomida por el lucro neoliberal.

Y sí. En este contexto, mi padre era un ser humano excepcional, precisamente porque, sin ser una persona pública ni un líder -en el sentido convencional- era admirado y querido por mucha gente, me atrevo a decir que por todos quienes lo conocían al menos un poco, incluyendo a quienes pensaban distinto. Una muestra de esto fueron los cientos de amigos y conocidos que inundaron con su presencia y su cariño el espacio en que despedimos sus restos.

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Mi papá fue -para sus hijos, sus amigos y compañeros de labores-, un gran guía y educador. Pero su principal metodología de enseñanza y traspaso de ideas, conocimiento y valores no fue, en general, el discurso o la escritura (a menos que se tratara de manuales técnicos), sino simplemente hacer y actuar de acuerdo a sus saberes y convicciones.

El abuelo era un hombre muy político, se consideraba explícitamente de izquierdas (y lo era), aunque se mantuvo como leal y pasivo militante de la DC. Disfrutaba del debate y siempre expresó sus opiniones con vehemencia, sin embargo mantuvo siempre una actitud muy tolerante a las ideas de los otros, y desarrolló hasta sus últimos días una creciente apertura al cambio de las propias.

Mi padre no paraba de trabajar, o al menos no quería nunca dejar de hacerlo. Para él, el trabajo adquiría el mayor sentido si era para construir bienestar, no para acumular riqueza. Así lo practicó y enseñó en su labor profesional a sus compañeros y subalternos y en su intensa actividad en casa a sus hijas e hijos.

Trabajó décadas en ENAP, con plena convicción y satisfacción de aportar al bienestar social de nuestro país y su gente. Siempre se enorgulleció del carácter estatal de su segunda casa, y lo enfurecieron los actos corruptos e intentos de privatización de los que fue objeto tanto en dictadura como en democracia (no voy a ensuciar este texto con los nombres de sus protagonistas).

Refinería de petróleo de Concepción, fotografiada por EGDP.

Refinería de petróleo de Concepción, fotografiada por EGDP.

Cuando, por razones políticas y luego de haber ocupado altos cargos en el nivel central de ENAP, se vio enfrentado a una persistente cesantía, trabajó hasta de conductor de los periodistas de un diario capitalino, en turnos de noche, ganando muy poco y manejando su propio vehículo. Nos enseñó que cualquier trabajo honesto, era también digno de cualquiera.

En el ámbito doméstico, realizó con sus propias manos y herramientas -y nos enseño a hacer lo mismo- cuanto trabajo fuera necesario. Mientras sus capacidades físicas le permitieron, fue nuestro mecánico de autos, constructor, carpintero, agricultor, apicultor, gásfiter, entre otros oficios.

A mi padre le gustaba jugar, físicamente, y los recursos económicos nunca fueron impedimento para nuestra práctica deportiva: tenis, con todas las reglas, con paletas de madera en una cancha de maicillo y un tablón por red; esquí acuático, tirados por una pequeña lancha inflable en algún lago sureño; salto alto y largo y barra de gimnasia en el foso de arena de nuestro patio; bicicross en un circuito que giraba alrededor de nuestra casa.

Siendo un hombre racional y amante de la ciencia, nunca se dejó cautivar por el exceso de sofisticación  tecnológica que hoy nos inunda de basura y nos pierde en el sinsentido. Si alguna vez -por razones profesionales o de distancia- usó el correo electrónico, en sus últimos años lo olvidó completamente, quizás porque de esa manera nos obligaba a mantener una relación presencial y próxima con él, la que necesitaba y exigía cada vez con más intensidad, no por alguna dificultad física que necesitara de nuestro apoyo, sino simplemente porque quería estar más cerca.

No recuerdo jamás haber oído al abuelo decir la palabra “sustentable”, pero él lo era de manera genuina, y, habiendo trabajado por años en la industria del petróleo y haberse formado con una clara matriz desarrollista, se dejó influir positivamente por los cambios culturales y la nueva conciencia planetaria, y se volvió con los años un ambientalista declarado.

Era un reciclador empedernido. Todo merecía para él al menos una segunda vida (incluso el aluminio de las tiras de remedios). Es cierto que gran parte de las cosas que guardó porque “pueden servir”, y que cada vez tuvo menos capacidad de mantener ordenadas, hasta ahora no volvieron a ser útiles, pero también es cierto que cada vez que necesitábamos algún componente o material, él lo tenía (y aún están ahí para nosotros).

Tornillos, clavos y otros elementos clasificados por EGDP.

Tornillos, clavos y otros elementos clasificados por EGDP.

De él aprendí hace más de 20 años la lombricultura, la que practicó por muchos años con dedicación y cariño, produciendo el mejor humus del mundo, que hace brotar hasta las piedras, y haciendo que para quienes compartimos su hogar sea un verdadero problema cuando nos vemos obligados a botar materia orgánica a la basura.

EGDP en su lombricultura en Peñaflor

EGDP en su lombricultura en Peñaflor

De él aprendimos a querer y hablar a los perros, los que establecían con él una relación de complicidad a toda prueba. Sufría al no saber qué pasaría con ellos cuando él no estuviera y hoy ellos lo extrañan como nosotros.

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EGDP y una de sus nietas en Peñaflor.

Nos enseño a amar y disfrutar la naturaleza, acampando en los lagos sureños y recreándola en nuestra casa. Cada día se maravillaba con ella -pasaba horas viendo programas de fauna silvestre- y se espantaba con la destrucción de la que es capaz el ser humano. Se interesó especialmente por la crisis del cambio climático y sus posibles soluciones, y habría sufrido en estos días viendo la tragedia que hemos vivido a causa de los incendios forestales, provocada por la conjunción de factores humanos en distintos niveles: el calentamiento global, un modelo forestal aberrante y la irresponsabilidad individual.

EGDP en el lago Neltume a fines de los ‘70s

EGDP en el lago Neltume a fines de los ‘70s

Mi padre no era creyente. Hay distintas versiones entre sus hijos (quizás una muestra más de su búsqueda de ecuanimidad y armonía). Conmigo (que soy ateo) se manifestó como agnóstico, aunque solía decir que le gustaría creer en un dios, talvez como una forma de hacer aún más férrea la unidad con mi madre, católica, único ser por el que podríamos decir que él sentía devoción.

Fue criado por una madre italiana y tiernamente machista, herencia que lo acompañó tangencialmente, y que ejerció sólo en la medida que no encontrara resistencia, pues lo vimos adaptar sin conflicto ni molestia sus costumbres y expresiones en la medida que fueron surgiendo los cuestionamientos, tanto en la sociedad en general como en su propia casa. Recuerdo que fue quizás la última vez que lo vi en su sistemática actividad de consultar la vieja enciclopedia DURVAN para resolver cualquier duda, que, en el marco de una de nuestras acostumbradas discusiones familiares, leyó en voz alta la definición de “FEMINISMO: Movimiento cuya finalidad esencial es la equiparación de los sexos en los derechos individuales y la supresión de las diferencias existentes en las legislaciones que reducen la capacidad de la mujer con respecto a la del varón.”

La amistad y la confianza germinaban solas de la más incipiente relación de mi padre con otras personas: trabajando, comprando o simplemente paseando por el barrio. Sólo algunos minutos con él hacían brotar la conversación amena, interesante, entretenida, y luego el cariño y el respeto inevitable. Cualquiera fuera el barrio o edificio en que vivió, no tardó en establecer relaciones amables con los vecinos, y se esforzaba en anotar y recordar los nombres, especialmente de quienes trabajaban para la comunidad.

A veces nos exasperaba su excesiva confianza en las personas y la justificación de acciones y actitudes ajenas que no parecían correctas, evitando generar un conflicto que alterara las relaciones.

Nos heredó (incluída mi madre) la pasión por la música (a algunos también el oido y la voz), que era el trasfondo familiar desde que nacimos. Cuando éramos niños solía tocar el piano (la Marcha Turca o Para Elisa), el acordeón y algo de guitarra. Siempre en su casa estaba sonando la radio Beethoven o uno de los discos de su colección de música clásica. Y no era música de fondo, no podía pasar desapercibida. La vida, cada día, cada hora, no tenía brillo sin la música. La última vez que estuvimos con él, un par de días antes de su muerte, la música de Prokoviev fue protagonista en nuestros oídos y en la conversación con su nieta mayor, que heredó también esta pasión, y en su siesta -siempre arrullada por la fuerte música- después de almuerzo.

Mi viejo se fue haciendo cada vez más leve y frágil, pero al mismo tiempo cada vez más presente y fuerte entre nosotros y todos quienes lo conocieron y quisieron, por sobre todos mi madre, co-protagonista, y pilar fundamental, en todo este camino de amor y enseñanza.

Eduardo Giesen De Petris y Adriana Amtmann.

Eduardo Giesen De Petris y Adriana Amtmann.

Eduardo Giesen De Petris nos enseñó que no somos más que esto, somos nuestra vida y lo que podemos dar, mientras dura, a nuestros seres queridos, al resto de los humanos y al mundo.

Amistad, amor, tolerancia, transparencia, respeto, confianza, trabajo digno y solidario, sencillez y bienestar, armonía con la naturaleza y música. ¿Qué más puede necesitar un ser humano? ¿Y una sociedad?