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Periodismo en tiempos de la post-verdad

Columna de opinión por Natalia Fernández
Domingo 9 de abril 2017 16:42 hrs.


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Ni lírica ni prosa; no corren buenos tiempos y basta. Sobre todo porque todo se ha vuelto confuso o, por lo menos, borroso. Hace apenas una década atrás nos quejábamos del lamentable maridaje entre la información y la publicidad – noticias vendidas al mejor postor y silencios comprados a buen precio-. Ahora tenemos muchas dificultades para distinguir la realidad de la ficción, porque esa especie de despiece en que se ha convertido el periodismo hace que todo lo que circula en forma de bits informativos se contamine, se pulverice y se multiplique hasta convertirse en bacterias que no solo no nos relatan la realidad, sino que nos alejan de ella, creando otras realidades tramposas. Es un nuevo género. Las llamadas fakenews -los bulos de siempre, que antes tenían forma de anónimo, con un radio de acción más pequeño que el de una polilla moribunda- en la época de la postverdad.

El problema de la postverdad -uno de ellos, el principal- es que no existe. No hay verdad que pueda venir después de la verdad. Tampoco antes que ella. La verdad es la que es. Eso sí: admite tantas miradas como mirones, tantos enfoques como focos, tanta instrumentalización como la que exijan los intereses más mezquinos. Pero ese es otro tema. El asunto es que la postverdad (que a la postre se ha revelado como un eufemismo cínico para denominar la mentira) ha dado al lenguaje licencia para matar, para confundir, para decir lo que no es, y ha pervertido a algunos periodistas, que parecen más cómodos en un oficio de sicarios, o manipuladores, o diseminadores de miserias…que en el de informadores. Si la información deja rendijas por donde entre la vileza tenemos que ponernos en guardia: los medios pueden destilar vinagre añejo (lo consienten las reglas no escritas de la profesión), pero nunca venenos letales, porque entonces se confirma que el poder -que ya no sería el cuarto, sino el primero- no les ha bastado y han tenido que reforzarlo acudiendo a su hermano mellizo, el abuso.

El mundo es más que nunca un escaparate de vanidades. El mercado de los egos está en alza y todo ego, aunque ocupe tan solo algunas micras, grita y puja para conseguir su cuota en múltiplos de gigas. Ser decente y coherente entre trolls, medias verdades y medias mentiras, mediocridades disfrazadas siempre con vistosas máscaras doradas, egos inflados en el metano de las redes sociales y otras plataformas pseudo-informativas…hace que informar (y ya no digamos reflexionar) se haya convertido en una profesión de riesgo. Y no solo en países sin democracia consolidada. Ojalá solo fuera eso. Hay quien puede ser víctima por la valentía de hablar sin mordaza al denunciar todas las ataduras que aún hoy nos lastran a los seres humanos, y hay quien puede caer porque un puñado de calumniadores haya creído que el barro forma parte de la naturaleza de las palabras. Ser víctima de infundios e insultos -fenómeno creciente, y no solo en las filas del periodismo- entra también en la zona ética de ese campo minado que es la libertad de expresión.

Pero el barro no pertenece al lenguaje, ni la postverdad es la verdad, ni lo que vomitan las cloacas informativas son noticias, ni la difamación tiene nada que ver con ejercer el derecho a opinar críticamente o invitar a la reflexión. Y eso tenemos que reivindicarlo como paso necesario antes de que la postverdad nos cambie la realidad por un interminable inventario de espejismos que acabarán por provocarnos ceguera.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.