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En nuestras cárceles se violan los DDHH

Columna de opinión por Mariana Zegers
Viernes 16 de junio 2017 8:35 hrs.


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Chile ha suscrito y ratificado una diversidad de tratados internacionales que consagran y protegen los derechos humanos de las personas privadas de libertad. En términos generales, los instrumentos vigentes más significativos que tocan este tema son la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana de Derechos Humanos, la Convención de Naciones Unidas contra la Tortura y la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura (Fuente: Informe DDHH UDP 2015).

Dentro de los instrumentos internacionales que se ciñen específicamente al tema de los derechos de las personas privadas de libertad, encontramos las Reglas mínimas de las Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos (o reglas Mandela) y los Principios y buenas prácticas sobre la protección de todas las personas privadas de libertad en las Américas, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En estos documentos se observa con preocupación la situación de violencia, hacinamiento y las escasas condiciones para una vida digna en muchos recintos de detención en América.

Dichos instrumentos instan a los Estados a cumplir ciertos principios elementales para que los presos reciban un trato humano y justo; como el derecho al debido proceso, la igualdad ante la ley y el principio de legalidad, que indica que una persona no puede ser privada de su libertad física sin haberse previsto anteriormente sus causas y condiciones por el derecho interno, y en compatibilidad con las normas del derecho internacional de derechos humanos. De igual modo, allí se fijan preceptos básicos de buenas prácticas y organización penitenciaria, que representan las “condiciones mínimas admitidas por las naciones unidas “,  a pesar de que se afirma que las realidades del sistema carcelario no permiten aplicar estos principios de manera cabal e imparcial. Estos documentos incluyen la mención al acceso a bienes básicos, como agua, luz, ventilación, servicios sanitarios, higiene, alimento, vestimenta, atención médica, educación, trabajo, libertad de conciencia y credo; y la prohibición de la incomunicación coactiva de personas privadas de libertad y la privación de libertad secreta, por constituir formas de tratamiento cruel e inhumano.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en su último Informe sobre los derechos humanos de las personas privadas de libertad en las Américas, releva entre los problemas más graves y extendidos en la región el hacinamiento y la sobrepoblación en las cárceles, las deficientes condiciones de reclusión, los elevados índices de violencia carcelaria y la falta de control por parte de las autoridades, el uso de la tortura con fines investigativos, el uso excesivo de la fuerza, la corrupción y falta de transparencia en la gestión penitenciaria, la falta de programas laborales y educativos al interior de las cárceles, la ausencia de medidas eficaces para la protección de grupos vulnerables y el uso excesivo de las detención preventiva.

En su Informe 2015, el Centro de Derechos Humanos de la UDP señala que desde el retorno a la democracia se viene insistiendo en la crisis que afecta al sistema penitenciario chileno, afirmando que es difícil concebirlo como un sistema, sino más bien como “un entramado institucional difuso y disperso, junto a una diversidad  fragmentaria de organismos, normas, procedimientos y facultades, que  impiden reconocer la existencia de un conjunto coherente y coordinado de componentes interdependientes”.

La inexistencia de un sistema coordinado penitenciario propicia que se vulneren los derechos humanos de las personas privadas de libertad.  Se destacan, en este marco, la situación de hacinamiento, tortura y malos tratos, las conductas arbitrarias y discriminatorias hacia adultos mayores, mujeres, menores de edad, indígenas, migrantes, personas con necesidades terapéuticas especiales  y minorías sexuales; señalando que, si bien la población penal constituye por sí misma una colectividad vulnerable, existen grupos dentro de las cárceles que se ven “especialmente afectados por el abandono orgánico, normativo y presupuestario del aparato penal”.  En el caso de los extranjeros privados de libertad, estos se encuentran en una situación de desprotección fundada en una regulación legal de extranjería y migración añeja, que “resulta ajena a la globalidad de las migraciones actuales e impide que se respete el debido proceso”.

En definitiva, estamos ante un sistema precario y obsoleto, a modo de ver de los estudiosos que prepararon este informe y de muchos expertos en esta materia.

En un análisis más detallado, y citando la Declaración Universal de Derechos Humanos en su artículo 10, que señala que “[t]oda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”, se nos indica que en Chile esta función se encuentra vacía, debido a la inexistencia de jueces de ejecución penitenciaria  y de un órgano imparcial llamado a impartir justicia al interior de los recintos penitenciarios.

Ante la ausencia de un juez de ejecución, es Gendarmería el organismo llamado a resolver la mayoría de los conflictos al interior de las cárceles. En palabras de María Inés Horvitz, “siendo la propia autoridad administrativa la que dicta dichos reglamentos, [resulta criticable que] sea, al mismo tiempo la que se encuentre encargada de aplicarlos y cumplirlos, dejándose esta materia entregada al autocontrol y vulnerándose el principio republicano de separación de los poderes” (Fuente Informe DDHH UDP 2015). Además, en la actualidad Gendarmería se rige por un reglamento disciplinario que le permite adoptar decisiones sin el debido control jurisdiccional.

Gendarmería, cuya labor es tender, vigilar y contribuir a la reinserción social de los detenidos, enfrenta diversas dificultades; entre las que distinguen la escasa formación del personal, la falta de recursos, las invisibilización de sus condiciones de trabajo y las múltiples y contradictorias funciones que debe ejercer. Todo ello la convierte en una institución sobrepasada, dividida y difícil de intervenir (Informe DDHH UDP 2015).

En el caso del Poder Judicial, órgano llamado a ejercer la tutela judicial de los presos, aunque esta institución no ha ejercido de manera constante el rol del juez de ejecución, sí ha intervenido en la resolución de conflictos a nivel carcelario. “En los hechos, el Poder Judicial ha buscado (quizás tibiamente) contrarrestar las vulneraciones de derechos infligidas por la administración penitenciaria”. Sin embargo, esta parece ser una vía de control inadecuada; además de que no todos los conflictos llegan a esta instancia, las acciones constitucionales son “insuficientes para enfrentar las demandas por justicia y generan una sobrecarga en la labor de los tribunales superiores” (Fuente Informe DDHH UDP 2015).

Otro de los actores importantes es la Defensoría Penitenciaria. Sin embargo, y a pesar de sus logros, su se ve debilitada por las complejas condiciones que dificultan su trabajo. A ello se añade, cito, “la ausencia de una tradición institucional respetuosa de los derechos de los internos” (Informe DDHH UDP 2015).

En síntesis, no existe en Chile una política pública consistente de persecución de los delitos que ocurren al interior de los recintos carcelarios, por lo que hoy constituye un desafío su denuncia e investigación. Cabe destacar que la precaria situación de las cárceles en Chile y el resto de nuestro continente desencadenan la violencia y, por ende, la consumación de numerosos delitos, que incluso culminan en la muerte de internos (Fuente informe DDHH UDP 2015).

Este informe concluye generando una serie de recomendaciones, entre las que destacamos la necesidad de generar una política penitenciaria consistente e interinstitucional, que necesariamente incluya una ley de ejecución penitenciaria y establezca claramente la figura y atribuciones de un juez de ejecución; fortalecer el rol de la Unidad de Defensa Penitenciaria de la Defensoría Penal Pública y redefinir las funciones de Gendarmería, entre otras.

Esta realidad se enmarca en un sistema penitenciario mundial en que el castigo no actúa sobre el cuerpo, o al menos no como castigo evidente. En los sistemas penales modernos “la relación castigo-cuerpo no es idéntica a lo que era en los suplicios. El cuerpo se encuentra aquí en situación de instrumento o de intermediario; si se interviene sobre él encerrándolo o haciéndolo trabajar, es para privar al individuo de una libertad considerada a la vez como un derecho y un bien. El cuerpo, según esta penalidad, queda prendido en un sistema de coacción y de privación, de obligaciones y de prohibiciones. El sufrimiento físico, el dolor del cuerpo mismo, no son ya los elementos constitutivos de la pena. El castigo ha pasado del arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos” (Foucault, Vigilar y castigar).

 

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.