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La vida negociable, de Luis Landero

Fernando Curiqueo

  Viernes 21 de julio 2017 9:16 hrs. 
Landero

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La vida negociable, contada en primera persona, es una ficción -con tentáculos muy bien puestos en la realidad- susceptible de distintas aproximaciones valorativas, de comparación, de discusión de toda índole –psicológica, sociológica, religiosa, etc.

Hugo Bayo, el personaje central, se nos presenta así: ahora que lo pienso, en mi vida, como en tantas vidas, ha pasado un poco de todo, quiero decir que he cultivado casi todos los géneros y subgéneros literarios y en general artísticos, la comedia, el drama, la farsa, el esperpento, la novela de acción y de suspense, la novela psicológica, la policíaca, la erótica, la realista, la didáctica, el folletín, el sainete, y qué sé yo cuántos más, ya irán saliendo al hilo de los hechos.

De todos estos géneros y subgéneros está conformada la trama de la novela de Luis Landero. ¿Cuál es el argumento?

Hugo Bayo -un personaje más bien bajito, flacucho, ni guapo ni feo, el pelo lacio y los ojos chicos y apagados y a quien le gustaba abandonarse a su mundo impreciso, lleno de incitaciones y de vagas promesas- es hijo único. Su padre, del mismo nombre, es un administrador de fincas urbanas. Hombre de fuertes convicciones católicas, sufre del corazón y de gota. Lleva una vida casi totalmente sedentaria. Su aspecto físico -desmesuradamente gordo- avergüenza a su hijo. Su esposa -la mamá de Huguito- es casi veinte años más joven que él. En cierta oportunidad le confiesa a su hijo hasta qué punto llega su amor por ella: dice el primer mandamiento que hay que amar a Dios sobre todas las cosas. Y, sin embargo, por más que me esfuerzo, yo amo a tu madre tanto o más que a Dios. No lo puedo evitar.

A su madre -de nombre Clara- Hugo la describe en varios pasajes de la novela a partir de un trasfondo claramente edípico. Así, en un momento, él la percibe como una mujer menuda y frágil, de aire triste y ausente, lo que -según él- realzaba su belleza y la convertía sin querer en el centro ideal de todos los espacios. Una tarde ella “tenía una cara como de loca o visionaria… Pero loca o no, estaba guapa de verdad”. En otra ocasión se fija en “su boca grande, de labios soñadores e intensos, labios perezosos para sonreír, su melena rubia recogida con cuidado desorden”. Llega a reconocer que “de ser posible, yo me habría enamorado locamente de ella. Y esto, ya desde niño. Cuando nuestras miradas se encontraban por casualidad y ella me sonreía, yo bajaba los ojos y me mordía los labios para ocultar y reprimir un gesto de pudor”.

De modo brutal, Hugo se hace de dos secretos. Uno en relación a su madre que le es desvelado por Leo, una chica que será finalmente su esposa y a la que conoce cuando él acompañaba a su madre a consultas con un siquiatra. El otro tiene que ver con una confesión que le hace su padre. La posesión de estos dos secretos, más su decisión de enrolarse en el ejército, marcarán el decurso de la trama.

La trama está salpicada de humor. Ya en el ejército, hay un episodio contado con mucha gracia. Junto a otros concriptos están formados. El sargento comienza a preguntar acerca de qué sabía hacer cada uno de ellos y de acuerdo a la respuesta les iba asignando una tarea. Le toca el turno al concripto Bayo:

– Y tú, ¿qué sabes hacer?
– No sé qué decirle, mi sargento.
– A ver, dijo él, ¿sabes conducir?
– No.
– ¿Sabes cocinar?
– No.
– ¿Idiomas?
– No.
– ¿Sabes manejar alguna herramienta?
– No.
– ¿Algo de oficina?
– No…, porque aunque yo sabía algo de oficina, no me atreví a decir que sí.
– ¿Pero entonces tú qué oficio tienes, o qué estudios?
– Ninguno, mi sargento.
– Es decir, que eres un perfecto inútil. Bien, y se quedó pensando unos momentos, entonces irás con el barbero de aprendiz.

De la lectura de La vida negociable se puede extraer varias enseñanzas. Pero lo que es más importante, su lectura produjo en mi caso una reacción que quién sabe a más de algún otro lector le habrá ocurrido igualmente: la inevitable comparación de su ficción con nuestra propia experiencia personal, con esa realidad de cuando fuimos niño, de cuando pasamos a la adolescencia y de ahí a la madurez.

En mi caso, cuando niño viví hasta los ocho años cerca del cine Maipo, que tenía al otro lado de la calle San Pablo, el cine Alhambra. Por San Pablo, desde el barrio Blanqueado hasta Matucana, corrían carros (vagones) eléctricos de una empresa que pomposamente se llamaba Ferrocarriles Santiago Oeste. Tuve el honor de conocer a la Tongolele cuando entraba a una actuación en el cine Maipo. Era niño -cinco o seis años- pero su figura no me dejó indiferente. Recordé que yo miraba con temor a un señor que se sentaba cada día fuera de su casa en calle Edison y sobre quien decían que era héroe del 79. Vino a mi memoria el dueño del almacén de la esquina que era papá de Abelardo Avendaño, un músico de la Sinfónica de Chile. Al igual que lo que cuenta Hugo en la novela, fui objeto de agresiones físicas de un muchacho de mi edad hasta que una vez mi madre me dijo que la próxima vez que trate de pegarte, pégale tú con lo que tengas en la mano. Sólo tuve que usar mis puños (en la trama, Hugo hace uso de una navaja para enfrentar a los matones de una pandilla que lo agredían) y se acabaron las agresiones. Recordé con pudor el inicio a los siete años de mi experiencia “política”, cuando un señor me dio un montón de palomitas con la foto de Carlos Ibáñez del Campo para que las repartiera. Fue la única vez que le fallé al presidente Allende. Luego, nos cambiamos a Salvador Gutiérrez con Samuel Izquierdo, un barrio pobre, pobre. Ahí, ya convertido en adolescente, me tocó vivir experiencias más fuertes, muchas de ellas imposible de contar en un artículo.

Remedando el Santiago en Cien Palabras, se podría organizar un concurso con el tema, por ejemplo, Mis Primeros 18 Años en Mil Palabras, o algo por el estilo. Seguro que saldrían sabrosos relatos.

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