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“El diablo es magnífico”: El largo adiós

Nicolás Videla, quien había sorprendido gratamente con su trabajo de codirección en “Naomi Campbell” (2013), debuta en solitario con este largometraje que se dirime entre la ficción y el registro documental, inspirado en la experiencia real y biográfica, de la chilena transgénero Manu Guevara, y su vida durante una década, instalada en la capital de Francia. La voz del personaje es tan fuerte, sin embargo, que termina por “comerse” a la cámara y a las presuntas intenciones dramáticas y audiovisuales, que pudo haber ambicionado legítimamente este título.

Enrique Morales Lastra

  Lunes 24 de julio 2017 10:17 hrs. 
El diablo es magnífico 7

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“Tal vez me quedaran sesenta años por vivir; más de veinte mil días que serían idénticos. Evitaría tanto el pensamiento como el sufrimiento. Los escollos de la vida habían quedado muy lejos; había entrado en un espacio apacible, del que sólo me apartaría el proceso letal”.

Michel Houellebecq en La posibilidad de una isla.

Manu Guevara llegó a París huyendo de Chile, pero diez años después, quiere volver, o por lo menos eso dice. En Santiago, y pese a titularse como administrador público en la Universidad de Chile, nadie quería darle trabajo, por mínimo que este fuese, debido a su mala fama: “de comunista y maricón”, confiesa, en un diálogo frío, desolador, indiferente. Sólo pudo conseguir una ocupación como maquillador en un salón de belleza, regentado por varias señoras. Y ahora, establecida y con un pasar tranquilo en Europa, desea regresar a su país, en una medida particular, arbitraria, a lo menos extraña.

“El diablo es magnífico” (2016), así, se debate entre una pieza con aspiraciones artísticas difíciles de aprehender, sintonizar, salvo el retrato de Manu, quien como personaje e individuo peculiarísimo, transgrede los cánones convenciones para definir a una chilena como ésta, que se empina por los 35 años de edad, y que enfrenta al foco de la cámara, confesando sus gustos sexuales, y las decisiones que ha debido adoptar en Francia, con el propósito de consolidar su identidad psicológica, amorosa y también física, en un proceso de esculpirse a sí mismo, como lo cataloga.

La pintura de este flâneur es perseguida por la cámara, en su recorrido por las calles de París. En ese viaje, que dura un par de días y de noches, y que anteceden a la decisión de Manu de retornar a Santiago, el protagonista se reúne con su antiguo novio, un hombre mayor, seguramente un escritor, mientras exorciza su pasado, ceñido estrictamente en lo que podríamos definir una bitácora de adhesiones afectivas, políticas y sociológicas. El lente, en tanto, realiza su encargo, y el único personaje de esta historia avanza por la Ciudad Luz de día, de noche, llora junto al río Sena, mantiene vínculos ocasionales, y hasta recibe agresiones por verse distinto, y jugar con esa ambigüedad propia de sus elecciones.

Nunca se menciona a la familia de Manu, ni a las relaciones más profundas sostenidas con su país natal, ya sea con parejas de antaño, sus días en el colegio, en la universidad, el inicio de esa truncada vida laboral. Porque si bien anhela con girar el volante hacia Chile, la omisión de esa subsistencia recorrida y oculta, permanece a lo largo de toda la película.

El filme, en efecto, se dedica a teorizar en torno a Guevara, y sus jornadas parisinas, en el cuadro depresivo que lo abate por años, y también en su indecisión, si finalmente permanece en Europa, o si emprende el vuelo a la Zona Central, sin saber demasiado bien para qué, realmente, en un largo adiós que se extiende por esas secuencias que mezclan una fotografía de rasgos arquitectónicos, en procura del deambular zigzagueante y transformista del personaje estelar.

Sin despojarse de su naturaleza de turista, el libreto evita indagar en la esencia “espiritual” de Manu, fuera de esa situación suya, muy personal, de sentirse y querer verse distinta a los demás. En esa retórica audiovisual, la cámara recoge cuadros de singular belleza y de emocionalidad, en estado puro y en fuga, que incluso recuerdan el nombre de Richard Linklater y de su título “Antes del atardecer” (2004). Por ejemplo, el encuentro nocturno entre la chilena y Mathias, al borde de la ladera adoquinada del río Sena, y esa mínima conversación, sincera, e impulsada por la disposición honesta a conocerse, a enredarse mutuamente.

Un personaje en cierta medida entrañable, que como nadie y como pocos es capaz de renacer y de reinventarse con una facilidad envidiable y admirable. Solo, sola, Guevara es un sobreviviente, y los restos de esos quiebres omitidos, silenciados por el relato oficial de “El diablo es magnífico”, convierten a esta película en un monólogo que sin dejar de ser cautivante (sostenida por el peso de Manu), en su discurso reiterativo, sin embargo, concluye por adormecer un tanto la atención y la novedad cinematográfica.

En relación a su producción anterior, “Naomi Campbell”, rodada junto a la directora nacional Camila José Donoso, no son demasiadas las innovaciones que el autor Nicolás Videla ofrece con esta entrega. Cambian los personajes y las motivaciones, empero, el discurso narrativo y estético, permanecen extáticos e incólumes, en una característica de artística convicción, sin duda, aunque de escasa primicia en el propósito de dialogar y de concebir otras coordenadas, en su perspectiva acerca de un asunto dramático y audiovisual, como lo es la órbita transgénero y sus proyecciones.

Víctima de evidentes fracturas emocionales, el guión, salvo por esos enunciados al pasar, prescinde de abordar la figura de Manu en su espesor totalizador. Guevara parece vivir sólo en el presente, y el pasado y el futuro se escapan bajo la forma de un relato cortado a la manera de un crucigrama, en esa revelación incompleta de esta psicología fascinante. La intimidad se ofrece en el monólogo de las declaraciones que pretenden producir un impacto, y todavía así, el trasluz biográfico del personaje nunca se desprenden del discurrir de esos fotogramas, y la soledad, el desarraigo, la visión de esta mujer fantástica, se visualiza incompleta, sin manifestarse a cabalidad, pese al magnetismo y a la conciencia de que semejante personalidad humana tuvo un pretérito, amigos, decepciones, alegrías, tal vez una familia.

La película adeuda en entregar una semblanza y un perfil completos, en torno al único protagonista, por eso, su libreto se nos presenta de manera insatisfactoria, sin negar sus aciertos y rasgos fascinantes, pues estos se deben, antes que a las palabras y a las directrices que lo conforman, ya lo anotamos, a la fuerza, a las confesiones intempestivas, y a las señas de superviviente que ofrece Manu en el elogio y en la exégesis, de una cotidianidad respirada bajo una llamativa, y desconcertante soledad.

Inserto en mitad de la nada, en la posibilidad de una isla, Guevara simula cruzar el Atlántico, pero no lo hace. O no termina de convencerse, en ir, dirigirse hacia el aeropuerto, y así subirse al primer avión en demanda de esa orden sin dilaciones. El realizador, Nicolás Videla, sigue a su personaje en esa elección, y la cámara también busca al centro de su atención, con ese imperioso dominante.

¿Dónde puede ser feliz, Manu? En un lugar sin existencia, en un territorio que de todas formas tampoco es Santiago de Chile, y quizás sí, probablemente, los espacios mágicos e inmemoriales, inventados por él, en una guía triste, sobre las amplias y elegantes avenidas que circundan a la torre Eiffel, en las que baila, cual avezado “performista”, demiurgo de realidades y de identidades innumerables.

“El diablo es magnífico” transita por la dialéctica de lo prohibido, en una terminología audiovisual que persigue un surrealismo cinematográfico, en base a estigmatizaciones que sin comprobarse, reafirman una situación artística y un diagnóstico válido: Manu Guevara es la verdadera endemoniada de Santiago, diría el poeta Braulio Arenas, en una humanidad que asemeja a un ángel y con los dolores de un eterno parto (y vuelo).

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