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Memoria y política

Columna de opinión por Mariana Zegers
Lunes 4 de septiembre 2017 8:04 hrs.


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Las preguntas por la relación entre arte, política y memoria han sido constantes en la historia. Constituyen aquellas temáticas y tramas universales profusamente abordadas. Preguntas que tienen una diversidad de respuestas genuinas, aunque disímiles y antagónicas entre sí. Porque no existe una verdad inalterable si queremos abordar este vínculo, sino varios tejidos que se entrelazan y generan enriquecedores e inacabables significados.

En la mitología griega, Mnemosine, diosa de la memoria, es la madre de las nueve musas de las artes; artes que nacen de la sustancia de la memoria; artes que se alimentan de la memoria para la explorar la construcción simbólica del tiempo y el espacio.

Sin duda, en el arte se manifiesta la identidad. Sin duda, arte y política se vinculan, en tanto construcción simbólica de sentidos colectivos que ejercen su influjo en las transformaciones sociales. Así, la obra existe más allá de su autor. Genera significados en su recepción, en sus contextos de circulación. En este sentido, lo político del arte también ha tenido que ver con extender las fronteras de circulación y recepción del arte, un arte que “llegue a todos, que sea compartida por todos y sea a la vez expresión íntima de nuestro ser histórico” (En Richard, Aguiló 1983:3).

Bastante se teorizó sobre el arte del compromiso, de cómo el arte incluso, en algún momento, debía estar al servicio del pueblo y de la revolución. Antes de que entrara en crisis el mundo ideológico de los 60’ en América Latina, afirma Nelly Richard, el artista tenía un rol definido en la transformación social, como un representante de los intereses del pueblo. A su vez, debía luchar contra la mercantilización de la obra (Nelly Richard, Lo político en el arte: arte, política e instituciones).      

¿Cómo se lucha hoy contra la mercantilización de la obra?

Sin embargo, la subordinación de la obra a la retórica del compromiso y la autonomía del proceso creativo entran en una tensión, señala Nelly Richard, ya prefigurada en los 70.  Hoy, las representaciones colectivas de lo social no pueden ser pensadas como universales, pues sus sentidos se han fragmentado y pluralizado, a la vez que los campos de intervención se han atomizado y escindido de la política (Nelly Richard, Lo político en el arte: arte, política e instituciones).     

En el contexto de la dictadura chilena, (…) La Escena de Avanzada reformuló, desde fines de los años 70, mecánicas de producción creativa que cruzaron las fronteras entre los géneros (las artes visuales, la literatura, la poesía, el video y el cine, el texto crítico) y que ampliaron los soportes técnicos del arte al cuerpo vivo y a la ciudad: el cuerpo, en el arte de la performance, actuó como un eje transemiótico de energías pulsionales que liberaron—en tiempos de censura—márgenes de subjetivación rebelde, mientras que las intervenciones urbanas buscaban alterar fugazmente las rutinas callejeras con su vibrante gesto de desacato al encuadre militarista que uniformaba el cotidiano”. El arte político, en dicho sentido, es aquel que extrema las preguntas “en torno a las condiciones límite de la práctica artística”;  en el caso del grupo CADA,  “en el marco totalitario de una sociedad represiva”. Un arte que se opone “al idealismo de lo estético como esfera desvinculada de lo social y exenta de responsabilidad crítica en la denuncia de los poderes establecidos”. Un arte que renueva “la conciencia del lenguaje mismo”. Lo político en el arte: arte, política e instituciones).

Todo arte en algún grado es político, porque es una expresión de aspectos identitarios sociales. Todo arte plasma, comunica, significados. Aunque, tal como señala Nelly Richard, no hay obras políticas en sí mismas, ya que lo político del arte se define en acto y situación, “lo político-crítico es asunto de contextualidad y emplazamientos, de marcos y fronteras, de limitaciones y de cruces de los límites” Lo político en el arte: arte, política e instituciones

Y la memoria, así como el arte, también es social. Como escribió Maurice Halbwachs: “No hay memoria posible fuera de los marcos de los cuales los hombres, viviendo en sociedad, se sirven para fijar y recuperar sus recuerdos”. Partiendo por la memoria del lenguaje, nutrida de aquellos que la han usado: (…) Nosotros hablamos nuestros recuerdos antes de evocarlos: es el lenguaje y es todo el sistema de convenciones sociales que le son solidarias que nos permite a cada instante reconstruir nuestro pasado”  (Les cadres sociaux de la mémoire, 1935)

El rol del artista en la reivindicación de derechos sociales, culturales, tendrá que ver con su propia identidad. Pero no hay duda de que existe en el arte un innato interés por sondear los bordes de la expresión, por romper y expandir los territorios de encuentro artístico (en el arte colectivo, en el arte callejero, por ejemplo), por hacer reflexionar, por cuestionar, por ser contingente y preocuparse de los problema actuales, por reinventar el pasado en el presente, otorgándole nuevos significados. Por eso la memoria es la madre de las musas de las artes.

El arte es político en la medida que expande la imaginación, resignifica la percepción y la experiencia y, en última instancia, transforma la construcción simbólica de una sociedad, en cuanto resignificación de las prácticas sociales.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.