¿Si fuera tu hija, qué harías?

  • 28-02-2018

Aquella mañana hablamos sobre la confianza y lo importante que es quererse uno mismo. Me miraba como asintiendo, con ojitos de compromiso. Pensé estábamos listas para comenzar un nuevo camino de reparación. Pero no fue así. Esa misma tarde Emilia cortó sus brazos, queriendo morir; suplicando por tener una familia y una vida normal, lejos de la Residencia para niñas y adolescentes vulneradas, que ya la había cobijado por unos meses, luego que el Tribunal determinara alejamiento de su padre, alcohólico y único referente familiar por abuso sexual.

De acuerdo a cifras entregadas por el Ministerio Público el año pasado, se estima que cada 33 minutos ocurre un abuso sexual infantil en Chile. De ellos más de un 70% corresponde a niños, niñas y adolescentes menores de edad. Del total de víctimas de violación en el territorio nacional, un porcentaje similar (70%) corresponde a chicas menores de 16 años.

Los abusos corresponden a violencia psicológica cuando su padre o madre le amenazan con golpes,  la insultan, la tratan con garabatos, la denigran o se burlan ante extraños u otros familiares. Violencia física o de otros tipos que va desde un tirón de pelo hasta abuso sexual y fuertes golpizas con puños y objetos contundentes, causándole en algunos casos la muerte.

Para las víctimas, estos delitos, con mayor razón los graves, destruyen su integridad, cambian su rutero, les muestran el desamparo, la falta de responsabilidad y compromiso de quienes tenían el deber de protegerlos y amarlos. No se trata sólo de un abuso sexual o golpes que las dejarán, físicamente, marcadas para toda la vida. Es daño severo y muy internalizado que afecta su identidad, vínculos, relaciones interpersonales, su confianza y autoestima.

Cuando se trabaja con y por este segmento de la sociedad, creemos, fehacientemente, que la realidad supera a la ficción y que, a veces, es mejor alternativa callar y escuchar los gritos desgarradores de “ayuda o quiéreme sin hacerme daño”.  Luego de eso, contener y contener, pero no sólo a las víctimas, sino también nuestras propias lágrimas de pena y compasión; y los deseos incontrolables de adoptarlas y entregarles el cariño y cuidados infinitos que mendigan de centro en centro cuando ya comenzaron el camino de la institucionalización.

¿Podemos prevenir, podemos cuidar y proteger? ¿Cuál es el mejor programa para devolver la dignidad a las chicas? ¿Existe la reparación profunda y reinserción real?  Son preguntas que, a diario, nos hacemos, luego de las cotidianas crisis y descompensaciones que presentan las niñas y adolescentes como Emilia. En ese momento nos decepcionamos, pero no de ellas, sino, del Estado y de las instituciones que debiendo hacerse cargo del bienestar, salud mental y física de las niñas y adolescentes vulneradas gasta el presupuesto destinado, en operaciones políticas o personales.

Pero la mayor desilusión es de nosotros mismos. De los que estamos 24/7 con ellas. De los que pasamos a ser su familia, sus padres y madres porque no contamos con todas las herramientas que se requieren para reparar, ni fortalecer acciones de rehabilitación y prevención de delitos sexuales, ni menos de asistencia y acompañamiento de las víctimas.

Nuestros esfuerzos y voluntad, como Fundación de los Sagrados Corazones, están intactos, no se desvanecen. No nos doblegaremos ante la inhumanidad y la indolencia de quienes “selectivamente” han preferido cerrar los ojos ante el trato hacia las niñas víctimas de violencia. Ya es tiempo, que nuestras autoridades e instituciones responsables de dimensionar la gravedad de estas conductas, despierten de su eterno letargo y analicen sus actos para con este segmento vilipendiado una y otra vez en sus derechos más básicos y piensen ¿qué querrían para Emilia si fuera su hija?

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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