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La ola conservadora

Columna de opinión por Wilson Tapia
Lunes 14 de mayo 2018 9:17 hrs.


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No es sólo en Chile. En diferentes países, con situaciones políticas disimiles, las posturas conservadoras ganan terreno. Recientemente, al ser ungido por cuarta vez como Primer Ministro de Hungría, el ultra conservador Viktor Orbán anunció el final de las democracias liberales. Las razones de fondo que dio como sustento a su aseveración, fueron que ya “no podían ofrecer la libertad, garantizar la seguridad y mantener vivo el cristianismo”.

El “fenómeno” Orbán se reproduce en otras latitudes, con razones que van desde el racismo a posturas nacionalistas extremas que abogan por el aislacionismo o el rechazo a postulados religiosos ajenos a los que sigue los grupos que manejan el poder. Un cúmulo de fundamentos que recurrentemente reciben el apoyo desde la primera potencia militar mundial: Estados Unidos. El presidente Donald Trump amplió el diapasón argumental que antes se escuchaba en boca de ultra nacionalistas de su propio país o de Europa Occidental y del Sudeste asiático.

Este vuelco hacia el conservadurismo extremo llama la atención, ya que enarbola posiciones que parecían sobrepasadas. Sin embargo, la ausencia de ideologías les ha dado nuevos aires.  Con el aporte especial de un presidente como Trump, que aboga por ir en contra de todo lo que parecían avances de las democracias occidentales. La política exterior de Washington hace pensar en que ha sido concebida para cerrar caminos que mostraban avances en cuanto a responsabilidades compartidas respecto del cuidado del planeta.  O que se orientaban a hacer más equitativo el intercambio entre economías poderosas y naciones más pobres. Y aunque estas políticas aúnan considerable repudio internacional, en su país Trump recoge apoyos que, a poco de asumir, parecían imposibles.

La política exterior, bien se sabe, aporta popularidad sin pasar por un tamiz demasiado estrecho. Basta con que la batería oficial muestre a  la cancillería defendiendo los intereses del país, para que el canciller de turno resulte siempre uno de los personajes mejor evaluado de la administración. Si eso se complementa con acentuados rasgos populistas que desentierran aristas conservadoras pegadas en el acervo nacional, tendremos a un gobierno que cuente con respaldo. Y bastará con que la economía funcione moderadamente bien, para que la administración pueda profundizar sus postulados conservadores.

Ahora bien, eso es posible en un momento como el actual, en que las instituciones democráticas se encuentran en entredicho.  En que los canales que posibilitan la participación popular se hayan gravemente cuestionados y la corrupción, u otro flagelo, pueden ser exhibidos mañosamente como propios de un sector político ajeno al conservadurismo que ha llegado al poder para poner todo en su lugar.

En Chile eso se refleja en los mensajes que lanza una muy bien orientada maquinaria comunicacional.  En ella, el papel fundamental lo juega -cada vez con mayor peso- la televisión. Sus noticieros inician las entregas con una extensa visión de actos delictuales. El sometimiento por el miedo pronto tendrá su correlato en la decisión política. Luego, el deporte ocupa otra porción importante de la entrega diaria. La emoción sigue ocupando un lugar fundamental.  Y el telespectador recibe mensajes que, en general, no pasa por el rasero racional para colocarlos en el lugar correcto. De allí que los jugadores de fútbol se transformen en referentes para áreas muy lejanas a su deporte. Cuestión que no sólo ocurre en el fútbol. Deportistas de otras áreas llegan al Parlamento sin ostentar ninguna otra condición que los habilite para una función social que debiera ser trascendente.

Cada vez vemos con mayor frecuencia cómo la derecha ejerce el poder con una actitud muy parecida a la del patrón de fundo en su predio. El caso del actual ministro de Hacienda, Felipe Larraín Bascuñán (máster y doctor en Economía de la Universidad de Harvard e ingeniero comercial de la Pontificia Universidad Católica de Chile), es bien conocido. Pero independientemente de ello, es necesario dejar constancia que la izquierda es responsable, en gran medida, de la llegada de las facciones más conservadoras a la conducción del país. La ausencia de proyectos alternativos al neoliberalismo en los partidos más progresistas, es un hecho incontrovertible. Lo que hace que el tan publicitado centrismo que ha ganado posiciones en las democracias occidentales, sea una verdad sólo a medidas. Esta nueva postura es practicada especialmente por las agrupaciones que ayer ostentaban posiciones de izquierda.  En cambio el centrismo de la derecha es más una declaración que una realidad.

El conservadurismo no tiene que hacer ninguna concesiones para impulsar administraciones que potencian el modelo neoliberal.  Por lo tanto, su “centrismo” no exige concesión alguna.  En cambio para la izquierda es un salto al vacío, porque carece de un proyecto alternativo.

La ola conservadora seguirá manifestándose con fuerza desigual, dependiendo de la historia de cada nación. Pero estará cada vez más presente. En la política internacional seguramente seguirá creciendo bajo el impulso del presidente Trump. Y habrá que acostumbrarse a sus provocativas declaraciones altisonantes.  Que no están destinadas a desencadenar una hecatombe mundial, como pudiera creerse por la manera de presentar sus argumentaciones. Es la forma de sopesar, en la reacción del contrincante, su disposición a negociar sus razones.

Un caso evidente de tal situación es el resultado a que llevaron las agresivas, y a veces ridículas, diatribas que Trump sostuvo con su homólogo de Corea del Norte, Kim Jong-un. Ambos personajes jugaron sus cartas de una manera tal que parecían dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias. Nada de eso era real. Se trataba sólo de juegos de artificio tendientes a llegar a una mesa de negociaciones. Una conflagración nuclear no dejaría vencedores.  Y eso todos lo saben. Incluso Israel.

Es posible que la ola conservadora siga creciendo. Pero en su propia dinámica está su freno.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.