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Mis Raíces

En las pantallas de la televisión escuchamos a Obama, nuestro Presidente, mientras mi hija Camila me pregunta por qué yo, su padre, le hablo tan poco de mis raíces y el pasado.

Cristián Fierro

  Viernes 25 de septiembre 2009 11:31 hrs. 
Radio-Uchile

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En las pantallas de la televisión escuchamos a Obama, nuestro Presidente, mientras mi hija Camila me pregunta por qué yo, su padre, le hablo tan poco de mis raíces y el pasado. 

Nos encontramos en Michigan, donde vivimos desde hace varios años. Ya termina este verano, pero todavía soportamos la debacle que significó la desastrosa administración previa de George Bush.  En la casa siempre conversamos sobre políticas de gobierno o temas de actualidad tratando de interesar a nuestras hijas en el debate público. Así lo hicieron nuestros padres en Chile y así lo hacemos ahora nosotros aquí en USA. Hablamos de Obama, pero entonces ellas preguntan sobre Chile.  Les hablamos sobre lo importante que ha sido esta última elección presidencial en los Estados Unidos, pero ellas insistentemente preguntan sobre Chile. Y es entonces cuando siento grandes deseos de contarle de otros años, y sobre todo de un período triste que viví en ese Chile de los años setenta y ochenta. Triste, pero que con el tiempo se agranda junto a esos amigos y a esos parientes que ya no están entre nosotros, pero que nos acompañan siempre. Pasa el tiempo y esa época muestra el rostro generoso de los que lucharon por ideales más grandes que ellos mismos. Yo era niño y sin embargo todavía resuenan en mi memoria los bocinazos de mis padres frente a nuestra casa para que nos abrieran el portón de entrada; el lema rimaba con los bocinazos que por uno meses fue siempre el mismo:  “Frei sí, otro no”. A los pocos años fue el turno de Radomiro Tomic, otro chileno grande, con su “ni un paso atrás compañeros”, junto al acompañamiento y coro de Vicente Bianchi.

Por ahí también, en este paisaje de recuerdos, veo entrar a los amigos de la revista Análisis al bar “Los Asesinos”,  ubicado en un subterráneo pequeño de la calle Merced, cerca del Parque Forestal. Ahí a veces nos juntábamos, al final del día, a comentar con imitaciones histriónicas las últimas bribonadas del régimen de Pinochet. Años más tarde, y gracias al libro “Crimen Imperfecto: Historia del Químico de la DINA Eugenio Berríos y la Muerte de Eduardo Frei Montalva” de Jorge Molina Sanhueza, nos enteraríamos que por ahí también pasaba –“por casualidad”- Eugenio Berríos, que terminó finalmente asesinado en la playa El Pinar, cerca de Montevideo, donde se escondía tratando de evitar los requerimientos de la justicia chilena. Imagino a Berríos sentado en una mesa vecina, a nuestro lado, tomando notas minuciosamente. Los servicios de inteligencia no necesitaban instalar muchos micrófonos, o no necesitaban esperar a que saliera Análisis para conocer lo que se denunciaría en sus artículos. Así también pudieron enterarse sobre las próximas acciones de la Academia de Humanismo Cristiano, que en ese entonces dirigía corajudamente Duncan Livingston.  Veo a mis hijas, a Camila y Sofía, y noto que desgraciadamente es cierto, conocen tan poco de esos años. 

Obama ya ha dejado el podio y escuchamos los aplausos.  El Presidente se defiende con los mejor que tiene, su palabra y sus ideas, contra aquellos que parecen no darle tregua ni descanso. Los que no lo quieren, los que ya no lo soportan, no se perdonan el descuido que permitió elegir a un Presidente de raza negra. Termino con la televisión y salgo a la librería Barns and Noble. Ahí me encuentro con un amigo de papel, con la sorpresa del último libro de Natalie Goldberg (Old Friend from Far Away),  donde se nos incentiva a escribir una memoria y conversar sobre el pasado. En las primeras páginas dan un ejercicio donde se nos pide escribir algo que empiece con un “yo me acuerdo……” Me siento a escribir algo breve. Veremos que resulta.  A lo mejor sale a la luz algo personal y de familia; da lo mismo, mis hijas desean  conocer cualquier detalle. Aquí vamos, yo me acuerdo, Camila….

Yo me acuerdo, Camila, de la abuelita María, la mamá de mi padre. Yo era niño en ese entonces. Llegábamos a verla, entrábamos a su departamento (que estaba en Vicuña Mackena al llegar a Plaza Italia) y las primeras impresiones fueron siempre el brillo del parqué del suelo, y el silencio adentro de los cuartos, que contrastaba con el bullicio de la calle, los buses y las micros. Ella estaba siempre en cama y mi padre le preguntaba como había pasado el día. Mientras tanto yo miraba, en ese entonces yo era un niño tímido y mirón. Recuerdo que ella siempre le contestaba algo relacionado con los remedios que tomaba. Su cama era alta, y todavía más alta para un niño chico como yo. Era de una madera oscura que también brillaba, salpicándonos con sus reflejos. Una cómoda alta y lustrosa, al lado de su cama, estaba cubierta de chucherías y adornos. A mí siempre me gustó uno que no brillaba nunca, era una ardillita chica, de piel, que al final, después de muchos años y muchas visitas, me la regaló. Siempre me acuerdo de esa ardilla, de cada uno de sus colores y pelitos.

A veces estaba la hermana del papá, tía Maruza, que cuando me veía me hablaba de Dios, del niño Jesús, y me saludaba haciéndome la señal de la cruz en los labios. Yo miraba.

A veces estaba el tío Pepe, el marido de tía Maruza, un tipo misterioso que no me dijo nunca nada. Fumaba harto y ese día se sentó a conversar con el papá. Yo miraba. Al final de la visita, nos subimos al auto y el papá, contento, me preguntó: “estuvo simpático, Pepe, ¿cierto?”  Parece que le contesté algo breve, pero no recuerdo bien porque en ese entonces yo miraba.

Han pasado los años y, ahora que he crecido, me parece que he dejado de mirar, estoy ocupado de otras cosas…..   ahora siento que me miran, que alguien me mira fijamente.

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