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Progresismos de izquierda y derecha

Columna de opinión por Roberto Meza
Jueves 31 de diciembre 2009 13:02 hrs.


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La segunda vuelta presidencial del 17 de enero próximo y las luchas que, a propósito de aquella están viviendo las fuerzas políticas del país, ha repuesto en los medios de comunicación una curiosa competencia por la propiedad del concepto de “progresismo”, instalado hace un tiempo por sectores renovados de la izquierda PS-PPD, que, entre el socialcristianismo DC y la izquierda marxista, buscaron en las últimas décadas una nueva identidad que redefiniera una extendida apreciación que los ubicaba en el ámbito de la socialdemocracia.

Por razones culturales e históricas, la izquierda chilena, especialmente la de raigambre marxista, no tenía buena valoración de la socialdemocracia. Los únicos orgullosos de tal tradición han sido los más que centenarios radicales, que la reinstalaron en el nombre de su partido refundado: Radical Social Demócrata (PRSD) y sectores renovados del PS, que la re-significaron inspirados en la socialdemocracia europea. Para el resto, la clasificación sigue siendo un trago amargo.

En efecto, para la mayoría de estos últimos, socialdemócrata implica “amarillismo”, recuerda al renegado Kaustky, al “reformismo” y, en fin, a toda aquella cáfila “menchevique” que Lenin fustigó en la Rusia de 1905-1917. Autodenominarse socialdemócrata para viejos “bolcheviques” no era una opción estética. Resurgió así la idea del “progresismo”, una forma de decir, “ni socialcristiano, ni marxista-leninista, sino liberal y progresista de izquierdas”. Buena salida significante, aunque confusa en su significado. Tan confusa, que ahora el concepto ha hecho impetuoso ingreso a las filas de la centro-derecha y en la búsqueda de votantes de MEO, varios dirigentes de ese sector están impetrando para sí los derechos de uso de la palabreja.

Históricamente el concepto “progresismo” surgió tras la Revolución Francesa de 1789, comienzo del fin de la idea teocéntrico-estática que había marcado el pensamiento europeo en la señorial-monárquica Edad Media y que comenzaba a resquebrajarse en el contexto de la Revolución Liberal del siglo XIX con la emergencia del paradigma antropocéntrico-mecanicista-industrial, agrupando posiciones políticas, filosóficas, éticas y económicas que designaban a los partidarios del cambio social y las transformaciones económicas, políticas y culturales.

Frente a ellos, quienes estaban por el mantenimiento del orden vigente fueron calificados como “reaccionarios” o “conservadores” y se incluía, en ese conjunto, tanto a melancólicos del Antiguo Régimen monárquico, como a proclives a distintas formas de “cambio a lo Gatopardo”. De modo amplio, las ciencias sociales llamaron al movimiento liberal-progresista como “izquierda”, aunque sustentada en los principios burgueses en que se basó la Revolución Francesa.

Es decir, en su origen, mientras el término opuesto a “reaccionario” era “revolucionario”, el contrapuesto a “progresista” era “conservador”. A diferencia de estos últimos, los progresistas buscaban “eliminar todo vestigio” que pudiera ser lastre para la condición socioeconómica de ciertos colectivos. Y aunque los conservadores estaban guiados por similares objetivos, intentaban alcanzarlos sin hacer “tabula rasa” de las estructuras anteriores.

Los conceptos “revolucionario” y “progresista”, si bien eran prácticamente sinónimos en la primera mitad del siglo XIX, fueron re-significándose a medida que se imponía la Revolución Industrial, y sobrevenía la matriz sociológica marxista, que veía al capitalismo como sociedad de clases, dividida entre burguesía y proletariado. Pero en esos años, la burguesía aún lideraba las transformaciones sociales y políticas contra los sistemas monárquicos estatistas, absolutos e ilustrados en Europa.

A contar de las revoluciones populares-socialistas de 1848 en Alemania, Austria, Francia, Hungría, Italia y diversos otros pueblos del viejo continente, cuando ya se imponía ideológicamente el discurso de la contradicción burguesía/proletariado, los “progresistas” burgueses fueron abandonando la idea “revolucionaria” para identificarse con el conservador concepto de “reformismo”, otra fea palabra para la izquierda tradicional, pero que se ha extendido hasta hoy para designar tanto a los nuevos progresistas-liberales de izquierda como los tradicionales de derecha. De allí pues, la competencia trabada entre la Concertación y la Coalición, pues en ambos conglomerados operan tendencias de aquella naturaleza.

En la actualidad, el progresismo ha seguido caracterizado por su defensa de “nuevos tipos de libertades” como las ligadas a la identidad sexual, derechos reproductivos, ecologismo, derechos animales y otras tradicionales, como el laicismo. Se autodefine además tolerante con la diversidad religiosa, la inmigración y el multiculturalismo. Este “progresismo” ha sido menos claro, empero, en responder a preguntas claves en economía: ¿qué es ser progresista en materia tributaria: subir o bajar los impuestos?; ¿en el área social, un progresista debe aumentar o disminuir la protección social?, ¿en lo ecológico, debe estimular o rechazar la energía nuclear para no profundizar el cambio climático? ¿ es más progresista quien está por la globalización o por subgrupos regionales cerrados como Unasur? ¿Progresismo implica más Estado y decisiones públicas o más mercado y decisiones privadas?

Es previsible pues que, junto a estas indefiniciones, otras existentes en materia de fundamentos, importen un choque entre nuestros “progresismos” y sus aliados cristianos, en ambas coaliciones. En efecto, el Papa Benedicto XVI en su reciente encíclica, Caritas in Veritate, dice: “el progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación (un llamado)… Decir que el desarrollo es vocación, equivale a reconocer, por un lado, que este nace de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse significado último por sí mismo (…). El desarrollo humano integral –continúa- supone la libertad responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo y progreso desde fuera y por encima de la responsabilidad humana. Los mesianismos prometedores (…) basan siempre sus propias propuestas en la negación de la dimensión trascendente del desarrollo, seguros de tenerlo todo a su disposición. Esta falsa seguridad se convierte en debilidad, porque comporta el sometimiento del hombre, reducido a un medio para el desarrollo, mientras que la humildad de quien acoge una vocación, se transforma en verdadera autonomía, porque hace libre a la persona”… “Solo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano”.

Hay aquí, pues, desde la vertiente cristiana, una idea del hombre trascedente, respetable, autónomo, libre, el que, como tal, debe actuar en el mundo basado en principios resultantes de fundamentos éticos como amor al prójimo, la justicia y la verdad, que son sustento de un progreso virtuoso, porque el hombre, desde la perspectiva de la Iglesia, está llamado a “ser más”.

Sin embargo, desde la perspectiva  no cristiana, un progresismo relativista, unido a una libertad puramente existencial, donde la acción en el mundo no tiene más principios que los técnicos, ni más visión que la inmanente, puede dar lugar a respuestas inhumanas en el “proceso de eliminación de todo vestigio del pasado”, como ya lo mostraron progresismos ateos del siglo XX. Tal visión amenaza con transformar el confuso progresismo del siglo XXI en un puro “regresismo”, razón por la que quienes polemizan por tomar estas banderas, deberían develar a los electores si su idea de progreso está fundada en unos u otros principios.

*El autor es periodista, Magister en Comunicación y Educación de la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad Autónoma de Barcelona.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.