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Hugo Guzmán R.

Invisibilizados en Betanzos


Miércoles 17 de febrero 2010 18:55 hrs.


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Betanzos tiene el color de la tierra, el tamaño de sus cerros, el sonido de los quechuas, el sabor del maíz, “la sequedad del silencio”, la historia de los olvidados, la pobreza de los indígenas. Por eso es invisible. Como todos esos lugares de la Tierra. Betanzos, metido en medio del altiplano boliviano, es uno de aquellos rincones del planeta fácil de ver desde un escritorio con el Google Earth, pero que pocos encuentran o se quieren encontrar, en los andares cotidianos de este mundo que tantas veces mira para arriba, para abajo, para el lado, pero se niega a mirar de frente.

El 31 de enero, un grupo de muchachas y muchachos chilenos cargaron sus mochilas y sus corazones y partieron a Betanzos. Rompían la invisibilidad de aquel poblado de pueblo originario. Aunque ellos también fuesen invisibles. Porque no son jóvenes dedicados a ceremonias de totemización, ni a matar a otro con un bate de béisbol, ni a pasar noches de carreras de autos, ni buscar espacios en tardes de farándula en los canales católico y privados. No son muchachos de horario prime. No son muchachos mediáticos. No son parte de los códigos de la modernidad. Por eso, como Betanzos, son invisibles.  

Ni Betanzos, ni esos jóvenes, están en la tele.

Después de casi 48 horas arriba de naves capaces de avanzar por recovecos nortinos y altiplánicos, los jóvenes chilenos llegaron a Betanzos. Un poblado ubicado entre Potosí y Sucre, copado de tonos cafés, explanada de techumbres de tejas, sufrido por las escasez de agua y electricidad, con tierra donde emerge el maíz, la papa y el trigo, repleto de manos indígenas que hilan tejidos, con la pobreza deambulando por cada esquina y donde de vez en vez un aluvión o fuerte lluvia, remece la localidad multiplicando los padecimientos.

El poblado arrastra un mal. Un triste record. Es la localidad donde hay mayor desnutrición infantil de Bolivia. Julia Velasco y Wendy Medina, de la agencia IPS, contaron hace tiempo que “cincuenta de cada cien niños y niñas menores de cinco años de Betanzos, Bolivia, sufren los estragos del hambre crónica, que la medicina llama desnutrición”. También hay una gran afectación por el cáncer uterino, extendido entre las mujeres indígenas del lugar.

Los muchachos y muchachas chilenos, algunos militantes de las Juventudes Comunistas, otros “independientes”, partieron a la localidad para apoyar tareas y trabajos definidos por los pobladores y autoridades indígenas, sobre todo para reforzar planes de ayuda a la infancia, salud, gestión social, hábitos alimenticios y trabajo participativo. También para hacer muralismo y hacer nacer un documental.

Un encuentro de mundos e historias en un radio pequeñito metido en tierras y cerros donde hace Siglos llegaron a llevarse la plata y a enterrar en el olvido a quechuas que allí crecieron y allí siguen, dedicados al trueque, la cerámica, el tejido, caminando cerquita de restos fósiles de animales antidiluvianos, y llevando en la mirada aquella esperanza decidora que animó a Miguel Betanzos, el guerrillero, a resistir y luchar por la soberanía de la tierra boliviana y darle nombre a ese trozo de tierra indígena.

Ese grupo de jóvenes crecidos en estos territorios del sur dicen, nos dicen, les dicen, que hay un lugar en el mundo, este mundo, no otro mundo, donde se pueden tender las manos, poner los pies, usar la mente, posar la vista, para que un pequeño, una pequeña, una madre, un indígena, un joven, un ser humano al fin, pueda tener la certeza del no olvido, la sinceridad de la palabra dicha con respeto, que es como habla la gente de la tierra, la materialización de la solidaridad construida en una obra sencilla y el oído perceptivo para aprender de los que saben.

Seguro que lo hecho por esos jóvenes chilenos no lo será todo. Pero tampoco será nada. Partirán. Pero quedarán. Dejarán. Pero recordarán.  

Alguien dice, dirá, que al invisible Betanzos llegaron muchachas y muchachos, también invisibles, y que los de allá y los de acá se miraron a los ojos, se tendieron las manos, se escucharon, se hablaron, se ayudaron, se fundieron en la tierra, en la escuela, en la feria, en la parroquia, en el trabajo, en el aprender, en el construir, en la esperanza, en la dignidad, en la lluvia, en el frío, en el hambre, y así nomás, ya no fueron, ya no son, invisibles entre ellos.

Así se conocen, se reconocen, los invisibilizados, los marginados, los olvidados. Por eso cuando el indígena de Betanzos y el joven de Chile se quieran mirar, se verán, cuando se quieran acordar, se recordarán, cuando se quieran hablar, se oirán. Bastará con que una niña o niño quechua de Betanzos, ya curtido por una larga vida, mire su tierra, su poblado, y recuerde lo que allí hizo alguna vez una joven o un joven chileno y mire al cielo y sepa que trepando estrellas podrán reencontrarse, para que toda haya valido la pena. Aunque sigan siendo invisibles.