Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 29 de marzo de 2024


Escritorio

Montillo

Columna de opinión por Alberto Mayol
Martes 30 de marzo 2010 17:47 hrs.


Compartir en

El sitio que una persona le da al dolor en su vida es uno de los rasgos más notables para definirla. Lo mismo ocurre con las sociedades y su manejo de las tragedias y sus sufrimientos. La multiplicación y expansión del sufrimiento en todas las dimensiones, convirtiendo al ser en doliente y a la sociedad en una red de caridades; constituyen un grave riesgo para las personas y la vida ciudadana. Riesgo que hemos visto con liderazgos como el que ejerció en ciertos momentos  Bachelet, riesgo que se puede dar en sociedades teocéntricas donde la fuerza comunitaria del dolor puede opacar la política y convertir a todos en una cadena de reciprocidad en el dolor, con grandes oportunidades para el populismo y una política irresponsable. Por supuesto, es riesgoso el imperio del dolor. Pero es igual de riesgoso, para las personas y para las sociedades, el imperio de la indolencia, la incapacidad de ver el dolor en el otro, la incapacidad de sentir la pérdida, la carencia, el fracaso. El espíritu que no sufre, que no sabe de sangre y desgarros, que no entiende la profundidad que habita en la herida; ese espíritu, carece de verdad, de trascendencia  y carece de belleza. Es insensible el segundo, hipersensible el primero. Saber el sitio del dolor es una sabiduría enorme, que no la manejan todos, que no depende de la educación formal, que no está asociada a la ideología o la genética. Situar el dolor es un paso de grandeza reservado para un momento en la vida donde es necesario ser digno, ser más de lo que uno mismo imaginó, pararse en el dolor y las heridas para hacerse fuerte. Es enfrentarse al vacío y llorarlo y vivirlo y luego levantarse y luego reconocer haber estado en el suelo, haber llorado. Es ser fuerte y débil y tener esa conciencia. Es una de las tantas lecciones de este terremoto. Pero es una de las grandes lecciones de lo ocurrido en un escenario muy distinto a lo trascendente, muy alejado (al menos en su cáscara) del dolor.

Era el viernes 26 de marzo de este año. Se jugaba un partido de primera división de nuestro torneo nacional. La U enfrentaba a San Felipe, en la cuarta región. En la cancha había un hombre que había pasado toda la semana enfrentando una historia dolorosa: la felicidad de ser padre se había topado con el infortunio de la enfermedad y rozaba la tragedia de una posible muerte. El riesgo vital del hijo, los problemas que acarreaba, lo habían tenido, podemos imaginar, contraído, lloroso, rebelde, impotente, necesitado de una fortaleza que sólo él podría darse a sabiendas que él mismo estaba débil. La profesión por un lado, en un momento importante; el país por el otro, viviendo una época de temores y traumas; y la vida personal, tensa y llena de noticias, sumida en una existencia incierta y dolorosa. Era viernes y por largos minutos un padre pensaba en su hijo en medio de la cancha, pero cada cierto instante el olvido hacía su trabajo eterno, para luego volver a recordar. Desconozco cómo fue, pero la mente tiene sus avatares y sus reglas. Y se puede uno imaginar en parte el flujo de emociones. De pronto todo el pasto verde no significa nada, al segundo siguiente es el símbolo de todo. La U perdía, hasta que de pronto despertó. Y todo tembló, todo vaciló, todo giró, la noche, la cancha, los espíritus mustios. Y Montillo, el padre, el hombre, se puso el equipo al hombro y se convirtió en cuchillo por la derecha y luego por la izquierda. Pero quedaba el centro, la mitad de la cancha y la línea frontal. Y el partido se iba cuando de pronto Victorino, un defensa de la U, recuperó la pelota y como si el destino le dijera por la oreja que todo debía ser como sería, le lanzó la pelota a Montillo, que estaba en la mitad de todo, del universo y de la cancha. No quedaba nada. Y había dos defensas del equipo contrario, más el arquero. Lo acompañaban otros jugadores de la U, quienes se rindieron en dos segundos y comprendieron que estorbaban en esa historia, que sólo un hombre y una pelota eran protagonistas y que todo antagonistas quedaría en el suelo. Y Montillo se subió en el dolor y en la esperanza, esquivó los dos defensas con talento, pero ante todo con decisión, para así correr treinta metros hasta el arquero. Las jugadas tienen su lógica propia, lo obvio era seguir corriendo, a esa velocidad pasar al arquero era un trámite. Creo que Montillo lo pensó, pero de pronto no pudo más y simplemente clavó un zapatazo hermoso y feroz en el arco.

Y corrió a llorar.

Corrió a un cartel que decía “Fuerza Santino”, como si un terremoto le hubiese pasado por encima al pequeño. Y vio que su hijo, recién nacido, ya lo acompañaba en el estadio, con su hermoso nombre en una bandera. Y simplemente lloró. Lo levantaron en andas. Y simplemente lloró. No hubo camisetas rayadas, no hubo declaraciones posteriores, no hubo mensajes proféticos, místicos, no hubo pérdida alguna de la prudencia. Montillo sabía que su historia era de él y los suyos, pero ante todo de Santino, y que felizmente había gente dispuesta a darle su apoyo. Montillo no convirtió su dolor en mercancía. Sólo vio que el pasto se hizo símbolo de su homenaje y que un zapatazo podía hacerle estallar el alma en alegría y consuelo. Montillo se encontró con su dolor y con la medida de su esperanza. Y pudimos ser testigos, en el estadio, por la televisión, de un hombre que se hizo enorme encontrándose con su dolor y que comprendió que el sufrimiento nos cruza a todos, a todas las historias, y que debemos ponernos de pie con modestia, con humildad y con decisión.  Vimos un hombre que nos dijo el sitio del dolor en el mundo.  Una lección maravillosa que merece ser descifrada.

Alberto Mayol es académico Facultad de Ciencias Sociales de la U. de Chile

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.