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Ensayo Histórico Sobre la Ausencia de Democracia en Chile


Jueves 8 de julio 2010 19:04 hrs.


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Nuestra Historia se encuentra pletórica de convicciones tan frecuentemente consolidadas, que difícilmente alguien osaría siquiera someterlas a un juicio reflexivo medianamente concienzudo. Lo alarmante es que tales convicciones no sólo han sido ardorosamente acuñadas por segmentos menos instruidos de la sociedad, sino también por buena parte de la población más crítica, y aun por la academia. Ahora bien, si semejante situación se limitara a “la incontrastable belleza de la mujer chilena”, a nuestra “honorable” condición de “ingleses de Latinoamérica”, a los internacionalmente destacados atributos estéticos de ciertos emblemáticos símbolos patrios, tales como nuestra bandera o nuestro himno, entonces no habría nada de qué preocuparse.

El problema surge con fuerza cuando, como incuestionable consecuencia de una deficiente consideración de los procesos históricos por parte de diversos analistas sociales, deviene a nuestra mente cierta sobreestima de momentos puntuales, supuestamente porque en ellos habrían culminado una o más expresiones culturales otrora rudimentarias, o bien, en proceso de refinamiento. Parafraseando a los clásicos, se adjudica a una época ciertos logros inéditos que la constituyen en una especie de “instante áureo” cuyo desplome, en caso de no ser producto de fuerzas inmanentes, orientará inexorablemente hacia los eventuales responsables el estigmatizante dedo acusador de contemporáneos y futuras generaciones “per secula seculorum”.

En el contexto señalado se inscribe la democracia chilena de los años inmediatamente precedentes al Golpe de Estado de 1973; un verdadero momento de esplendor donde por fin, luego de un prolongado proceso de crecimiento y maduración cívica, habrían alcanzado preclara expresión las distintas manifestaciones de la democracia, entendida ésta en su sentido etimológico y real, esto es: “gobierno del pueblo”. Tales manifestaciones, exquisitamente consolidadas después de poco más de siglo y medio de lenta evolución hacia la pureza, habrían sido abruptamente quebrantadas por la irrupción militar de 1973, experimentándose en ese mismo instante una poco estética y sufrida pausa de diecisiete años, tras lo cual se habría retomado la culminante democracia de antaño, aunque con ciertas cortapisas no menores que poco a poco irían cediendo, o que cederían “en la medida de lo posible”, para utilizar deliberadamente la célebre frase con que el entonces Presidente Aylwin se refiriera a la factibilidad de justicia luego de los años de Pinochet.

En realidad, la consideración de la historia chilena en su conjunto me permite postular que hacia 1973, cuando mucho, existía una aparente institucionalidad democrática cuya fuente, esto es, la élite económica del país, en estrecha alianza con sus lugartenientes políticos de siempre, consintió en conceder, sólo en tanto en cuanto sus intereses y privilegios ancestrales jamás se vieran amagados. De hecho, el virtual escenario del juego político había sido diseñado para que ello nunca pudiese ocurrir, razón por la cual, a los ojos de la élite, realmente no había motivos de preocupación, aun teniendo en consideración el sostenido ascenso electoral de los partidos que desde comienzos del siglo XX representaban los intereses de los segmentos populares y  medios. Tampoco surgía la preocupación como fruto de la enrarecida atmósfera internacional de esos días, donde agrupaciones armadas de claro cariz marxista habían logrado infligir duras derrotas a los defensores del esquema institucional burgués, o bien, resistían con vigor inesperado la tentativa estadounidense de dominio. Ciertamente los casos de Cuba y Vietnam son dos ejemplos emblemáticos de lo que vengo señalando. Cuando la clase dominante chilena percibió algún motivo de preocupación, éste fue rápida y fácilmente neutralizado mediante la articulación de las piezas del tablero, pero siempre en el marco de institucionalidad diseñado. Tal fue el caso, por ejemplo, de cuando en 1964 se volcó, a regañadientes, tras el candidato democristiano Frei Montalva, con lo cual se evitaba el mal peor: Allende.

Sólo la ocurrencia de síntomas verdaderamente alarmantes despertó la real preocupación de la élite, a la vez que desencadenó en ella el ánimo conspirativo respecto de una obra de teatro que ella misma se había encargado de escribir y producir. El asesinato de Schneider, el surgimiento del movimiento de extrema derecha “Patria y Libertad”, el amenazante desfile de tanques por las calles santiaguinas en junio de 1973 y, finalmente, los “rocket” lanzados a La Moneda en septiembre de ese año, son, en definitiva, cuatro expresiones sucesivas y crecientes de la decisión de socavar y destruir un sistema artificialmente democrático que no aseguraba ya la mantención del dominio, motivo por el cual se hacía imprescindible el diseño de uno nuevo, mucho más fuerte en relación al “sine qua non” poder de la élite.

Francamente, me resulta inevitable recordar aquí el clásico cuento del niño que organizó el partido de fútbol, que decidió invitar a sus amiguitos del barrio pobre contiguo, que incluso eligió lugar, hora y árbitro, pues en su mente sólo se albergaba la convicción del triunfo, pero que tan pronto recibió un gol en contra  simplemente tomó la pelota y dio por concluido el partido, no sin antes arrojar una verdadera lluvia de piedras a sus contrincantes…

¿Qué fue realmente lo que motivó tamaña reacción de la élite? ¿Cómo fue que el segmento social que históricamente se ha asegurado de elaborar y validar expresiones culturales que no constituyen amenaza a su dominio, entre ellas las tan apreciadas formas de urbanidad y resolución dialogada de conflictos, en total reprobación de cualquier atisbo de protesta, reaccionó a una escala de violencia tan extrema y terrorífica, que ni la más agitada jornada de “Día del Joven Combatiente” ha logrado pisarle los talones? La respuesta a tales preguntas requiere de algo de historia.

La aristocracia criolla que llevó a buen puerto la emancipación de comienzos del siglo XIX, logró asir para sí el incipiente Estado chileno, haciendo la más completa abstracción de los demás grupos sociales que, tal vez sin ser claramente conscientes de ello, habían contribuido en el campo de batalla con la expulsión del poderío peninsular. La aristocracia aplicó al Estado los mismos cánones que solía emplear en cuanto poderosos terratenientes, de tal modo que la regulación del juego “democrático” no contempló sino la inclusión de quienes lideraron la independencia. A mi juicio, predominó la intención deliberada de mantener el control del aparato estatal y, por obvia derivación, de las instancias públicas que constituían la materialización operativa del control, o fiscalización, del quehacer económico, fuente del poder de la élite.

De esta forma nació una oligarquía, esto es, “unos pocos”, que con egoísta lucidez comprendió que el campo electoral resultaba fundamental a la hora de mantener el poder real. Efectivamente fue así, y lo fue por una doble razón: por un lado el establecimiento legal de complejos requisitos de ciudadanía aseguraba que la participación política fuera privilegio del club de los “oligoi”; a la vez, semejante montaje permitía exhibir la puesta en marcha de una democracia aparentemente perfecta.

Como respaldo de lo señalado bastará recordar que, de acuerdo a la Constitución de 1833, la misma que concentra las concepciones políticas portalianas, y a cuya prolongada vigencia suele adjudicarse el mérito de haber puesto las bases que posibilitaron el orden y progreso chilenos, la participación política estaba reservada a los hombres, sólo con lo cual más de la mitad de la población adulta era discrecionalmente marginada. Además, era imprescindible cumplir con una serie de exigencias de orden pecuniario, como contar con un bien raíz de altísimo valor, o recibir una abultada renta mensual. Ciertamente los requisitos económicos constituían uno de los principales parámetros de marginación. No obstante, nuestra alfabetizada realidad actual no puede impedirnos reparar en lo difícil que resultaba por entonces contar con un uso, aun rudimentario, de la escritura y la lectura. Así las cosas, sumando y restando, concluimos que el número final de ciudadanos en poco difería de quienes acostumbraban a reunirse en alguna residencia particular de la época, en un marco donde los sorbos de mistela y las prolongadas conversaciones seguramente precedían las decisiones que más tarde serían anunciadas y formalizadas en un ambiente de apariencias institucionales.

Semejante entelequia política debió enfrentar su primera prueba importante cuando a mediados del siglo XIX la sección algo más liberal de la élite, habitualmente descendientes de los más ortodoxos, cuyas fortunas les habían permitido  conocer “in situ” la atmósfera ideológica europea que siguió a la Revolución Francesa. Tuvo la admirable iniciativa de promover ciertas modificaciones al sistema impuesto. Desde luego, las críticas incluyeron la normativa electoral y, más que eso, la intencionalidad excluyente que la sustentaba. De este modo, la reforma electoral de 1874, fruto de la cual la base electoral chilena fue considerablemente ampliada, fue consecuencia directa de presiones liberales.

Sin embargo, pese a la reforma, la élite mantuvo el asa bien firme; en el mejor de los casos estaba dispuesta a mejorar la estética de la aparente democracia, pero en ningún caso a emprender mejoras de fondo que implicaran la inclusión real de otras clases sociales en  puestos estatales claves, ni aun cuando en Chile, ya a inicios del siglo XX, se conociera la noticia según la cual la oligarquía rusa había sido presa del despojo de bienes y de la persecución por parte de los bolcheviques de Lenin. Diría que la élite chilena manifestó una poco decorosa incapacidad para dimensionar, más allá de todo egoísmo y de toda pasión de cualquier tipo, las nuevas ideas, los nuevos hechos históricos y, en suma, los nuevos tiempos que advenían con abrumador torrente, siendo la mejor prueba de ello la dura reacción elitista que despertó el movimiento obrero y, antes que ello, la sangrienta reacción que tuvo para con uno de sus propias filas; uno que llevado exclusivamente de un genuino amor por la patria y sus recursos naturales, no estuvo de acuerdo con que tras la Guerra del Pacífico el salitre quedara en manos de especuladores extranjeros. La élite simplemente conspiró contra el Presidente Balmaceda, lo derrocó y, acaso más importante, dejó meridianamente claro que en lo sucesivo incluso estaba dispuesta a tolerar que se constituyera una nueva clase gobernante, pero jamás perdería su sitial de clase dominante.

Ya en el siglo XX la clase media, cada vez más numerosa al amparo de un aparato estatal también en crecimiento, y una clase obrera a la que el materialismo dialéctico y el anarquismo estaban seduciendo en claro desmedro de la grey eclesiástica, se tornaban conscientes de la marginación  de participación y beneficios de que habían sido objeto, razón por la cual, especialmente los grupos obreros, ya no estaban dispuestos a mantenerse en el quietismo  que había conducido la vida de sus padres y abuelos. En efecto, la educación y el adoctrinamiento ideológico estaban rindiendo frutos, y ello se canalizaría mediante la protesta.

Al igual que la hegemónica madre que desde siempre ha constatado la total obediencia de su hijo, y que ya en la adolescencia se sorprende sobremanera cuando el joven manifiesta por vez primera su disconformidad con algo, así también ocurrió a la madre oligarquía cuando su hijo obrero realizó las primeras movilizaciones. Definitivamente la clase dominante no supo qué hacer. Sólo en este contexto es posible encontrar una explicación a la barbarie con que la élite afrontó, por ejemplo, el paro salitrero que concluyó, en 1907, con la matanza de la escuela “Santa María”, en Iquique. Esta es, tal vez, la primera exhibición nítida de la verdadera fusión de intereses que había entre, por un lado, quienes tenían el control del Estado y, por otro, quienes acopiaban para sí la riqueza económica. Por este motivo, en un escenario de supuesta democracia, el poder político decidió disponer de las Fuerzas Armadas, teóricamente de todos los chilenos, para defender intereses económicos de parientes o amigos, en todo caso miembros de la élite.

Ciertamente ésta no sería la última ocasión en que tal aberración ocurriría, más aún si se considera que las aspiraciones de reivindicación de todo orden, por parte de segmentos medios y populares, irían en crecimiento con el correr del siglo XX. La clase dominante procurará acomodarse a esta nueva situación. Incluso ideará mecanismos algo más sutiles en su afán de mantención del poder real, como cuando el juego de supuesta democracia  incluyó el arribo al poder político administrativo de líderes provenientes de otras clases. Después de todo, como ya he dicho, una cosa era la clase gobernante y, otra muy distinta, la dominante. Además, los riesgos aún no eran demasiados, pues el marco constitucional que ella una vez más había diseñado, así lo garantizaba.

Sin embargo, el paso del tiempo demostraría que los poderosos chilenos no cursaron con éxito el ramo de resolución de conflictos por vías civilizadas en un contexto de respeto en cuanto seres humanos o, en una perspectiva cristiana, en cuanto hijos del mismo Padre. En efecto, los procedimientos de fuerza extrema nunca fueron realmente descartados por la élite. Sólo téngase presente lo ocurrido con la denominada “ley maldita” propiciada por González Videla, o los cruentos hechos de 1973.

Definitivamente las tesis socio-mecanicistas de Arturo Valenzuela y Giovanni Sartori no satisfacen del todo mi patológica suspicacia respecto del trasfondo del Golpe de 1973. Ciertamente ambas constituyen un bien intencionado interés por procurar establecer correspondencia entre, de un lado, cierto tipo de crisis históricas y, por otro, cierta causalidad. Siendo así,  creo que la inexistencia de un centro político durante el gobierno de la Unidad Popular, el mismo que desde hacía décadas había desempeñado el rol de puente entre los polos de izquierda y de derecha, lo cual habría permitido el equilibrio y no el quiebre del sistema, es, desde luego, un aporte explicativo que necesariamente debe ser considerado. No obstante, con la indulgencia del lector, me permito afirmar que la ausencia del choclo no resta a la esencia de cazuela, del mismo modo que la ausencia circunstancial de centro político no resta a la esencia de no democracia. Si alguien insistiera en aferrarse a semejante tesis, o extrañamente está optando por un reduccionismo explicativo evidente, o bien, peor aún, arrastra cierta odiosidad hacia la Democracia Cristiana, de lo cual, por de pronto, este humilde pensador no puede ni desea hacerse cargo.

En realidad, tal como señalé en los primeros párrafos del presente ensayo, hacia 1973, cuando mucho, existía una aparente institucionalidad democrática; si se quiere, no más que una pseudo democracia. La élite, que como también se ha señalado, era y es ante todo una élite económica, dejó jugar el juego de creerse en democracia, incluso perdiendo en ocasiones la administración directa del Estado, es decir, incluso perdiendo transitoriamente la condición de clase gobernante, pero nunca dejó de saberse clase dominante. Tan pronto sus intereses fueran tocados la reacción de fuerza no se haría esperar. Pues bien, ocurre que el programa del Presidente Allende provocó que la clase dominante se sintiera afectada en su peculio privado como nunca había ocurrido en la historia nacional. Como ejemplo baste recordar la intransigente disposición reaccionaria que despertó la tercera y más profunda de las reformas agrarias implementadas en Chile. Desde luego, ello era motivo suficiente para confabular contra la Unidad Popular, pues era ya claro que el sistema había sido superado, y que todo lo diseñado para proteger los intereses elitistas “hacía aguas” por diversos flancos.

Súmese a lo anterior la conocida colaboración conspirativa procedente desde Estados Unidos, potencia imperialista que no estaba dispuesta a que la revolución socialista se extendiera cada vez más por América Latina, sin contar el hecho indesmentible según el cual la nacionalización de la gran minería del cobre sencillamente ocasionó la ira del gobierno del país del norte, pues  implicó la rauda salida de poderosas empresas norteamericanas, sin un centavo de compensación de parte del fisco chileno, pues, de acuerdo a lo estipulado por la respectiva ley aprobada por unanimidad en diciembre de 1970, tales compañías habían obtenido tan inmensas utilidades que no ameritaban reparación expropiatoria alguna.

En suma, cuando la institucionalidad ya no fue suficiente para mantener la condición de clase dominante, la élite económica chilena recurrió al conocido expediente de violencia que ya había utilizado en tiempos de Balmaceda, o ante hechos puntuales como la huelga salitrera. Esta vez fue el turno de Salvador Allende, tras lo cual Pinochet, que para estos efectos no fue más que un mero instrumento desestabilizador, concluirá la tarea encomendada con la puesta en marcha de una nueva Constitución Política, la de 1980; un nuevo diseño llamado a perpetuar el poder real y los intereses de la clase dominante. Qué duda cabe de que así fue; la inclusión en el Senado de un número no menor de parlamentarios designados, la inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y de Orden, así como también otras normas aún vigentes como la ley electoral que impone un sistema binominal en las elecciones de diputados y senadores, sistema que genera una grave incongruencia entre la voluntad popular expresada en votos y el número final de representantes progresistas presentes en el Congreso Nacional, son, en fin, ejemplos contundentes de lo mencionado. Como si ello no fuera suficiente, considérese la  inédita elevación de los militares al rango de “garantes de la institucionalidad”, disposición jurídica que en términos algo más ramplones equivale a advertir que cualquier empresa destinada a modificar el esquema que asegura el monopolio del poder propio de la clase dominante, necesariamente se encontrará con la dura respuesta de la represión militar una vez más metamorfoseada en guardia personal de los poderosos.

Probablemente no faltará el agudo detractor que argumentará señalando que mis reflexiones son fruto de una muy apasionada afición a teorías conspirativas que tanto han proliferado en nuestros días. A él refuto anticipadamente recordándole que el monopolio elitista se encuentra plenamente vigente, que incluye la totalidad de las manifestaciones culturales del Hombre, que en nuestros días goza de alcances impensados merced al proceso de globalización en marcha, y que logra mantenerse en envidiable estado subrepticio en virtud de recursos comunicacionales cada vez más sutiles y eficientes, como la ya clásica estrategia del  “pan y circo”: fútbol, telenovelas, farándula, festivales y todo aquello capaz de mantener a la población más cerca del “opio” sensorial y más lejos de la crítica racional. Tal vez por ser consciente de esta realidad Ricardo Lagos decidió reunirse privadamente, cuando apenas se iniciaba su gobierno, con los líderes del empresariado chileno en la sede del Centro de Estudios Públicos. Tal vez porque también fue consciente de ello la ex Presidenta Bachelet hizo lo mismo cuatro años más tarde, depositando además una desmedida y nefasta capacidad decisional en los tecnócratas que eran parte de su gobierno, según nos lo revelara Francisco Vidal en entrevista hecha pública el primer fin de semana de  junio de 2010. Tal vez la imagen de un Presidente Allende derrocado y sin vida saliendo de La Moneda ha pesado demasiado en la mente de quienes durante años se han autodenominado progresistas, pero que en la práctica no han contado con el coraje para abrazar sin complejos ni temores el río de la Historia. Enorme trauma que adicionalmente parece redivivo con vigor  tras lo sucedido a Manuel Zelaya y al progresismo hondureño.

Habrá, pues, que observar atentos el devenir de la Historia. Cuando la ciudadanía chilena recién ha experimentado un cierto hastío con quienes no quisieron (o no se atrevieron) imprimir mayor fuerza al proceso social que, según he reseñado escuetamente en este escrito,  se ha venido desarrollando desde los albores mismos de la emancipación criolla, no puede sino resultar del todo interesante dilucidar si esto involucrará necesariamente un estancamiento, incluso un retroceso de todo lo logrado, o, por el contrario, constituirá un paréntesis de cuatro años tras lo cual rebrotará con renovado e inusitado vigor  el genuino deseo popular de hacer realidad, por fin, la auténtica “demos kratos”.

* Profesor y Licenciado en Historia Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

Estudios de Magíster en Filosofía Política Usach

Estudios de Doctorado en Historia Pontificia Universidad Católica de Chile

Doctor en Sociología Université Bordeaux, Fr.