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La gran bandera del Bicentenario y los derechos humanos


Miércoles 22 de septiembre 2010 17:01 hrs.


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Como la gran mayoría de los televidentes de Chile, me encuentro frente al televisor presenciando la emotiva ceremonia de izamiento de la gran bandera del Bicentenario. Un gigantesco símbolo patrio, cuyo blanco, azul y rojo combina, como nunca antes, con el radiante pasto verde que se encuentra a los pies del palacio de gobierno, en un hermoso día soleado y bajo el sonido de un clásico canto popular, interpretado por una hermosa voz femenina de nuestra juventud.

Se trata de un gran evento histórico, no sólo porque ha contado con la presencia de quienes han ejercido legítimamente el cargo de Presidente de la República desde el retorno a la democracia, sino por haber estado presentes quienes han sido los principales actores sociales y políticos vivos del último medio siglo, entre los que se cuenta don Francisco, ese gran monstruo de las comunicaciones que ha sido capaz de recordarnos nuestra capacidad de actuar solidariamente en las grandes tragedias.

Por su parte, y una vez más en nombre de la “unidad nacional”, el Presidente ha anunciado la constitución de una mesa de diálogo para buscar una solución definitiva al conflicto mapuche, que –como todos sabemos- acarrea una dramática huelga de hambre de 34 comuneros encarcelados por una desacertada aplicación de la ley antiterrorista, y que se ha prolongado por más de setenta días para decir “¡basta ya!” a la exclusión y discriminación de la que han sido objeto desde los albores mismos de la República. Situación que nos muestra cuán lejos estamos de esa vieja promesa consagrada en nuestras constituciones: “En Chile no hay persona ni grupo privilegiados. En Chile no hay esclavos y el que pise tu territorio queda libre.”

¿O acaso no ha sido el poder fáctico de las personas y grupos más privilegiados lo que hasta hoy sigue primando por sobre los derechos humanos proclamados en el papel? ¿O es necesario recordar cada una de las prerrogativas con las que cuentan los sujetos más poderosos, tanto públicos como privados, para mantener bajo censura, en nombre de su “privacidad” o “crédito moral”, a quienes pretendan contradecir, criticar o denunciar sus prácticas abusivas?

Por ello, el discurso de la “unidad nacional” –entendida como agrupación de individuos culturalmente homogéneos en busca de un propósito o ideal común- es improcedente a la hora de hacer esfuerzos serios para reconocer y garantizar derechos en una sociedad compleja, compuesta por estamentos sociales muy dispares y asociaciones culturales con historias divergentes, como es el caso de nuestros pueblos originarios.

Porque los derechos humanos no solamente constituyen límites al poder del Estado para asegurar la vida, la libertad y la propiedad de unos individuos autónomos, como plantea la tradición liberal con la que este gobierno declara sentirse identificado, sino que tales derechos son también auténticos poderes que permiten ser o hacer, esto es desarrollar experiencias de vida, tanto individuales como colectivas, y que adquieren validez en la medida que, como sociedad, tengamos suficiente voluntad (política) de reconocerlas activamente como modos de vida legítimos, y así coexistir pacíficamente con nuestras diferencias.

Sin embargo, al conferir poder para ser o hacer –vía reconocimiento de derechos- a quienes practican formas de vidas distintas y contrapuestas, necesariamente se restringen uno o más intereses, valores o necesidades que otros derechos o bienes constitucionales expresan. Lo que implica afrontar grandes conflictos de derechos. Por ejemplo, entre libertad de expresión y derecho a la vida privada u honra de las personas, derechos sexuales y reproductivos de la mujer y derecho a la vida del que está por nacer, reconocimiento constitucional de los pueblos originarios y derechos de propiedad y de libre empresa, entre otros dilemas que requieren permanentes ponderaciones o intercambios desiguales, para así evitar –como decía el gran pensador Isaiah Berlin- que la libertad de los lobos signifique la muerte de los corderos.

Por lo tanto, no es la “unidad” lo que está en juego a la hora de reconocer y, sobre todo, garantizar derechos a personas o grupos que reputamos vulnerables, sino la “convivencia”, entendida como coexistencia pacífica de individuos y colectividades heterogéneos, que no obstante se reconocen como iguales. Pluralismo en una sola palabra. De manera tal que cada persona o grupo de personas tenga la opción de seguir siendo diferente.

En este sentido, una visión pluralista de los derechos humanos, sujetos a la crítica y a transformaciones impulsadas por una sociedad civil fuerte y cambiante, es más funcional a una democracia de grandes conflictos como la nuestra y, por ende, lo que más nos conviene a la hora de promover tales derechos bajo esa gran bandera chilena que hemos izado en este Bicentenario.

“Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”, decía el célebre escritor mexicano Octavio Paz. Hagamos de Chile, entonces, no solamente un país de personas libres e iguales en derechos y oportunidades, sino también de seres humanos tolerantes, solidarios y hospitalarios con todos los pueblos del mundo.

*Abogado. Alumno de Magíster en Derecho Constitucional y Derechos Humanos, Centro de Estudios Constitucionales de la Universidad de Talca.