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La Concertación se fue a los cielos

Columna de opinión por Patricio López
Jueves 20 de septiembre 2012 18:52 hrs.


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El miedo al futuro, la idea de que las cosas podrían ser peores, es una de las premisas que definen a los movimientos conservadores y ha sido, quien sabe si por los efectos traumáticos de la dictadura de Pinochet, la razón política de la Concertación desde que ha tenido cuotas de poder.

Con ese motor, la coalición ha ido fijando un supuesto camino intermedio entre utopía y realismo, sobre la base de un quizás involuntario chantaje que ha trazado la medida de lo posible en la política chilena.

Primero por obligación, luego e imperceptiblemente por convicción, ha ido figurándose en la Concertación la idea de que palabras como justicia social o democratización se oponen a otras como gobernabilidad y estabilidad, a tal punto de ver a las primeras como amenazas para las segundas. Tal creencia puede constatarse, por ejemplo, con la posición de abierto rechazo a la Asamblea Constituyente por parte del senador Camilo Escalona, quien, quizás por inercia, se puso del lado de la institucionalidad concebida en dictadura y en contra de los estudiantes, olvidando su pasado, precisamente, como el máximo líder secundario de la Unidad Popular. Mucho más cómodo se le vio, días después, en el Te Deum y en la Parada Militar, ritos institucionales que al igual que otros están cada vez más vacíos de contenido para la ciudadanía.

Como si se sintiera culpable de sus ideales de ayer, y en la lógica de los castigos ejemplares, la Concertación ha sido condenada a pública retractación, con lo cual terminaron desvirtuándose búsquedas ideológicas que en su momento fueron interesantes y necesarias, como la renovación del socialismo o el encuentro entre el centro y la izquierda. Ciertamente, con el paso de las décadas, el cuerpo humano de los perseguidos ha dejado de ser el blanco de la represión, pero la lección ya había sido aprendida.

Se ha configurado, así, un cuadro psico-político que ha dado origen a uno de los casos más notables de Síndrome de Estocolmo que conoce el mundo contemporáneo. Esto terminó siendo la Concertación y así fue, por ejemplo, que la opinión pública internacional fue testigo, casi sin comprender, de cómo destacados dirigentes del Arcoíris se jugaron denodadamente para defender al verdugo de varios de sus familiares y/o amigos, tal como en el caso de los secuestrados que empatizan y ayudan a sus captores.

No se trataba, por cierto, de quedarse anclado a los tiempos pasados, ni de repetir la historia y tropezar. El mundo ha tenido en 40 años modernidades y posmodernidades, caídas de muros primero y de torres después, que exigían una profunda renovación teórica, ética y de prácticas, pero que debía hacerse de la mano con el pueblo y sus transformaciones. Escuchándolo, sin creer que se es una élite ni que las mayorías están equivocadas.

Es en este específico sentido es que puede afirmarse que la Concertación es una coalición políticamente corrupta, por cuanto ha confundido el origen de su poder hasta creer que éste proviene de los cargos que ostenta y no de quienes los han puesto ahí. Ya lo decía el propio Camilo Escalona, autocrítico, cuando abandonó la presidencia del Partido Socialista: pasamos de ser un partido de masas a uno de tres mil funcionarios públicos.

Esta situación, por cierto, no debe llevar a la creencia de que las fuerzas políticas se degradan por generación espontánea. Ni que el problema es la política. El drama de Chile, no sólo de la Concertación, es la ruptura del vínculo entre los dirigentes y sus bases, entre las instituciones y sus ciudadanos. Roto el puente, la vieja coalición progresista ha quedado del lado de la minoría que administra los privilegios del pasado. Ya no rinde cuentas a sus electores ni dirige, simplemente domina como parte de su nueva definición de “clase política”.

Por esta lucha entre el pasado y el futuro es que Chile vive una crisis. La Concertación se muestra nerviosa con las multitudes que antes la llevaron al poder: con las marchas, con las críticas de los dirigentes estudiantiles y con la idea de una Asamblea Constituyente. Está preocupada, porque ya se quedó perpetuamente programada en un consenso que en el seno de toda sociedad no puede ser sino una falacia. Y es que la política, desde siempre, ha sido un espacio de colaboración con los propios y de confrontación de ideas con los ajenos. Pero a los dirigentes del arcoíris se les dio vuelta todo: han colaborado con los ajenos, incluso, confrontando a los propios.

Mientras, los jóvenes, que no fueron forjados en el molde del miedo y del consenso, se rebelan contra el conservadurismo de las generaciones anteriores y  rescatan la convicción de que la política es esencialmente una actividad comunitaria, por lo que debe nacer una nueva institucionalidad que exprese la voluntad de las mayorías. Una suerte de viaje a la semilla para que la Concertación no olvide lo siguiente: los mártires murieron para que las cosas cambiaran, no para que se defendiera el injusto orden establecido.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.