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40 años: Memoria y política

Columna de opinión por Antonia García C.
Jueves 22 de agosto 2013 6:48 hrs.


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Cuando nos enfrentamos al pasado reciente hoy surgen preguntas que no siempre han estado disponibles para ser examinadas. La memoria, desde este punto de vista, tiene una historia. Hace veinte años, en Chile, en ciertos ámbitos académicos, decir que uno trabajaba sobre “memoria y política” generaba en el mejor de los casos perplejidad. Luego frases como éstas: “ay, esos temas tan europeos…” o “¿memoria? Acá lo que está a la moda es el olvido”. Y si uno aclaraba que no pretendía estar a la moda, la respuesta se hacía sentir como un pinchazo: “así que tú quieres ser diferente”. De entrada no más, uno se daba cuenta que el diálogo venía mal encaminado. Todavía habría mucho que decir sobre la manera en que nacen, viven y mueren los temas que adquieren carácter público. Los temas políticos, los temas sociales, los temas académicos. No hay palabra que se imponga porque sí. Detrás de cada palabra hay intereses. Valores. Luchas. Y unas cuantas cosas más pero volvamos a las preguntas sobre el pasado reciente.

¿Cuáles son? Hay muchas y ninguna es evidente. Nada nunca está dado. ¿Puede la memoria ser un deber? Algunos piensan que la memoria es un deber y se habla entonces del deber de memoria. ¿Puede la memoria constituir un abuso? Algunos piensan que la memoria puede, en ciertas circunstancias, constituir un abuso y se habla entonces de los abusos de la memoria. ¿Puede la memoria ser un derecho? Es un enfoque menos frecuente pero no veo porqué no se podría considerar la pregunta. De lo que estamos seguros es que la memoria es un ejercicio. Una capacidad que tenemos los seres humanos de convocar el pasado desde un momento presente. Esa capacidad rara vez nos encuentra en una isla desierta. Lo más común es que estemos rodeados de otros seres humanos dotados de la misma capacidad. Vale decir que esa capacidad de recordar, siendo individual, tiene una dimensión colectiva. Respecto a estos temas, me inclino a pensar que en la actualidad ya no se trata sólo de recordar o de no recordar sino de qué recordar y para qué.

En esta tercera entrega de la serie “impublicables” quisiera mencionar lo que fue más que nada una impresión. Una impresión que me asaltó al finalizar la investigación a la que me he estado refiriendo y que estuvo dedicada a la desaparición forzada de personas. Durante varios años había estado pendiente de la manera en que la muerte y los muertos ocupaban un lugar en los asuntos públicos. Había considerado una serie de problemas hasta que de pronto una sola pregunta se impuso ante las otras. ¿Y los vivos? ¿Qué hice con los vivos? ¿Dónde los puse? ¿Dónde están?

Me refiero a algo preciso que es necesario aclarar con el mayor cuidado, con el mayor respeto. La cuestión de la vida irrumpe con fuerza en nuestros quehaceres durante la dictadura. Se impone como un tema que debe ser debatido y, sobre todo, defendido por diversos actores. Algunos estaban organizados previo al golpe de Estado. La mayoría se forma después precisamente porque hubo un golpe de Estado. Esto tiene que ver con un tipo de lucha específica que no se había dado antes en Chile, porque nunca antes la violencia de Estado había alcanzado las características que tuvo durante la dictadura. En otras palabras, la cuestión de la vida emerge públicamente con la cuestión de la muerte. La muerte aplicada por decreto de manera selectiva y sistemática usando recursos del Estado. Esta parte de nuestra historia está muy documentada. Desde las más variadas instancias y con el aporte de varias generaciones de profesionales es posible tener una visión de conjunto respecto a la manera en que los derechos humanos pasaron a ser un campo relevante de intervención, de movilización, de formación. Ese campo no se limita hoy a la cuestión de los crímenes cometidos durante la dictadura. Pero esta cuestión ha tenido un rol central en los análisis sobre ese pasado. Lo que quisiera plantear es que, sin que haya que elegir entre un enfoque u otro –creo que hacen falta muchos enfoques y que las diversas visiones son parte de un solo y mismo cuadro que vamos forjando entre todos–, se vuelve cada vez más necesario resaltar lo que fue la obra de la dictadura en lo económico, en lo social, en lo político, en lo cultural, etc. Porque la muerte, en Chile, tuvo un propósito.

La muerte no fue un gesto irracional. La muerte –o si se prefiere, el terrorismo de Estado– en nuestro país y en otros países del continente, como antes en Argelia y en Indochina, fue pensada, organizada y hasta distribuida en pos de algo. Y cuando uno se focaliza sobre ese algo, la cuestión de la vida vuelve a manifestarse con fuerza. Porque lo que estaba en juego también –entre muchas otras cosas– era el tipo de vida que tuvieron todos aquellos que fueron perseguidos, encarcelados, torturados, ejecutados, hechos desaparecer. Y el tipo de vida que todos ellos, junto a otros que no murieron, intentaron defender para sus semejantes y muy especialmente para los desposeídos.

Hace unas semanas, un lector escribió: “la verdad no yace en los muertos en los cementerios sino en los miles de personas anónimas, aún con vida que fueron protagonistas. Aún circulan muchos por ahí”. Higinio: yo no sé si busco la verdad pero sé que tienes razón. Años atrás, prácticamente con la tesis en brazos, me fui hasta la oficina del profesor que dictaba “metodología” y le dije: “Estimado G.M., ¡no sé qué hacer con los vivos!” ¿Y si me equivoqué? ¿Y si en vez de trabajar sobre detenidos-desaparecidos hubiera trabajado sobre sus compañeros vivos? ¿Y no era necesario, acaso, volver a reunir a muertos y vivos en un solo y mismo círculo? O grupo o sector. Pienso en cada uno de los ámbitos en los que se definieron las identidades políticas de las izquierdas chilenas. En épocas en que no había muchas otras formas de definirse como no fuera diciendo nombre y apellido y el tipo de sociedad al que uno, irremediablemente, aspiraba.

De más está decir que G.M. recibió las preguntas, las atendió y me dijo que era más importante plantearlas que hacer una tesis. La respuesta no me consoló pero se la agradecí. Se la sigo agradeciendo porque aunque ha pasado mucho tiempo, de vez en cuando vuelvo a ellas, vuelvo a esas preguntas y juntas vamos de paseo. Por ejemplo, a la plaza de la Constitución. Que haya ahí una estatua del Presidente Salvador Allende, ¿es una victoria o es una derrota? Acá tampoco hay evidencias. Sin duda la presencia de la estatua del Presidente Allende es, en parte, una victoria y es, en parte, una derrota. Pero lo que desvela es la derrota. Las estatuas se hacen cuando algo ha muerto. No sólo los hombres. Lo que encarnan los hombres. Cuando Allende era un problema, cuando todo lo que encarnaba Allende era un problema para los que sostienen las riendas del poder, no había monumentos ni homenajes, había bombas cayendo sobre la Moneda. Y cuando muchos años después resultó que ya se podía poner a Allende en la plaza porque nunca más iba a asomarse al balcón, no hubo –hasta donde sé– una propuesta para homenajear las conquistas sociales, económicas y políticas de la Unidad Popular. ¿O la nacionalización del cobre tiene su monumento? ¿Podría tenerlo? ¿Sí? ¿No? ¿Por qué?

De vez en cuando los lectores se impacientan, piden respuestas. Yo no las tengo. Lo que tengo son pequeñas, ínfimas propuestas. Hoy vengo con una. Quizás ya esté en práctica. De hecho tengo noticias –esperanzadoras– de que en algunos lugares se están haciendo cosas parecidas. ¿No se podría aprovechar este buen momento de la memoria para hablar, con toda la experiencia que otorga el pasado, de nuestro presente? ¿No se podría aprovechar este aniversario del golpe de Estado para crear algo así como unos “Comités intergeneracionales de discusión y/o de formación”? Me imagino esos comités como un lugar donde se podría conocer, en detalle, distintos aspectos de nuestro pasado. Se impone el plural. Tenemos muchos pasados y las cronologías pueden llegar a confundir más de lo que aclaran. Por ejemplo, si la fecha del 11 de septiembre de 1973 es clave, ¿es por lo que interrumpe o es por lo que inaugura? ¿Qué es lo que interrumpe? ¿Qué es lo que inaugura? En estos comités se podría abordar diversas cuestiones que se han venido planteando –un poco acá, un poco allá– como puede ser la cuestión de la violencia. O la cuestión de la identidad y de la cultura política o la cuestión de la capacidad de propuesta, sus condiciones, sus herramientas. Pero, también, estos espacios podrían simplemente permitir compartir, entre diversas generaciones (ese es el punto) historias, experiencias que pueden parecer enriquecedoras. Tengo en mente las palabras de otro lector que hace unos días escribió sobre un admirable profesor chileno y mientras lo leía, no podía dejar de pensar en que, a veces, uno pasa al lado de gente valiosa, irremplazable, casi sin darse cuenta. Salvo que venga alguien y diga: “niña, mira para ese lado, golpea esa puerta”.

En suma quisiera recalcar que frente al pasado reciente, siendo absolutamente legítimo recordar, podemos también hacer otras cosas. Otras cosas que no se oponen a la memoria. Como construir conocimientos, una nueva o no tan nueva modalidad de entender y poner en práctica la educación. Que el que quiera decir tertulia, diga tertulia. Yo prefiero comité pero el nombre es lo de menos. Lo que importa es el encuentro. La posibilidad que podemos darnos a nosotros mismos de seguir aprendiendo de nuestro tiempo, unos de otros, con motivo de esta nueva conmemoración y más allá de ella. Creo firmemente que hay formas de aprendizaje que tienen la virtud de instaurar y restaurar vínculos sociales. A ese tipo de aprendizaje que genera unión se le puede dar varios nombres. Uno de ellos es “política”.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.