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La idea de universidad nacional


Lunes 30 de diciembre 2013 18:32 hrs.


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Admitamos que la dicotomía estatal/privado para referirse a las instituciones chilenas de enseñanza superior es inadecuada. Primero, porque confunde la propiedad de una institución con sus fines, cualidades y características. Segundo, porque si de propiedad se tratara, el estado chileno no ha demostrado ejercer las cautelas necesarias para preservarla de modo honroso. Los gobiernos, sucesivas corporizaciones del Estado bajo signos políticos diversos, han desdeñado ocuparse de modo preferente de las instituciones estatales y existen instituciones privadas que reciben más prebendas y financiamiento que ellas, dependiendo del régimen y de la ocasión.

Con simpleza rayana en la estulticia siguen algunos confundiendo lo estatal con lo público y apelan a la mendicante súplica por más dinero o la insolente demanda por trato especial. Una institución es pública no cuando es propiedad de un ente fiscal sino cuando opera en el espacio público y produce bienes públicos. Tales bienes son aquellos que todos pueden gozar y son funcionales a la realización de valores intrínsecos superiores como la Verdad, la Justicia, el Poder y el Amor.  Así lo decía, al menos, Ramiro de Maeztu. Idealmente, una institución de enseñanza, de cualquier propiedad o inclinación, si produce bienes públicos al servicio de valores fundamentales, es pública.

Quienes predican algunas consignas que suelen ser candorosamente aceptadas como proféticas suelen pervertir el lenguaje cogidos en la misma lógica que se supone tratarían de superar. En vez de ser contestatarios del “modelo” lo refuerzan al aceptar sus términos. Así, la lucha contra el “lucro” solamente se toma en el sentido monetario. Ignorando que se lucra con el prestigio, el poder o la influencia tanto como con el dinero, y de formas más soterradas. O piensan que si la educación la pagan todos en lugar de unos pocos es gratuita.

Para ser actual, es menester cierto grado de anacronismo. Y para ser original, no es necesaria la novedad sino remontarse a los orígenes. En los comienzos de la República autoritaria se creó en Chile una institución que sus fundadores quisieron fuera al tiempo superintendencia de la educación nacional y academia de personas ilustradas. En 1843, cuando se instaló, el rector pronunció un discurso preñado de futuro vestido a la usanza de los académicos: levita verde, pantalón blanco y espadín al cinto. Un símbolo de la naturaleza de la institución que se creaba. Despojaba a la universidad real de entonces, llamada de San Felipe, de su función docente, la que sin embargo retomaría algunos lustros después y se consolidaría en 1879. Esta institución se denominó Universidad de Chile. En su momento fundacional, su programa de trabajo contemplaba estudios en diversos aspectos de la realidad chilena, instaba a no trasplantar acríticamente lo que ocurría en otras latitudes y diseñaba un programa de desarrollo marcadamente selectivo. Sus académicos serían escogidos en número limitado. Sus funciones tendrían que ver con la realización de la identidad nacional y el perfeccionamiento de los valores y la moral. No se decía nada de admisión de estudiantes ni de planes de enseñanza. Su función de superintendencia era sobre la educación del pueblo chileno, no sobre la enseñanza puntual de algunas materias ni sobre la preparación para ejercer oficios.

Esta universidad, que reemplazaba a la universidad real, tuvo desde el comienzo dificultades. Algunos la pensaron un lujo considerando el estado de analfabetismo y barbarie semiilustrada que predominaba aún en entre quienes el rector Andrés Bello llamaba personas educadas. Otros intentaron reducir su presupuesto en variadas formas. Curiosamente, la ley de 1842 la ponía en mayor dependencia del poder político del que estuvo la universidad de San Felipe y el presidente de la república autoritaria sería su patrono y designaría su rector.

Enclaustrados como se encuentran quienes participan en divagaciones sobre la universidad chilena en una lógica mercantil, puede resultar utópica una referencia a los bienes públicos que al ser compartidos y gozados realizan y expresan valores superiores. Las discusiones giran en torno a los medios, y pocos aluden a los fines. Cuando se piensa en el estado, se evoca una entelequia como la que describe Octavio Paz cuando habla, metafóricamente, del “ogro filantrópico”. Pues el estado latinoamericano ha sido beneficente y filantrópico. Pero los ogros son ogros y terminan devorando, asustando o aniquilando a sus creaturas. Las asfixian en una burocracia críptica y en transacciones de mezquindades, avaladas por la supuesta representatividad de las autoridades elegidas por mayorías impresionables.

Una universidad nacional es una empresa moral. Requiere que sea la nación chilena quien delinee sus fines, alumbre sus metas y defina su función en el concierto social. Mientras se siga discutiendo sobre administración y finanzas, la gente común y corriente entenderá que la universidad es un asunto contable. Que quienes dicen defenderla solamente piensan, o en la mendicante exigencia por más dinero o en la oportunista exhibición de logros aparentes en listados internacionales o en preferencias de estudiantes. O en aprovechar coyunturas ocasionadas por políticas dictadas por intereses distintos del bien público aunque presentadas como serviciales.

La universidad nacional no es una universidad más. Es más que una universidad entre universidades. Debiera constituirse en fruto de una deliberación social y no entrar en contiendas sobre preeminencias en materias contingentes que, a la vuelta de algunos años, se demostrarán cortoplacismos dudosos. Sus directivos debieran ser escogidos por sus méritos y no por clientelas electorales en base a un organismo director de representatividad amplia.