Un balance educativo del gobierno de Piñera

  • 12-03-2014

La despedida del gobierno encabezado por el presidente Sebastián Piñera amerita evaluaciones en sus distintos ámbitos de acción. Uno de esos lo constituye el sector educación, sobre todo atendiendo que fue un sector público que copó la agenda política en los últimos años.

Es complejo evaluar el ámbito en consideración a que en el gobierno saliente se nombraron cuatro ministros durante el periodo, todo un récord, incluyendo un ministro destituido, y otros con muy bajo apoyo ciudadano según las encuestas de la época. Para peor, la última ministra, Carolina Schmidt, se vio envuelta en una polémica producto del comportamiento ministerial frente al caso Laurate, consorcio transnacional dedicado al negocio lucrativo en educación.

Si nos vamos más atrás y revisamos el  programa del  gobierno saliente, resalta el encabezado de “Una Educación a Nivel Mundial”, frase que inaugura la propuesta en educación. Si intentamos evaluar el grado de alcance de esa frase, lo primero que llama la atención es qué se entiende por “nivel mundial”. Más aún si atendemos que en 1981 disponíamos de un 80% de la matrícula escolar total para la educación pública y que el año 2013 llegábamos a un 37,5%, y con un escenario aún más desolador, ya que al año 2013 había 42 establecimientos públicos menos, producto de cierres dictaminados por administradores municipales.

A ello se suman otras situaciones como el cierre de la Universidad del Mar, el asunto escandaloso de las acreditaciones, las investigaciones por lucro a varias corporaciones privadas de educación superior, entre otros casos más cercanos a la crónica policial que a la agenda educativa.

Si a eso agregamos el reciente malestar de los profesores respecto a la ley “corta” de carrera docente, y de los estudiantes y familias, debidos a los abusos del sistema de financiamiento universitario, es muy probable que la evaluación del sector educación no sea muy favorable.

Otra arista que no puede dejar de mencionarse es la situación de las universidades estatales que siguieron bajo la lógica del autofinanciamiento. En educación superior no es menor el escenario de crisis. No sólo se trata de observar lo que evidenció la Universidad de Mar, o el caso Laurate por mencionar algunos casos emblemáticos, sino que en el periodo que se va, se profundizó un notable abandono del Estado con sus universidades.

También el programa ofrecía abordar la calidad educativa, concepto que más allá de su pertinencia, quedó definitivamente hegemonizado por la aplicación de exámenes estándares y rankings asociados a esos resultados. En esa materia, no sólo se profundizó la concepción métrica estandarizadora, sino que además se intentó mermar componentes disciplinarios fundamentales para el desarrollo del pensamiento crítico y reflexivo, como lo es la enseñanza y aprendizaje de la historia, las artes o la filosofía.

El gobierno saliente intentó responder con ciertas acciones que significaran algún grado de avance en materia educacional; se aumentó la subvención, se reforzó la labor de selección y formación de directivos escolares, se aumentó la cobertura para la primera infancia, se implementaron convenios de desempeño para universidades que enseñan pedagogía, e incluso, para intentar deponer la movilización estudiantil, se rebajaron considerablemente los intereses para gestionar créditos universitarios, entre otras medidas.

Pero finalmente todas esas acciones siguieron siendo parte de una lógica que comprende a la educación como “bien de consumo” como lo señaló la máxima autoridad en su momento, y que sólo dio continuidad a lo que fundamentó el equipo del ex ministro Büchi, cuando en 1988[1] se señaló que la educación pública debe ser diferente a la particular, pues “si no existiera esta diferencia, nadie asistiría a escuelas pagadas”, dejando evidencia de que comprendían la libertad de enseñanza como la libertad individual para emprender negocios en educación.

Es de esperar que el inicio de la “desmunicipalización” se convierta en una real oportunidad tanto para debatir una forma de administración de la educación pública, como para construir un nuevo paradigma post Estado subsidiario.

No estaba en la concepción del gobierno saliente otorgar al Estado un rol protagónico, esto porque si así fuese, “atentaría contra la libertad de enseñanza”. Incluso fue más allá, delineando una política que intentaría subsanar la mala gestión pública, llamando a “cambiar la cultura escolar”, transitando hacia una cultura del esfuerzo y resultado[2], recurriendo para ello a una serie de instrumentos. Lamentablemente ese criterio quedó anclado a la recordada política de “mapas de resultados SIMCE” (semáforos) que sólo vino a profundizar el castigo social al magisterio y a evidenciar aún más la brecha entre establecimientos municipales y particulares.

Ahora bien, si bien es cierto que el magisterio tiene muchos desafíos que atender aún, es más cierto que es un actor fundamental a la hora de recuperar y reforzar la educación pública chilena. Ninguna política puede sostenerse sin contar con el significativo compromiso de los y las maestras chilenas. Esa relación, ese vínculo para revalorizar al magisterio fue otra tarea que quedó en los pendientes.

La participación docente es fundamental, tanto para incidir en la formulación de leyes que construyan una carrera docente, como en el diseño de acciones tendientes a mejorar su propio desarrollo profesional. El mismo criterio debería utilizarse para propiciar una real participación estudiantil, tanto en las comunidades escolares como en el proceso de definiciones de las grandes reformas estructurales de la educación superior.

Sin embargo, ninguna autoridad ministerial saliente pudo construir una relación productiva con el movimiento estudiantil, siendo incluso motejado de “inútiles subversivos” por personeros oficialistas.

Lo que más se recordará en el periodo pasado no serán ni las reformas ni las leyes o medidas que impulsó el gobierno. Lo que quedará en la retina pública son los argumentos que construyó el movimiento social por la educación, destinados a reponer la educación como un derecho social a plenitud.

Si hay un aprendizaje que puede ser bien evaluado en el periodo es que la sociedad chilena volvió a comprender el rol e importancia de la educación pública. No sólo las encuestas reflejan aquello, otorgándole un alto apoyo ciudadano a las demandas estudiantiles, sino que los porfiados hechos evidenciaron la necesidad de avanzar en la comprensión de un Estado que sea relevante y protagónico, dejando atrás aquella concepción que lo comprende como subsidiario a las ideas del emprendimiento y negocio individual.

Se termina una etapa y se asoma la posibilidad de reconstruir un nuevo paradigma educacional. Será necesario abordar entonces un antiguo pendiente; la vinculación del Estado y Educación Pública que implique una revalorización de lo público; tarea que la administración saliente no abordó, dejando de manifiesto que la educación de un país no sólo se juega en el aula, sino que también en la concepción de sociedad.

Iván Páez
Director ejecutivo del Programa de Educación Continua para el Magisterio (PEC) de la Universidad de Chile

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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