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Guerrero: la narcocracia en México donde ser mujer es una tragedia

A pesar de que una de las ciudades del estado es la turística Acapulco, en las montañas de Guerrero la realidad es muy distinta: agobiados por la pobreza, los hombres cruzan por miles la frontera con Estados Unidos para no volver. Los que quedan constituyen el aparataje del narco, el único poder real en muchas de sus zonas, mientras las mujeres esconden a sus hijas o las disfrazan de hombres para impedir que sean secuestradas para todo tipo de servicios sexuales.

Patricio López

  Domingo 21 de septiembre 2014 18:54 hrs. 
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El lenguaje del periodismo a menudo deshumaniza. Al que emite la información, al que la recibe, a sus protagonistas. Se puede decir y repetir, por ejemplo, que la llamada guerra frontal contra el narcotráfico declarada en México, en 2006, por el entonces presidente Felipe Calderón le ha costado la vida a entre 60 mil y 150 mil personas, dependiendo de cómo se haga la cuenta ¿Pero cómo se transmite el drama que aquello supone, cualitativamente?

A veces una foto, un testimonio o incluso el arte ayudan. Así, una novela recientemente publicada, Ladydi de Jennifer Clement (Lumen), nos ha traído la realidad brutal de ser mujer y vivir en una zona gobernada por el narco mexicano, cuyo nivel de violencia casi hace parecer el paraíso terrenal a las zonas gobernadas por el narco de Colombia.

La novela cuenta la vida de Ladydi García Martínez, una casi niña que vive en las montañas de Guerrero. Su padre se ha ido y no existen hermanos ni primos. Los hombres de lo que podríamos llamar familia se han marchado a Estados Unidos y los que quedan son parte del aparato del narco. Es, según el libro, uno de los peores lugares para ser mujer y, en tales circunstancias, el consuelo es ser lo menos atractiva posible para los hombres. El sonido de los vehículos en el camino suele ser augurio de un rapto que se lleva a las niñas para siempre, para satisfacer los favores sexuales de los narcotraficantes o para ser comercializadas sexualmente a ambos lados de la frontera.

Esta situación se puede ver groseramente en pueblos como Tapla: en la calle principal, la misma donde están las instituciones del decorativo Estado, abundan las cantinas protegidas por el crimen organizado, con cortinas oscuras y con el descarado letrero “Micheladas y algo más”. Adentro, las adolescentes de Guerrero son obligadas a ejercer la prostitución.

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Ésta es una de las dramáticas aristas invisibilizadas por la guerra contra el Narcotráfico. De toda guerra, en realidad. A propósito de los secuestros de adolescentes de Boko Haram, en Nigeria, se nos recordaba que todo conflicto bélico conlleva una dimensión de apropiación de las mujeres, cual trofeos de guerra, y por lo general sexuales. Algo similar ocurrió con los aparatos represivos de las dictaduras en Chile, Argentina y Uruguay, y algo equivalente, también, ha sucedido en Colombia, donde organizaciones de mujeres han llamado a abordar ésta como una de las dimensiones específicas de la guerra civil, en el contexto de las negociaciones entre el Gobierno y las Farc.

En el caso del estado de Guerrero, la violencia contra las mujeres se expresa dentro de las particularidades de la narcocultura, concepto usado para referirse a las relaciones sociales que se dan en el contexto del narcotráfico, específicamente en México. Para los hombres, la vinculación con el narco se hace fundamentalmente a cambio del acceso dispendioso a los placeres mundanos, promesa reforzada por la precariedad de la vida en medio de la violencia. Dinero, fiestas, alcohol, drogas y mujeres son entonces parte de la misma noción transaccional e instrumental.

Pero además, como cultura machista, violenta y vertical, donde la lógica del capo es permeable para el resto de los estamentos sociales, los vejámenes del más fuerte al más débil se reproducen y terminan en última instancia depositándose en las mujeres. Y es, además, una cultura misógina: a modo de ejemplo, los cadáveres masculinos son muchas veces dispuestos en posiciones femeninas, a modo de humillación adicional a la de la muerte.

Una situación tan exacerbada como la descrita tarde o temprano iba a sembrar la rebeldía y por eso, en medio de la particularidad que suponen los llamados Grupos de Autodefensa, la civilidad armada ha adquirido nombre de mujer. El comandante de la policía comunitaria de Xaltianguis, Miguel Ángel Jiménez, ha dicho que los hombres que se han sumado han sido prácticamente empujados por sus mujeres, con una amenaza categórica: te enrolas tú o lo hago yo.

Para muchos es evidente que, salvo en la turística Acapulco, en el resto de la región el Estado no existe. Por si la necesidad de la autodefensa no fuera ya suficiente prueba, la exuberancia climática ha agravado la situación: la tormenta Manuel de fines del año pasado tuvo una casi nula capacidad de respuesta de las autoridades y así es que –pobres, armados y a merced del narco- los habitantes de Guerrero además, han perdido sus casas por miles, con todas las consecuencias sanitarias y de hambruna que pueden deducirse.

Muchas construcciones quedaron sepultadas.

Muchas construcciones quedaron sepultadas.

Ante esta orfandad, es decir ante la ausencia del ente llamado a ejercer el monopolio de la fuerza, la disputa se ha vuelto directa entre el narco y los ciudadanos armados-organizados. Como dijo uno de los comandantes, anteayer un vecino, “no es un asunto de policía, es un asunto del pueblo ya. Porque pueblos enteros se han estado ya organizando y es a raíz de eso que surgió este movimiento. Tenía que pasar porque ya mucha gente se cansó de esto”.

Sin minimizar en absoluto la gravedad del problema, esta cita instala la pregunta sobre la eficacia de las políticas del Estado mexicano: más militares a la calle para que las personas se sientan más desamparadas. Tal como es evidente que un Estado que propone imponerse solo a través de la fuerza está condenado al fracaso de su propósito, también lo es que un paso de esas características da lugar a nuevos y, muchas veces, más graves problemas. En el caso específico de las mujeres, tenemos que luego del inicio de la guerra frontal contra el narcotráfico han sido víctimas de más violencia, y que más de ellas se han involucrado obligadas o “voluntariamente” en el narco. Una prueba: antes de 2006, el principal delito por el que las mujeres iban a la cárcel era el robo. Ahora es el microtráfico.

Como se ve, la Guerra Frontal ha traído más muerte que la droga misma. Pero esta situación, además, nos obliga a mirar las características específicas de la violencia contra las mujeres, en todo conflicto o circunstancia. Aquí, en Nigeria, en Colombia, en Argentina, en Chile y en la quebrada del ají.

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