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De Congreso a Jack White: Tres momentos de Lollapalooza para atesorar

Cerca de 60 mil personas asistieron a la primera jornada del festival en el Parque O’Higgins. Más de 30 bandas y solistas se presentaron en seis escenarios y esta es una selección de algunos de nuestros momentos favoritos.

Rodrigo Alarcón

  Domingo 15 de marzo 2015 4:23 hrs. 
Lollapalooza 2015

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St. Vincent, la soberana

Una de las postales de la primera jornada la regaló Annie Clark, la cantante bajo el nombre St. Vincent. Casi al terminar su presentación descendió hacia el público, se lanzó sobre la valla de contención, se calzó una polera regalada desde las primeras filas con su propio rostro estampado y, ya de vuelta en el escenario, terminó por desatar completamente la tensión eléctrica que venía aumentando por poco más de una hora. Fue tan intensa la descarga que desplegó en uno de los escenarios secundarios repartidos por el Parque O’Higgins, que el propio Jack White -el héroe de la guitarra de la jornada- la elogió en medio de su propio concierto.

Lo de St. Vincent, en todo caso, es mucho más que las ráfagas emanadas de sus seis cuerdas. Desde la partida con “Bring me your loves” hasta aquella escena final, no hubo ni un solo alto en el camino. A través de guitarras electrificadas, teclados y calculadas baterías se entrelazan ritmos y melodías que siempre eluden la obviedad. Hasta ciertas disonancias se perciben, como si las canciones de St. Vincent siempre buscaran una vía alternativa, un recodo para no pasar por la ruta más corta. Así de singular es también la puesta en escena, con pasitos mínimos para atrás y adelante, con sencillas coreografías como jugarretas.

St. Vincent pasa de lo dulce a lo lúgubre, de lo sensual a lo frágil, de lo furioso al recogimiento. Su presentación, además, es un maravilloso argumento para contradecir un par de tendencias que han marcado Lollapalooza desde su aterrizaje en Chile: en una programación dominada por la nostalgia noventera y por estrellas masculinas, es hora de incluir a mas mujeres como ella, dueña de una música tan contemporánea como cautivadora.

Jack, el deformador

Era el momento que muchos estaban esperando. El instante para que se levantaran las palmas, las voces, las cámaras de los teléfonos y todo aquello. Era la hora del hit. Jack White cerraba casi dos horas de concierto con “Seven nation army”, aquella canción que lanzó con The White Stripes hace ya una docena de años y que desde entonces se convirtió en un coro favorito en los estadios de fútbol del Primer Mundo, pero hubo algo extraño. El autor de Lazaretto no dejó que la postal saliera perfecta, porque hizo con ese éxito lo que había hecho con las anteriores 18 canciones que tocó: deformarlas, reventarlas, impedir que fueran una réplica exacta servida en bandeja para la degustación del público. Fue bastante parecida a la original como para provocar euforia entre el público, pero nunca tanto como para armar el karaoke masivo que se insinuaba.

Lo que hace Jack White es desfigurar las canciones que tocó con White Stripes (“Icky thump”, “Hotel Yorba”, “My doorbell”), con The Raconteurs (Steady, as she goes”) o las que ahora toca con nombre propio. También lo hace con “You know that I know”, que toma prestada de Hank Williams. Las desfigura, porque casi siempre alarga sus finales, a veces innecesariamente; y porque las carga con guitarras aun más distorsionadas de lo que se pueden oír muchas de ellas en los discos. Se vuelven estridentes y ensordecedoras, a veces se pierden entre un torbellino eléctrico desquiciado e hiperkinético. Esos dos últimos son adjetivos que bien pueden aplicarse también al mismo Jack White, que durante el concierto grita como un poseído y va de allá para acá como un animal enjaulado. Al final, revolea la guitarra sobre su cabeza y amenaza a Daru Jones, el baterista que lo secunda golpeando endemoniadamente su instrumento.

Quizás con ese afán Jack White no sea el anfitrión ideal para cerrar la jornada de un festival masivo, sino algo más atractivo: un músico todavía capaz de desconcertar a una audiencia, algo así como un provocador. O mejor aun, un deformador.

Congreso, los maestros

La primera jornada de Lollapalooza estaba recién partiendo cuando fue el turno de Congreso en uno de los escenarios principales. Aun cuando el sol les pegaba con fuerza y de frente y el público recién reconocía terreno, fue un momento para atesorar.

En la voz de Francisco Sazo hubo menciones a un Valparaíso otra vez en llamas y homenajes para Nicanor Parra y Víctor Jara, pero lo que hubo en este concierto fue, sobre todo, una música de embrujo. Vibraba en la batería firme de “Tilo” González, en el cajón peruano que golpeó Raúl Aliaga, en los vientos que manejaron con habitual destreza Hugo Pirovich y Jaime Atenas. También latía en la trutruca que hizo sonar Sazo al inicio del concierto y en la multitud de percusiones que de pronto se repartieron por el escenario. Ese hechizo funcionó, por supuesto, en un clásico como “En todas las esquinas”, pero también en una visita a una obra menos advertida como Pichanga, ese disco en colaboración con aquel “niño de cien años” que es Nicanor Parra.

Luego de una discreta actuación de López -el dúo de los ex Bunkers Álvaro y Gonzalo López- en el mismo escenario, lo de Congreso fue revitalizador. Entre ambos grupos, Fernando Milagros ofreció un atractivo concierto basado en sus discos Nuevo sol y San Sebastián, que además incluyó una emotiva versión de “Indio hermano”, de Los Jaivas.

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