¿Quién no tiene alrededor una o varias manos amigas que de vez en cuando le señalan: “mira esto, lee tal cosa”? Siempre es reconfortante ver cómo se confirma ese postulado en vigor en la escuela pública argentina: todos sabemos algo y todos ignoramos algo pero no lo mismo. De ahí que lo que más importe sea el intercambio. Así fue como una mano amiga me dijo hace unos meses: “mira esto”. Y esto era “Milagro en Milán”, el clásico de Vittorio De Sica que hoy –aspecto positivo de internet– cualquiera puede ver en su casa.
El lector recordará quizás la figura de Totó, el bueno; sus ojos, su sonrisa, su peculiar manera de decir “buongiorno!”. Lo que implicaba ese saludo. El drama que se va tejiendo y que tiene como escenario un asentamiento de pobladores, codiciado por poderosos empresarios, cuando se descubre petróleo. De por sí, la trama resulta terriblemente actual y en consonancia con lo que, en este diario, escribe regularmente Patricio Herman. Sin embargo, la película se me vino hoy a la mente por otras razones, secundarias si se quiere, que tienen que ver con los modales y ausencia de modales de lo que viven en las grandes urbes (y con alguna que otra consideración de corte político).
Llovía en Buenos Aires esta mañana. Y el 63, que atraviesa Villa del Parque, bordea varios cementerios y termina su recorrido en Belgrano, un barrio más bien acomodado, venía lleno. En ese colectivo (micro) fui testigo de la siguiente escena. Una señora venía sentada mirando la lluvia, cuando se le acercó un señor, bastante alto, de cierta edad –mayor que ella– moreno, flaco y con traje. La señora lo miró e inmediatamente le dejó el asiento. El señor dudó, puso cara de sorpresa y acto seguido agradeció y se sentó. Puedo equivocar la interpretación pero me pareció que el señor se había sorprendido porque si bien es habitual que le dejen el asiento a la gente “grande”, no es tan habitual que se lo dejen a la gente humilde. Era el caso. El señor parecía un trabajador, cercano a jubilarse, que debe ir a negociar con el patrón. Ahí no más se me vino en mente Totó y Vittorio De Sica. Porque si el criterio de ambos –cuidar no solamente a ancianos y niños sino a todo aquel que lo necesite, especialmente a los trabajadores más pobres– se hubiera impuesto, eso que acá sorprendía, sería la norma. La regla. Lo racional.
Así iba yo, pensando en esta escena y mirando a una joven mujer que se estaba pintando los ojos como si, en vez de estar rodeada de desconocidos, se hubiera encontrado en el baño de su casa. Pensando, entonces, y tratando de hacer abstracción del joven que tenía a pocos metros y que por alguna razón –también como si hubiera estado en el baño de su casa– sacó un desodorante en aerosol y ahí no más se roció entero, con los efectos que el lector puede imaginar. Algunos abrieron las ventanas y entró un viento fresco que me volvió a llevar a la película de Vittorio De Sica.
Tal vez no sea pecado no haberla visto antes, más joven, pero ¡qué pena! Se me hace que si esa obra –y muchas otras– fueran obligatorias en la educación de los hijos de un país, saldrían distintos los ciudadanos. A lo mejor saldrían como un arquitecto que conocí y que había visto la película. Me consta, me lo contaron. Pero si no me lo hubieran contado podría haberlo deducido, básicamente por tres razones.
La primera. Este arquitecto que, según el mayor de sus hermanos, era “un despojo caminando”, se dedicó a hacer casas para los más pobres. Esos que, con cariño, él llamaba los “piojosos”. Sin ningún tipo de condescendencia porque el arquitecto había nacido en una familia que no se distinguía en nada de las familias con las que trabajaba codo a codo. Igualito a Totó.
La segunda. Este arquitecto aprovechaba cada espacio (fuera obra en construcción, aula, carnicería o simple vereda) para hacer obra pedagógica e infundir saber. Igualito a Totó cuando, en vez de nombre, le pone a las calles de su barrio las tablas de multiplicación “para que los niños aprendan algo”. Con ese fin pinta un letrero: “Strada 5×5=25”.
La tercera. El lector que vio la película sabrá que, entre las primeras secuencias, hay una escena de robo. Le roban a Totó su bolso que es lo único que tiene. Y el bueno de Totó, que en nuestra sociedad sería probablemente calificado de loco o de tonto, sigue al ladrón, entabla amablemente conversación con él y pasan ciertas cosas. Igualito al arquitecto.
(Acá me detengo porque esto tendría que estar en un libro. Ahora… como yo me demoro una barbaridad en hacer los míos, pienso empezar a citarlos por adelantado. Digamos entonces que en un hipotético libro que tendría por título “Historias del arquitecto andante”, en la página 45, se narraría esta escena).
Una noche, dos ladrones se introdujeron en la casa del arquitecto. Lo ataron y empezaron a sacar cierta cantidad de cosas. Cuando terminaron, el arquitecto les preguntó: “¿Y ahora? ¿Cómo se van a llevar todo esto?” Los ladrones estaban complicados: no sabían. “Bueno –dijo el arquitecto– suéltenme, yo los llevo”. Y así fue. No es de extrañar que al entierro del hombre, varios años más tarde, hayan ido unos cuantos prontuariados.
Ya próxima a llegar a destino y escribiendo esta columna in mente, como dijera Roberto Arlt, pensando en mi director que me tiene paciencia y me permite escribir estas cosas, se me ocurrió también que había una diferencia entre Totó y el arquitecto. O más bien entre Vittorio De Sica y el arquitecto. Vittorio De Sica era comunista. El arquitecto Cedrón era peronista. Podría no haberlo dicho. Podría no haberlo dicho para tener la columna en paz y que al final quedáramos todos contentos (a lo mejor). Salvo él, salvo yo.
Cuando conocí al arquitecto y también al hermano que me hizo ver “Milagro en Milán”, tuve que reconsiderar una serie de ideas y conceptos que no constituían un saber sobre la Argentina, su historia, su política. Cosa a la que me referí en otra columna. Sin embargo, y por lo mismo, me voy a permitir aquí un guiño de columnista a columnista: no, los peronistas no siempre ganan y cuando pierden, especialmente los peronistas pobres, los “piojosos” –los “patas en la fuente”– pierden todo. Entre las cosas que aprendí o que creo haber aprendido de la mano del arquitecto Cedrón y los suyos, la siguiente: a las ideologías, a los partidos políticos, no se les puede estrechar la mano, a un hombre sí. Quizás no sea pretensión pensar que Vittorio De Sica hubiera estado de acuerdo. Buongiorno!