Los ex mandatarios Ricardo Lagos y Sebastián Piñera están en plena carrera presidencial por reconquistar La Moneda en las elecciones de 2017. Es verdad, ninguno de ellos ha proclamado su candidatura. Pero en 2012, estando en Nueva York, Michelle Bachelet tampoco era candidata, aunque todos los chilenos sabíamos que sí lo era. Negar lo obvio se ha vuelto tan predecible en la política chilena como los guiones de Hollywood para la saga de la Guerra de las Galaxias.
Piñera se pasea por La Araucanía y por los medios de prensa proclamando la supuesta ineptitud del actual gobierno y, más importante aún, recordando los logros económicos del suyo.
A estas alturas, sólo la ambición presidencial del ex alcalde de Puento Alto y actual senador de RN, Manuel José Ossandón, y la eterna enemistad que el senador RN Andrés Allamand tiene hacia Piñera, parecen ser los obstáculos –menores– para proclamar al ex presidente de la derecha.
Además, Piñera es una suerte de “Don Teflón”: es decir, todos los escándalos económicos resbalan sobre su sartén política. Aunque construyó una parte importante de su carrera como inversionista jugando en los límites de la legalidad, y aunque esté salpicado en alguno de los escándalos actuales como el de SQM, nada parece adherirse lo suficiente como para hacerle daño. De alguna manera, una parte importante de la ciudadanía ha aceptado su forma de ser. Un gran punto a su favor.
Parece que pocos reparan en el hecho que los relativos éxitos macroeconómicos de su gobierno se debieron al súper-ciclo del cobre, es decir a factores externos. Pero con el precio de las materias primas por el suelo, ¿cuáles son sus recetas?
El caso del pre-candidato Ricardo Lagos es aún más preocupante. Mucho más que Piñera, el ex presidente del PS es el candidato favorito de la derecha permanente de este país, la que se expresa sobre todo en el diario El Mercurio. Fue ese medio el que hace un año comenzó una campaña editorial para volver a situar a Lagos en el plano público. De ahí siguió el paso lógico de incorporarlo a la encuesta del CEP, el sondeo político más prestigioso del país, encabezado hasta hace poco por uno de los empresarios más coludidos del país: Eliodoro Matte. Todo huele a una operación política de alto nivel en los círculos de la derecha verdadera, no la partidista, sino la permanente representada por empresarios y medios de comunicación.
Así, no es de extrañar que ayer domingo El Mercurio le dedicara una página entera al congreso del PPD realizado el sábado, donde se produjo, entre líneas, una proclamación extra oficial de la candidatura de Ricardo Lagos.
En su discurso ante unos 400 militantes de ese partido, el jefe del conglomerado, el senador Jaime Quintana, afirmó: “Algunos dicen que hemos izquierdizado el PPD (probablemente en referencia a su ya famosa frase sobre la ‘retroexcavadora’). A mí no me avergüenza, porque desde los 14 años me siento de izquierda. Se trata, sin embargo, de algo bastante menos radical e heroico”. Pero poco después Quintana afirmó que “el PPD confía en el liderazgo de Lagos (…) Si a él le corresponde encabezar un nuevo gobierno, no me cabe duda de que sería con la agenda del Chile del futuro”.
Es en este preciso momento en el que hay que recordar que Ricardo Lagos fue el presidente más amado por la derecha y el empresariado. Y la razón es sencilla: siendo nominativamente de izquierda, impulsó políticas pro empresariales. Es decir, mientras profundizaba las políticas a favor de los grandes empresarios y de la banca chilena (a estos últimos les entregó el suculento negocio de los créditos universitarios, préstamos alabados por el Estado con cero riesgo crediticio para los emisores), aseguraba por sus credenciales de izquierda de mantener en jaque las inquietudes sociales. Un mundo perfecto.
Así las cosas, a estas alturas es muy probable que tanto Piñera como Lagos estén en la nómina presidencial del 2017. Es verdad, un año en política es una eternidad. Pero también es cierto que, hablando en términos generacionales, hay pocos nombres que les puedan disputar la pole position.
Y ello es especialmente cierto en la centro izquierda chilena.
Las figuras del G-80 pagaron el precio de ser los ayudantes de los viejos dinosaurios de los años 60 y 70. Hoy, los más exitosos están a cargo de alcaldías, intendencias o subsecretarías y algunos pocos en el Congreso. Piense en gente como Carolina Tohá, en su momento una dirigente estudiantil tan atractiva y efectiva como Camila Vallejo, o en Claudio Orrego, Jaime Quintana (¿en qué está?) o Ricardo Lagos Weber, senador gracias, en parte, a su apellido. Todos se impregnaron demasiado con las reglas de la transición pactada, y si bien sus carreras prosperaron, sus ideas se atrofiaron. Piense en un Andrés Velasco, ex investigador de Cieplan en los años 80, jefe de gabinete de Alejandro Foxley a comienzos de los 90 y Ministro de Hacienda a mediados de los 2000. Sus ideas principales encajan a la perfección con el Partido Popular español, pero están incluso más a la derecha que las de la CDU de la alemana Angela Merkel. Tal vez por eso, hoy sus aspiraciones presidenciales sólo parecen tener acogida entre gente algo más progresista del barrio alto de Santiago.
Las figuras del G-90 tienen un peso político aún menor que sus antecesores. Por edad no participaron de la lucha contra la dictadura y, por lo tanto, son en realidad la primera generación política que ha generado la Concertación desde que llegó al poder en marzo de 1990. Con excepciones, ellos hicieron una carrera burocrática, militando en las juventudes de los partidos del poder, cuando la política dejó de interesar –o mejor dicho, decepcionó profundamente– a la mayoría de la juventud chilena. Su afán de participar en política ya no era, como los de los años 80, terminar con un régimen dictatorial, sino escalar el aparataje estatal del nuevo régimen democrático. Guardando las proporciones, son como los cuadros del PRI mexicano hasta entrado los años 90. Sus representantes son como el grupito del PPD que comandaba el ex ministro Rodrigo Peñalillo.
Después viene una generación intermedia de la que poco o nada se sabe: aquellos que entraron en cierta madurez política en los años 2000. Hoy tienen 30 y tantos y como pocos en este grupo etario militaron en partidos, la mayoría se privatizó o se encuentra trabajando en ONGs o centros de estudios. Académicamente mejor preparados que sus hermanos mayores –muchos cuentan con estudios de postgrado– optaron en masa por ignorar la política. Y si se meten, es desde una mirada más tecnocrática que ideológica. Por ejemplo, Valentina Quiroga, que inició su carrera profesional en Educación 2020, continuó en Cieplan y después en la Fundación Espacio Público que dirige el respetado economista Eduardo Engel, antes de asumir como subsecretaria de Educación. Quiroga no milita en ningún partido.
Finalmente, viene el G-11, es decir, la generación política nacida al alero de las masivas protestas sociales de 2011. Son mucho más ideológicos que sus antepasados, y están dispuestos a romper no sólo con la vieja guardia concertacionista, sino también con los hijos de éstos. De cierta manera, su padre político es Marco Enríquez-Ominami del 2009 (aunque claramente nadie lo reconocería como tal, en parte porque el propio MEO, atrapado en la vanidad de la juventud política, no se ha dado cuenta de que tiene hijos).
Si bien en términos históricos su irrupción ocurrió a la velocidad de la luz (a la Falange Nacional, que también fue un torbellino en su época, le tomó seis años para obtener su primer diputado en 1941) su peso político aún no alcanza la madurez para ser una alternativa de poder. Y eso sin tomar en cuenta el hecho de que, pese a que la mayoría de sus representantes suscribe a la izquierda, están demasiado poco organizados y cohesionados como para ser tomados en serio por el establishment.
Volvamos al inicio.
La centro izquierda chilena ha sido incapaz de crear algo como el Frente Amplio de Uruguay o el Podemos de España. Y la centroderecha de este país ha sido incapaz de construir una visión que vaya más allá de ver el mundo como una suma de ecuaciones económicas. Todavía no ha sido puesta a prueba su verdadera convicción con la democracia y los derechos humanos.
Y, mientras tanto, las nuevas generaciones están excluidas del proceso presidencial por edad. Es decir, es probable que, a pesar de todo lo sucedido en los últimos años, todo siga igual.
A no ser que volvamos, en al menos un aspecto, a la Constitución de 1833 o la de 1925, que ponía como requisito para ser candidato presidencial tener 30 años, y no los 40 años de ahora. Con ello, entrarían al baile, por ejemplo, Giorgio Jackson o Gabriel Boric.