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Mi experiencia con un pro vida


Viernes 12 de febrero 2016 11:12 hrs.


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En primer lugar debo decir que estoy plenamente a favor del proyecto de aborto bajo tres causales presentado por el gobierno, incluso iría un poco más allá. Soy de los que piensa que regularizar el aborto no es ser un asesino genocida, ni estar en contra de la vida ni de todo lo que es bueno, simplemente se trata de regular una realidad que por mucho que nos impacte seguirá estando ahí. Y no, para mí un aborto antes de la formación del sistema central del feto no es un asesinato.

Como decía el insigne doctor argentino René Favaloro “Estoy harto de que se nos mueran chicas pobres para que las ricas aborten en secreto (…) El aborto es un acto criminal, sin lugar a dudas. Pero también estoy en contra de la hipocresía. La hipocresía de esa nenita de clase media a quien, cuando se embaraza, su papito la lleva al médico y esa misma noche esa nenita ya está bailando en un boliche de nuevo”. Ciertamente no creo como Favaloro que todo aborto, a priori, constituya un crimen, tampoco estoy de acuerdo totalmente con su visión simplista de “la nenita en el boliche”, pero sí con su diagnóstico de cómo la hipocresía reina en nuestros países latinoamericanos a la hora de hablar de los llamados temas valóricos.

A mí me ha tocado conocer de cerca esa hipocresía enfermante que llega a niveles que incluso pueden parecer chistosos. Me tocó conocerla, por ejemplo, con el caso de uno de estos militantes de grupos pro vida que se ponen con llamativas camisetas a repartir volantes  en las calles y a recolectar firmas contra “el asesinato de niños inocentes”. Creo que la historia de este chico de no más de 25 años merece ser contada porque refleja muy bien la sociedad en la que nos formamos los nacidos en los ’90, una sociedad que se pretendía tan moderna a la hora de comprar, vender y construir malls y rascacielos, pero tan troglodita y cavernaria en asuntos más profundos y trascendentales.

Piensen en un muchacho educado en una familia conservadora del sur de Chile, un clan de clase media alta privilegiada, asociado a la vida rural por tradición y a los “valores morales” del catolicismo. Un chico que tuvo todas las oportunidades de recibir una educación integral (colegio privado de elite) que le ayudara a tener un nivel de pensamiento crítico superior al de la media de los chilenos, pero que lamentablemente, prefirió quedarse con los prejuicios e inconsistencias más risibles. Pro vida absoluto y acérrimo detractor del aborto, este chico ha dedicado tardes completas para ir por las calles de su ciudad convenciendo a la gente de que el aborto es per se un crimen deleznable, que Chile al intentar regularlo se está entregando al libertinaje, y que las mujeres que lo practican son unas asesinas peor que los animales.

Sin embargo, cuando se quita la camiseta de su ong, el sujeto en cuestión cambia y muestra en la intimidad todo lo pro vida que es. Frases como “la homosexualidad es un desorden, una enfermedad”, “a los maricones habría que mandarlos todos a una isla”, “los mapuche son todos terroristas, flojos y borrachos”, “Aquí falta la pena de muerte para arreglar lo de la delincuencia”, “Pinochet debería volver” o  “a Pinochet le faltaron varios (por matar)”, son parte de su discurso frecuente, que no tiene miedo en difundir en reuniones sociales y fiestas de la elite juvenil sureña.

Pero lo más interesante es su visión respecto a la mujer, a quien esta persona ve de frentón como un ser eminentemente inferior. “Lo normal es que el hombre siempre gane más que la mujer” o “¿Qué mujer ha logrado algo importante o hacer algo bien realmente?” (de seguro mi amigo no conoce a Angela Merkel ni a Christine Lagard solo por nombrar a dos). Tal vez ahí puede entenderse el por qué este muchacho se cree con el poder para imponer su moral y ética personales y sus creencias religiosas a todo el mundo, en especial a millones de mujeres a las que ve casi como adornos u objetos decorativos.

Mi conocido es de esas personas que cree que hay que defender el derecho a nacer por sobre todas las cosas, porque matar a un nonato (curiosa frase ¿Se puede matar a un nonato siendo que aún no ha nacido?) por venir con una enfermedad grave que le impedirá pasar de las semanas de vida o que le condenará a una existencia de dolor y sufrimiento constituye un genocidio. Sin embargo no tiene reparos en apoyar y predicar genocidios y asesinatos en masa de personas que indudablemente sienten y padecen, tal como él. Es de los que cree que el derecho a nacer es superior a todo, sin embargo no se interesa en lo más mínimo por cómo esa criatura vivirá posteriormente. ¿Crecerá en una sociedad del bienestar, de derechos garantizados e igualdad de oportunidades, en donde tendrá acceso a salud y educación dignas? ¿O lo hará en una sociedad de la desprotección y la explotación donde si naciste pobres te morirás pobre? Eso es un asunto que a él no le preocupa.

A ratos pareciera que esta historia llena de estereotipos y tópicos comunes me la hubiera sacado de mi cabeza, pero no, aún en Chile hay gente así, con contradicciones tremendas a la vista. Y si bien es cierto que una persona sin ninguna contradicción es una persona que no ha pensado ni vivido, también es cierto que una persona con demasiadas y tan grotescas contradicciones puede ser perfectamente no pensante.

Al contar la historia de este cercano “pro vida” no quiero meter en el saco a todos los conservadores que creen que el aborto bajo toda circunstacia es un acto cruel. Sé que hay personas contrarias al aborto que también son contrarias a la pena de muerte, al racismo, a la discriminación, al machismo, y que defienden legítimamente su punto de vista porque para ellos la vida comienza desde la concepción y ellos defienden eso, la vida. Pero lo que sí es mi intención es denunciar, como lo hacía Favaloro, la hipocresía reinante en tantas mentes, que no son capaces de cuestionarse sus propias contradicciones.

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