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El costo social del dogmatismo fiscal


Viernes 6 de mayo 2016 9:29 hrs.


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Tal como ocurrió en los tiempos en que Andrés Velasco y Osvaldo Andrade eran ministros durante el primer gobierno de la Presidenta Bachelet, hoy Hacienda y Trabajo se enfrascan en una polémica que finalmente responde a dos visiones de la economía, el empleo y el rol de los privados. La moderación versus el cambio, el realismo frente al progresismo, la mantención de las reglas del juego para generar confianza versus el avance en un enfoque de derechos, son las cosmovisiones antagónicas en disputa al interior de un mismo gobierno. Las dos almas se vuelven a cristalizar, esta vez en materia económica.

Más que sobre el efecto que habría tenido o no el ajuste fiscal en el alza del desempleo del Gran Santiago en marzo a 9,4% según el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile, la disputa entre el ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, y la ministra del Trabajo, Ximena Rincón, –que ya venían resentidos con la tramitación de la Reforma Laboral- tiene que ver, más bien, con cómo enfrentar la desaceleración económica que sufre nuestro país y quién paga el costo de ella.

Mientras Hacienda pone sus fichas en los gloriosos equilibrios macroeconómicos, en la disciplina fiscal, en conservar la buena imagen ante las clasificadoras de riesgo internacionales para mantener la capacidad de endeudamiento del país y, en definitiva, en dar señales de tranquilidad al empresariado; Trabajo se enfoca en mantener el empleo, aspira a lograr su calidad y a que el costo de los ciclos económicos a la baja no los paguen los trabajadores. Capital y Trabajo parecen mantener la histórica disputa, que sigue sin resolverse en un modelo económico que ensalza la Libertad incluso a costa de la Igualdad, ubicando a Chile como el segundo país más inequitativo de América Latina, a pesar de los largos años de crecimiento sostenido en los 90.

La polémica indicación de la reforma laboral que permite a los empleadores realizar “adecuaciones necesarias” en caso de huelga (una suerte de reemplazo encubierto) salió del despacho de Teatinos 120, cuestionando la posibilidad real de los trabajadores de ejercer su derecho y atentando contra el espíritu original de la reforma, que finalmente quedó muy lejos de echar por tierra los 35 años del restrictivo Plan Laboral de José Piñera. Por ahí pasó la mano de Hacienda, sin duda.

Probablemente Hacienda también tuvo incidencia o estuvo dispuesto a negociar con la derecha el aumento en el quórum para la conformación de sindicatos para las empresas con menos de 50 trabajadores (lo que dejaría al 61,4% de ellos sin la posibilidad de negociar colectivamente) y en impulsar “pactos de adaptabilidad” -acuerdos sobre condiciones especiales de trabajo sobre distribución de jornada y descansos, horas extraordinarias y jornada pasiva- que podrían extender las jornadas hasta 12 horas de trabajo efectivas. La balanza cargada al lado del empleador, nuevamente.

La postura del ministro de Hacienda para desechar la tesis sugerida por Rincón de que el ajuste fiscal habría podido incidir en el alza del desempleo en Santiago, fue que se realizó un ajuste pequeño que –según reconoce el jefe de finanzas- impacta en la disponibilidad de recursos que tenían los ministerios para gastar y que podrían ahorrarse. Siendo así, cabe preguntarse si un ahorro más bien discreto de US$560 millones justificaba un impacto en el empleo que, hasta el momento, se verifica en Santiago y probablemente se extienda a nivel nacional (aunque aún no se refleja en las cifras del INE que miden trimestres móviles). Y si, en función de dar una señal a los empresarios, no sopesó su efecto en el mercado laboral. En efecto, el impacto negativo en el empleo fue mayor que el efecto positivo que se buscó generar en los empresarios, que con esta señal de economía política no tuvieron el impulso a volver a invertir.

Durante dos años el empleo se había mostrado resiliente y no había sufrido los impactos de la desaceleración económica que ha afectado al país, probablemente apuntalado por el empleo público. Eso hasta hoy, en que el Centro de Microdatos da Universidad de Chile confirmó que el desempleo en el Gran Santiago se proyecta peligrosamente a alcanzar los dos dígitos, considerando la estacionalidad (históricamente en invierno sube el desempleo) y la coyuntura económica.

Los sectores de “Servicios de gobierno y financieros” fueron los que sufrieron mayor caída en el empleo, lo que permite concluir que, paradojalmente, el ajuste fiscal impulsado por Hacienda con un recorte de US$560 millones del presupuesto estatal por la baja en el precio del cobre está generando un impacto en el empleo.

En otras palabras, si hasta ahora la inversión pública había mantenido a raya el desempleo, con el ajuste éste comienza a dispararse (no hay otra explicación convincente). Lo anterior sumado a la baja en el precio del cobre y que los privados se han abstenido de invertir porque no están de acuerdo con el cariz de las reformas impulsadas por el gobierno. Como en los tiempos de la transición a la democracia, el empresariado revisita su poder fáctico y echa mano de su capacidad de presión para influir en la agenda política. La economía es su herramienta e inhibir la inversión privada, su mecanismo.

En definitiva, el dogmatismo económico en pro de la sanidad de las cuentas públicas a nivel macroeconómico está teniendo un impacto en el empleo, que afectará, probablemente, a los asalariados menos calificados y más humildes, que son los que suelen pagar los costos de los ajustes económicos mientras la banca y las grandes compañías sacan cuentas alegres.

Ya lo decía el Premio Nobel de Economía y ex Director del FMI, Joseph Stiglitz, en relación a la última crisis económica de Estados Unidos: en momentos de “marea baja”, los norteamericanos no sólo comenzaron a ver que quienes tienen los mástiles más altos se han elevado mucho más, sino que muchos de los botes más pequeños han sido destrozados por el agua. Lo mismo ocurre en Chile, donde en tiempos de “vacas flacas” la marea –parafraseando al Nobel- suele elevar aún más los botes de los grandes conglomerados económicos y financieros (baste revisar las utilidades de los bancos durante las crisis), mientras las embarcaciones más pequeñas sufren los estragos del agua que se cuela entre la inequitatividad del modelo y su carácter concentrador de la riqueza.

A pesar de la disminución del tamaño del Estado propio del modelo económico imperante, la inversión pública puede tener un rol importante para reactivar la economía en etapas de recesión económica, como ocurrió en Chile durante la crisis financiera del 2008.

Los amantes del ahorro y la austeridad y detractores de la inversión pública en ciclos de desaceleración podrán argumentar que en ese momento, a diferencia de hoy, aún disfrutábamos de altos precios del cobre producto del boom de los commodities que contribuían generosamente al erario público.

Sin embargo, a pesar del actual déficit fiscal de 2,2% del PIB en 2015 (cifra que no es un exceso, pero que genera alerta por el dogmatismo de la regla de balance estructural), un reciente informe del BBVA señala que, pese a que los ingresos crecen a menor ritmo, hay un superávit acumulado que más que triplica lo logrado en el ejercicio anterior. Asimismo, el año pasado los ingresos tributarios aumentaron un 8,3% y 71% de ese crecimiento corresponde a los nuevos dineros recaudados con la Reforma Tributaria, lo que da cuenta de su efecto correctivo en la distribución del ingreso. Ello, junto a las aún bajas tasas que generan la conveniencia del endeudamiento externo, deja un interesante margen de maniobra a la política fiscal para aportar en la reactivación económica.

Increíblemente, medidas contracíclicas también se aplicaron por Obama en una economía capitalista como la norteamericana en la crisis subprime del 2008, con un programa de inversiones públicas para reactivar los mercados, el rescate de la industria automotriz nacional y planes de recuperación de pequeñas y medianas empresas, entre otros. A diferencia de la apuesta europea frente a la crisis, que elevó la austeridad a un altar de la mano de Ángela Merkel -la Canciller alemana de la misma nacionalidad que los bancos que temían que sus deudores griegos, españoles e italianos no pudieran cumplir con sus compromisos-, economía comunitaria que aún no logra despegar con fuerza.

En la primera parte del gobierno de Bachelet, la Política parecía haberle disputado el cetro a una Economía que gobernó con amplias facultades durante los gobiernos de la Concertación, en función de un programa de gobierno ambicioso que daba cuenta de un cambio de ciclo político. Pero con el advenimiento del principio del “realismo sin renuncia”, Hacienda retomó el rol tradicional que tuvo en los gobiernos de la Concertación. Nuevamente, la Economía se impone a la Política. Así lo dejó claro el vocero de gobierno, Marcelo Díaz, al respaldar a Rodrigo Valdés en la polémica con Ximena Rincón, asegurando que la visión del Ejecutivo es la expresada por el jefe del equipo económico.

El dogmatismo en la política fiscal puede llevar a ampliar el ciclo económico a la baja, producto del recorte del gasto público; un segundo ajuste fiscal podría incluso acentuar el desempleo y llevarnos a un escenario recesivo, del cual hasta ahora nos hemos podido librar. El impacto de la política fiscal en el empleo debe estar en el centro de preocupación de las autoridades económicas, que debieran sopesar el dogmatismo de equilibrios macroeconómicos y más que enfocarse en las grandes embarcaciones, concentrarse en los “botes pequeños” que son los que históricamente se inundan con los cambios de marea.