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El éxito de la barbarie


Lunes 30 de mayo 2016 9:30 hrs.


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En estos días pasados la prensa mundial, digital y no digital, andaba conmocionada con el caso de una violación colectiva en una favela de Rio de Janeiro. De no haber sido por el hecho de que los propios salvajes -nada menos que 33-  decidieron dar cobertura a su “hazaña” en las redes sociales, ni nos habríamos enterado.  A fin de cuentas, Brasil es un país en el que se produce una violación cada once minutos -eso dicen las estadísticas que, por desgracia, solo son eso, y no nos pueden siquiera acercar mínimamente a lo que implica esa realidad monstruosa- y el mundo sigue girando,  ignorante de los desvelos y del dolor ajenos.

Sorprenden bastantes factores en toda esta historia -al menos a mí me sorprenden, y quiero creer que, en general, no hemos perdido ni la capacidad de sorpresa ni la de indignación-. Lo primero, que las redes sociales se han convertido en una galería de trofeos perversos, de los que se pueden jactar esos muchachos que se creyeron más hombres por violar a una menor de edad drogada, a la que le reventaron la vejiga y grabaron impúdicamente en un charco de su propia sangre. En segundo lugar, que estamos tan acostumbrados a no poder discernir dónde acaba la realidad y empieza la ficción, que a la policía del caso no le bastó con que la grabación existiera y la niña fuera atendida en un hospital de sus múltiples traumas. Además, había que probar la veracidad de las imágenes, como si los cuerpos de seguridad no estuvieran dotados para diferenciar el género gore de la brutalidad de una violación filmada en tiempo real. Es lógica una precaución cautelar antes de actuar judicialmente. Pero ese escrúpulo aplicado a los dos únicos detenidos (entre los que se encontraba el supuesto novio de la víctima), que se echaban la culpa mutuamente y que decían haber mantenido “relaciones consentidas”, apunta más bien a una forma de omertá. Total, los hechos ocurrieron en una favela y muchos de los agresores iban armados. Y en las favelas no hay ley, ya se sabe. Sus habitantes no solo están en la periferia de la megalópolis: están en la periferia de la justicia y de la dignidad. Parece como si su destino no le concerniese a nadie.

Hay otro elemento que es, si cabe, más preocupante (y hoy voy a dejar de lado una lectura más netamente feminista). De toda esa jauría jactanciosa, de esos treinta y tres hombres que creen que la hombría es destripar a una cría después de doparla, y aun suponiendo que a alguno de ellos le consintiera la penetración… ¿No ha habido uno, uno solo, que se diera cuenta de que la salvajada iba demasiado lejos? ¿No les había bastado la sangre? ¿Qué más querían? ¿Dónde querían llegar? Esta sociedad individualista, donde cada uno es emperador de su reino, ha tenido como consecuencia nefasta una insensibilidad clara hacia todo aquello que no es uno mismo. Por lo tanto, frente a la violencia infligida a terceros, no hay piedad porque no hay freno: el otro ha dejado de reflejarse en nosotros. Con ello lo hemos cosificado a niveles inhumanos -sin olvidarnos de que las mujeres han sido tradicionalmente cosificadas por los varones-. Y encima las redes sociales cumplen con su efecto mutiplicador… y siempre habrá alguien que aplaudirá la miseria y la crueldad,  y se reconocerá en ellas.

Nos han inculcado el sentido de avance en nuestra evolución humana; es decir, de algún modo, ir dejando atrás la barbarie es un síntoma de que vamos hacia adelante. Y esa es una metáfora equivocada y un trampantojo peligroso. Porque no hay camino que nos aleje de la barbarie. Está en nosotros. En el fondo de nosotros. Basta que el ecosistema emocional o material se vea amenazado para que emerja la bestia feroz que nos habita.