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La terrible realidad del desempleo sumergido

Columna de opinión por Juan Pablo Cárdenas S.
Miércoles 6 de julio 2016 8:54 hrs.


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Una encuesta reciente nos dice que más de un 40 por ciento de los trabajadores chilenos teme perder su actual empleo, al mismo tiempo que los bancos y otras entidades financieras constatan que sus clientes evitan lo más posible endeudarse ante la posibilidad de una severa desaceleración o crisis económica. Aunque es indiscutible que hay actores políticos interesados en causar temor en la población, mucho más certera que esta aviesa intención resultan el real aumento del número de desocupados y la sensación personal y familiar que todos tenemos que también crece la delincuencia asociada a pobreza y falta de oportunidades laborales.

Entre todas las cifras conque los países miden su solvencia económica y realidad social, las que determinan el número de cesantes o el trabajo precario son las más inconsistentes o, francamente, las más engañosas. Para el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) y la ley que regula su actividad, basta que una persona trabaje un par de horas a la semana para que no sea considerada como desempleada. De esta forma, nuestro mercado laboral está integrado por miles de trabajadores esporádicos o temporarios que reciben ingresos generalmente muy por debajo de ese  salario mínimo e indecente también definido por nuestra legislación.

Por otro lado, se ha observado que las cifras de desempleo solo incluyen a los chilenos que realmente están dedicados a obtener un trabajo y no consideran en sus estadísticas la existencia de un gran número de personas que ya desistió de un derecho tan esencial, ridiéndose a la desesperanza de obtener una ocupación estable y recibir un sueldo digno que al menos supere lo que a fuerza debemos gastar en movilización y colación para asistir al trabajo. A esta altura, sería absurdo negar que la criminalidad que todos los días se hace presente en las irrupciones violentas a nuestras viviendas, asaltos a cajeros automáticos y otros delitos  tiene explicación en la precariedad de los ingresos, como en la posibilidad que discurren muchos jóvenes o menores de resolver sus agudas carencias.

La Presidenta de los Supermercados de Chile, Susana Carey, acaba de advertir el cierre de 33 supermercados en los últimos meses en las zonas más conflictivas de las ciudades,  a consecuencia de la acción de delincuentes armados o turbas, como ella dice, y la imposibilidad de estos centros comerciales de financiar guardias y servicios de vigilancias para hacerles frente.

En todo esto se funda que el país se dote de estadísticas más confiables respecto de esta lacra de la cesantía que por muchas décadas manifiesta diferencias importantes entre las mediciones oficiales y las que hace, desde luego, la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, aunque la forma de procesar ambas encuestan no difieran demasiado una de la otra. Sin embargo a algunos defensores y activistas del sistema neoliberal en boga les irrita esta disonancia entre las cifras del INE y las de nuestro plantel universitario,  sugiriendo la posibilidad de poner término a las investigaciones académicas en tal sentido. Sobre todo, ahora, en que el país arriesga reconocer en su imagen internacional al menos dos dígitos de desempleo.

Las clases políticas gobernantes nunca se muestran muy dispuestas a contar con estudios serios y solventes sobre la realidad del empleo en nuestro país. Prefieren vivir en el engaño franco o en la manipulación de las estadísticas antes que reconocer la verdadera realidad económica y social de nuestra población. Sin embargo, ni así podemos evitar el estigma de habernos convertido en uno de los países más desiguales de la Tierra según esa brecha fatídica entre el ingreso de los más ricos y los más pobres, como en la comprobación de que nuestra clase media en realidad sufre carencias iguales o peores a la de los más pobres de otros países que, al menos, sostienen políticas sociales destinadas a financiar la salud y la nutrición de los indigentes.

Entre paréntesis, bochornosa ha sido en este sentido la comprobación que una funcionaria de gendarmería se haya pensionado con un monto que supera en más de doce o quince veces el salario mínimo, y casi duplica la jubilación de un comandante de las FFAA, que ya se sabe pertenece a la casta militar favorecida con un sistema previsional propio y que en nada se condice con el sistema previsional impuesto por la Dictadura a los trabajadores del país. Es decir, a las administradoras de fondos de pensiones sacralizadas por los gobiernos que siguieron al de Pinochet. En todo un escándalo agravado por el hecho de que esta privilegiada funcionaria curiosamente es la esposa de un diputado socialista y ex ministro del Trabajo que ha venido consintiendo con el Oficialismo en las  vergonzosas cifras del reajuste anual del salario mínimo.

Sería propicio que el mundo político y social no cooptado por el modelo económico desigual se movilizara para demandar la verdad de nuestra realidad laboral. Que las estadísticas oficiales dejen de ser manipuladas por los gobiernos de turno o, mejor aún, pudieran ser efectuadas por una entidad plenamente independiente de quienes estén en La Moneda o constituyan hegemonía en el Congreso Nacional. Especialmente, después de conocerse la forma en que abortó el último Censo Nacional de nuestra población, cuyos resultados cayeron (como tantas otras cosas) en el descrédito público,  a pesar de los ingentes recursos dispuestos por el Estado para cumplir con esta importante tarea decenal. Una exigencia ciudadana que, además, debiera corregir los parámetros de estas encuestas sobre empleo y desempleo, contemplando, por ejemplo, montos mínimos de ingreso para que los trabajadores puedan ser incluidos dentro de los que efectivamente pertenecen a mundo laboral. Al mismo tiempo que tener una jornada estable de trabajo, acceso a la previsión y laborar en un ambiente digno, cuando se sabe que entre los campesinos, por ejemplo, reinan verdaderos bolsones de mano de obra temporal y en condiciones extremas de inseguridad. A los cuales se vienen incorporando crecientemente aquellos emigrantes dispuestos a conseguir un empleo que ni siquiera alcance ese paupérrimo pago del salario mínimo.

En contraste con la aguda realidad de las poblaciones, barrios, ciudades y pueblos del país, lo que se aprecia es la onerosa cantidad de recursos que les asignan las autoridades (siempre de la mano de los legisladores) al incremento de policías, cuanto a su dispendioso equipamiento. Renuentes o Indolentes al hecho de que la seguridad en la mejor forma que ha demostrado consolidarse en el mundo es con la equidad económica y social, como en las políticas efectivas para fortalecer la educación igualitaria, el acceso a la salud y, por supuesto, al trabajo. Una resistencia incluso criminal en un país que tiene inmovilizados enormes recursos en la banca extranjera, cuando pudieran destinarse a actividades productivas y que paguen debidamente a sus empleados. Siempre y cuando la política, por supuesto,  se resolviera a echar abajo la Carta Magna vigente,  las absurdas prohibiciones impuestas al Estado para realizar inversiones y, desde luego, neutrañizar la acción de ese cancerbero y abyecto Tribunal Constitucional.

Cuando los inquilinos de La Moneda y el Parlamento, de paso, cesen de recibir sobornos desde las grandes empresas, velen por los intereses de toda la población y no solo por los privilegios e impunidades de quienes financian sus afanes electorales,  y hasta le dictan sus proyectos de ley.

Es terrible reconocerlo, pero las cifras escondidas del verdadero desempleo, así como la propia existencia de quienes no pueden acceder a un trabajo digno y seguro,  sirven mucho a aquellos dirigentes políticos y empresariales empeñados en perpetuarse en el poder y mantener sus granjerías y afán de lucro. Cuando saben éstos que  los desocupados generalmente se comportan como el más pasivo de los habitantes. El más dispuesto a rendirse, desgraciadamente,  a los abusos del poder político y económico.

Y hasta a resignarse a su condición.

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El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.