La descomposición política y moral de los partidos

  • 12-07-2016

La desnaturalización de la política chilena corre aparejada con la descomposición de nuestros partidos. Después de la Dictadura, dichas colectividades dejaron de ser referentes ideológicos o programáticos, pasando a constituirse solo en herramientas para encarar las competencias electorales, o en instancias manejadas por sus cúpulas para satisfacer sus apetitos personales o grupales. Incluso la UDI del extinto Jaime Guzmán Errázuriz devino en una expresión que, luego de representar fielmente la obra pinochetista, devino en una institución manejada por operadores corrumptos, varios de ellos ahora formalizados por los tribunales.

Asimismo, poco o nada queda en la Democracia Cristiana, como en los socialistas,  de aquellos sólidos idearios legados por sus fundadores y líderes. Así como sería muy difícil concebir en los comunistas que siguieran tan aferrados a las concepciones que iluminaron el llamado “socialismo real”, sistema que cayera estrepitosamente con el derrumbe de la Unión Soviética. Más allá de algunos discursos, es difícil descubrir en el Partido Radical (el más viejo de todos) que algo quede allí  de lo que postulaban los gobiernos que ofreció este partido a Chile; a no ser ese “laicismo” que profesan en general sus militantes, cuanto cierta disposición a defender e identificarse con los valores de la educación pública.

En el ejercicio de releer a Salvador Allende, a un Frei Montalva y otros, lo cierto es que resulta colosal el contraste con lo que hoy profesan sus descendientes políticos. Como enorme es la distancia que se puede descubrir, también, en lo defendido por muchos de los actuales protagonistas de la política tan solo dos o tres décadas atrás. Es decir, cuando el régimen neoliberal era abiertamente repudiado por quienes después arribaran a La Moneda para sacralizarlo, o cuando la Constitución de 1980 era tachada de ilegítima tanto en su origen como contenido. Una sentencia que hoy aparece como subversiva y contraria al llamado “estado de derecho”, con el que hacen gárgaras los actuales protagonistas de la política y juran respetar estrictamente todos los que llegan a un cargo estatal.

Al respecto, siempre se alude a la tesis con que Ricardo Lagos Escobar obtuviera el título de abogado, un texto en que fustigara la concentración económica en Chile a la cual curiosamente su gobierno contribuyera tan notablemente, después. Así como en la década de los 60 y 70, los partidarios de Radomiro Tomic se negaban a ser reconocidos como de centro y se asumían como “voluntarios de la revolución”, mientras que hoy un importante senador DC reconoce que, de seguir en alianza su partido con la “izquierda”,  ello podría llevar a militantes de su partido a preferir un candidato de la derecha en los próximos comicios presidenciales. En la actualidad,  hasta hay socialistas y falangistas que se sonrojan con su compromiso anterior con la Reforma Agraria, como con la nacionalización o chilenización del cobre y de nuestras reservas naturales. Hoy definidas como “comodities”, según las extranjeras expresiones incorporadas al lenguaje político.

Antes era muy difícil, cuanto no imposible, pensar que un “cristiano de izquierda” pudiera llegar a militar en el Opus Dei,  o que un jacobino marxista leninista de antaño (incluso habiendo sido encarcelado o exiliado por la Dictadura) hoy llegara a desempeñarse  como miembro del directorio,  asesor y lobista de los bancos más poderosos o del Consejo Minero.  Es así como vemos en plena comprobación el llamado “síndrome de Estocolmo”, que lleva a las víctimas a terminar identificándose con sus victimarios. La escritora Mónica Echeverría acaba de publicar un libro en que describe certeramente este “reciclaje” político de quienes sostuvieron ayer las más  radicales posiciones y que hoy es tan frecuente encontrarlos en las páginas sociales de El Mercurio.

El espectáculo, entonces, de los partidos políticos es patético. Las directivas nutren de derecha a izquierda sus presupuestos con donaciones de las grandes empresas y con recursos también llegados desde el extranjero que transgreden gravemente la Ley Electoral. Entrar a militar en estas colectividades es alistarse para obtener un cargo público, en ningún caso, ya, para profesar una idea o proponerse servir desinteresadamente al país, a su crecimiento, como a objetivos tan básicos como el de la “igualdad de oportunidades” para todos los habitantes de nuestro territorio.

La idea, ahora, es servirse personalmente de la militancia partidista y del consecuente cargo que se le sea asignado porquienes parten y reparten la torta política. Ello explica que la ex esposa de un diputado y dirigente socialista se haya dado maña para alcanzar una de las pensiones más millonarias al momento de jubilarse; que varios dirigentes y candidatos hayan recibido sistemáticos aportes de un empresario pinochetista tan deleznable como el propio yerno del Dictador,  en el compromiso expreso o tácito –qué duda cabe-  de no intervenir jamás sus cotos de caza o arrebatarle lo que obtuvo fraudulentamente.

Con seguridad, ahora es imposible marcar un nítido límite que separe a izquierdistas de derechistas, a cristianos de izquierda y católicos ultra conservadores. A marxistas y hedonistas; a neoliberales y socialistas renovados. De verdad, el escenario político parece estar totalmente dominado por los mismos actores del pragmatismo o, más bien,  del oportunismo. Al extremo que, hasta en materia internacional,  se han ido quedando aislados los que proclaman las ideas de la solidaridad entre los pueblos o abogan por el latinoamericanismo. Un agudo observador extranjero que quiere publicar unas crónicas referidas a nuestro país nos confidenciaba que ya no era posible, tampoco, distinguir entre los barrios, automóviles y las propias costumbres cotidianas entre los que se consideran de la Nueva Mayoría o de los partidos de la Oposición. Así como a ratos cuesta distinguir también entre las cúpulas de delincuentes de cuello y corbata y las que siguen medrando  indefinidamente en ciertos cargos sindicales y gremiales.

Vivimos una realidad, como dice el tango, convertida en una “porquería”, pero que todavía ofrece a la genuina izquierda o al progresismo la posibilidad de irrumpir en serio en la política, construir acuerdos e impedir que los mismos de siempre sigan compartiendo o alternándose en el mero disfrute del poder. No hay duda que las viejas ideas de la justicia social,  de participación ciudadana, que patrocinaban la recuperación de nuestros recursos estratégicos, una previsión y la salud igualitaria, como  la misma gratuidad de la educación,  son pendientes que podrían levantar alternativa política y movilización popular. Sobre todo cuando todavía no se logra imponer verdad y reparación respecto de los derechos humanos vulnerados por la Dictadura y ahora, con características similares de represión,  por esta larga Posdictadura. Cuando la suerte del propio Planeta y de la vida está condicionada a la obligación de impedir la extrema riqueza, redistribuir los bienes como erradicar las formas criminales de intervención en la naturaleza y nuestros frágiles ecosistemas. Arriesgándonos a todos a un gran colapso, como lo viene advirtiendo la comunidad científica internacional.

Gran oportunidad existe, entonces, para una política que se refunde en los valores de la ética y la solidaridad, cuando el mundo y la Región nos convocan, además,  a la integración y hermandad entre nuestros pueblos, a desarmar los ejércitos fratricidas y disponer de más recursos en favor de los pobres y discriminados. Objetivo que solo podrá ser atendido con una verdadera revolución en la producción y el consumo. En la paz y el respeto a los derechos políticos, sociales y culturales de todos. Llevando a cabo una verdadera revolución de nuestras conciencias y costumbres.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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