Justicia tardía en la Caravana de la Muerte

  • 10-08-2016

En marzo de este año murió Arellano Stark, jefe de la Caravana de la Muerte y uno de los grandes instigadores del golpe de Estado. Murió un genocida, en la más completa impunidad, provocando una herida que dejará cicatrices en la memoria social de Chile. Recibió una tardía condena que no cumplió, alegando demencia. Sí recibieron condenas, por los crímenes de Antofagasta, Sergio Arredondo, Pedro Espinoza y Juan Chiminelli, integrantes de la siniestra comitiva encabezada por Arellano. A Moren Brito lo salvó la muerte, mientras que Fernández Larios reside en EEUU. Este año la Corte Suprema solicitó la extradición de este último y el ministro Carroza lo encausó por el homicidio de Ronnie Moffit, secretaria del ex canciller Orlando Letelier.

A mediados del 85 el caso Caravana de la Muerte adquirió notoriedad, cuando el hijo de Arellano publicó un libro titulado “Más allá del abismo”, donde afirmaba que su padre no estaba en conocimiento de las ejecuciones perpetradas durante el viaje del helicóptero Puma. El coronel Eugenio Rivera, comandante del Regimiento de Calama a fines del 1973, desmintió categóricamente estos dichos, por medio de una carta publicada en la revista Análisis, asegurando que en Calama fueron asesinados 26 presos políticos por la comitiva de Arellano Stark. A Rivera se sumó el general (R) Joaquín Lagos Osorio, comandante en jefe de la Primera División del Ejército durante 1973. A través de Apsi desmintió la versión de Arellano Stark, quien a esas alturas negaba todo tipo de responsabilidad penal y, para colmo, manifestaba su disposición a colaborar con la justicia.

Ese mismo año, la abogada de Derechos Humanos Carmen Hertz se querella contra el general Arellano y los oficiales Marcelo Moren Brito y Armando Fernández Larios, por el homicidio calificado de su marido en el paso de la comitiva por Calama, el periodista y abogado Carlos Berger. En 10 días la justicia civil se declaró incompetente para investigar y la justicia militar aceptó la competencia, aplicando inmediatamente la Ley de Amnistía de 1978.

El 11 de septiembre de 1973 Carlos Berger hizo caso omiso del primer bando militar, que ordenó la suspensión de todos los medios proclives al gobierno de la Unidad Popular y desde su locutorio de la radio Loa siguió transmitiendo, hasta que fue tomado preso, sometido a Consejo de Guerra y condenado a dos meses de prisión. Poco antes de salir en libertad, el 19 de octubre, Carlos y otros 25 prisioneros fueron sacados de la cárcel y conducidos en una patrulla militar al lugar de su muerte, en pleno desierto de Atacama. A los familiares se les dijo que en el camino a ser interrogados en Antofagasta trataron de fugarse, lo que obligó a la fuerza militar a actuar de acuerdo al reglamento. A Carmen se le entregó un certificado de defunción y se le informó que el cuerpo sería devuelto en el plazo de un año. A fines del enero de 2014 fueron identificados restos de Carlos, para en abril ser velados en el Cementerio General.

A los cuerpos se los tragó el desierto. El mismo desierto que, con el tiempo, fue devolviendo fragmentos; un hueso roído por el paso de la arena arrastrada por el viento. El gesto político poético de exigir verdad y justicia se expresa en esas mujeres que han escarbado la pampa, en esos miles de recursos de amparo interpuestos ante la complicidad de la justicia. El agua desgasta y triza la piedra, de tanto insistir sobre el mismo punto.

Las investigaciones judiciales sobre la Caravana de la muerte hicieron posible la detención de Pinochet en Londres. En 1998 el juez Guzmán Tapia fue designado como juez a cargo de investigar varias querellas contra Pinochet, en el mismo caso. En ese contexto, el general Lagos aportó antecedentes importantes, que permitieron desaforar a Pinochet luego de su retorno a Chile, implicándolo en los crímenes de la Caravana. El año 2000 la Corte Suprema aprobó el desafuero de Pinochet y éste fue encausado. Sin embargo, la Corte de Apelaciones acogió el recurso de amparo presentado por la defensa, que argumentaba demencia senil, y dejó sin efecto el proceso. En 2001 se abrió un nuevo proceso, para finalmente ser sobreseído por temas de salud en 2002. Al igual que Arellano, muere en la impunidad.

Durante la transición a la democracia, nuestra transición sometida, negociada y vigilada por el dictador al mando del ejército; la impunidad se prolongó mediante una gama diversa de pactos de silencio. En efecto, fueron contados los ministros que se atrevieron a investigar antes de la detención de Pinochet y de su posterior desafuero. Una justicia, como dijo Aylwin en tan afamado y augurador discurso, con todas las limitaciones de la condición humana, una justicia en la medida de lo posible

Pero los pactos de silencio no son irrompibles. El primero fue Andrés Valenzuela, ex agente del Comando Conjunto, alias “Papudo”, quien se presentó ante Mónica González a fines de agosto de 1984. En entrevista con la periodista, confesó y entregó la verdad sobre detenidos desaparecidos y sobre el modus operandi de los organismos represores del Estado. Contó su verdad y desertó. Después de sus confesiones y, ayudado por la Vicaría de la Solidaridad, permaneció oculto en un monasterio cerca de Santiago. En noviembre pudo salir por el sur hacia Argentina y luego se trasladó a Francia.

¿De qué manera el accionar de la justicia irá labrando nuestro futuro político? Aquella que tardó en llegar, pero que ya no es la justicia obsecuente de la dictadura y de los primeros años de la democracia. Aquella que consiente mejores condiciones penitenciarias para los peores criminales de la humanidad. Ante esta realidad, nos quedamos con las palabras de Carmen Hertz: “La justicia es la fuente que fija la memoria de los pueblos. Y sin memoria colectiva no es posible la reconstrucción ética y política de una sociedad que experimentó en su seno el terrorismo de Estado”.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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