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El grave trastorno moral de la riqueza

Columna de opinión por Juan Pablo Cárdenas
Lunes 3 de octubre 2016 8:57 hrs.


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En una impactante entrevista que leemos en la última Revista del Sábado de El Mercurio observamos nítidamente las sórdidas condiciones económicas sociales y culturales que llevan a tantos niños y adolescentes en nuestro país a convertirse en delincuentes comunes. A quienes desde la más tierna edad no tienen más opción que seguir el destino de sus propios padres (cuando los tienen)  y que descubren en el hurto, el robo con violencia y el tráfico de drogas la mejor posibilidad de subsistencia. Seres que son discriminados desde que nacen, que muchas veces pierden la vida a temprana edad y cuyo futuro más seguro es encontrar guarida en las propias las cárceles.

Se trata de una extensa conversación con uno de estos niños que empezara delinquir a los 10 años y, ahora, a los 18, luce en su cuerpo ocho cicatrices de balas y un proyectil todavía alojado en su vientre. Uno de los pocos jóvenes de su condición que ha sido acogido por un programa de rehabilitamiento del Ministerio del Interior, mientras tantos otros como él siguen en las calles expuestos cotidianamente la muerte temprana o el presidio en cárceles que más bien parecen escuelas del delito. Enrique Troncoso se llama quien dice no estar seguro de que a esta altura pueda cambiar de rumbo cuando se duele que nunca tuvo niñez y, por cierto, oportunidad de recibir la educación mínima necesaria para desempeñarse en alguna actividad laboral decente.

Consultado si no le provocaba remordimiento asaltar a las personas y despojarla de sus bienes, Enrique Troncoso dice que, aunque una vez decidió devolverle a una ancianas lo que les había robado, en general no le causaba problema robarle a los ricos, a aquellos que podían trasladarse en vehículos costosos o de lujo,  porque si tenían “15 palos para uno, nos dice, deben tener otros 15 para comprarse otro”. Su argumento es simple: todos necesitamos comer y, para ello, personas como él simplemente no saben hacer otra cosa que delinquir para propiciarse los recursos necesarios. Situación que,, como reconoce, está empeorando en nuestro país y día a día muchos otros chicos  toman el mismo camino.

Se trata además de una entrevista que claramente demuestra la responsabilidad del Estado y de la política en las condiciones de pobreza y marginalidad en que viven millones de chilenos, cuyos hijos no alcanzan instrucción, carecen de hogar y son estigmatizados desde que dan sus primeros pasos. Niños y jóvenes que por los medios de comunicación, especialmente por la televisión, pueden apreciar la enorme riqueza y holgura de un segmento de la población, cuyos niveles de consumo son ostentados sin pudor alguno. Cuando nos enteramos, por ejemplo, que uno de los más intrépidos delincuentes de cuello y corbata recientemente huido del país había adquirido para su propio disfrute cinco o seis automóviles de lujo, además de las pomposas propiedades en que vivía e implementaba sus turbios negocios… O cuando se descubren las escandalosas colusiones de los grandes empresarios con parlamentarios y candidatos para evadir impuestos y defraudar a los consumidores chilenos.

Es decir, cuando ya es imposible disimular aquella inequidad en que apenas un uno por ciento de los más ricos percibe más de lo que alcanza un cuarto de la población nacional. Una desigualdad que ciertamente explica los crecientes niveles de inseguridad que hoy nos afectan y que, por cierto, estimula también la corrupción, no solo de los que no tienen nada o muy poco, sino de las autoridades, los propietarios de los bancos y de las isapres  o los controladores de los fondos de pensiones, de las Afp. Cuyas enormes ganancias, en este último caso, ciertamente no provienen de recaudar y administrar unicamente las cotizaciones de los trabajadores, sino de la posibilidad que la Ley les brinda de rentabilizar a través de sus propias  entidades financieras los recursos que disponen. Prestándole, como se sabe, el mismo dinero a miles y miles de chilenos que pagan intereses muchas veces por sobre el 4 por ciento para adquirir una vivienda y otros bienes de consumo. Todo esto cuando se asume el alto endeudamiento de las personas y familias  en el país que para colmo, es identificado en el mundo como uno delos más desiguales de la Tierra.

La pobreza y la miseria desde hace mucho tiempo son considerados  un grave pecado y trastorno social, sobre todo en una nación que tanto se ha ufanado de tan alto ingreso per cápita y de un crecimiento económico que por muchos años fue considerado ejemplar y hasta envidiable desde el extranjero. Pero es preciso que ahora se asuma que la riqueza extrema es también una severa transgresión ética y moral. El aliciente más fuerte, por lo demás,  de la criminalidad que hoy tantos lamentan, cuando las víctimas de la delincuencia común muchas veces son personas de clase media, que viven también con toda suerte de privaciones. Pero que, desgraciadamente, están más al alcance de quienes los asaltan y despojan en las calles como en sus propios hogares.

En contraste,  una persona que posee un automóvil de lujo y vive en una suntuosa mansión efectivamente tiene muchas más posibilidades de recuperar los bienes que les fueran arrebatados o resarcirse con los buenos seguros que tienen la posibilidad de contratar. No así los millones de chilenos que circulan generalmente en locomoción colectiva y perciben un modesto sueldo o salario, pero cuyas especies o dinero robados resultan insignificantes para los policías.

En este sentido, somos muchos los que hemos comprobado en carne propia cuando los propios carabineros o funcionarios de la PDI nos instan a no perder el tiempo en recurrir a la justicia cuando lo usurpado es inferior a los cinco o seis millones de pesos. Especies perdidas que en dinero resultan sin duda muy onerosas, sin embargo, para la inmensa mayoría de los afectados. Una actitud policial que explica, entonces, que muchos de los delitos en que se logra llegar a sus hechores, como recuperar los bienes sustraídos, son los que se producen en los barrios más pudientes y afectan, por ejemplo,  a poderosos empresarios y rostros de la televisión y la farándula.

Pero lo más grave de todo es la idea que se ha ido consolidando en cuanto a que los propios policías son, muchas veces,  los que les dan protección a los delincuentes o forman parte de las mismas bandas de asaltantes. Temor que antes no existía en Chile, pero que ahora se hace cada día más ostensible cuando con frecuencia comprobamos la presencia de estos “guardianes del orden” en asaltos a cajeros automáticos, robos de automóviles, microtráfico  y tantos otros delitos tildados curiosamente “comunes”. Porque en el afán de nuestras autoridades de enfrentar la delincuencia, sin atacar sus principales causas,  éstas no discurren más solución que elevar considerablemente el número de carabineros y dotarlos de armas represivas (o disuasivas, como las llaman), entre los cuales resulta fácil que se filtren personas poco idóneas, moralmente hablando,  para cumplir con estas funciones policiales. Sobre todo cuando se comprueba, ahora, los privilegios generales de los uniformados en materia de remuneraciones, previsión y privilegios.

Cuando muchos tenemos fresca en la memoria, todavía, el bochornoso papel cumplido por policías civiles o uniformados en los más terribles crímenes de la Dictadura. Cuando Chile miraba con orgullo su eficiencia, probidad y afán de servicio público.

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El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.