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Educación sexual para la tolerancia

Columna de opinión por Mariana Zegers
Miércoles 19 de octubre 2016 13:45 hrs.


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Los derechos sexuales y reproductivos se asientan sobre los cimientos del sistema internacional de protección de derechos humanos, los que han sido fijados en diversos instrumentos, como los pactos internacionales de primera y segunda generación, la Declaración Universal de Derechos Humanos y la Carta de las Naciones Unidas. ¿Cuáles son dichos principios fundamentales? Nos referimos a la no discriminación, por sexo, etnia, condición física, creencias políticas o religiosas. Nos referimos, del mismo modo, al ejercicio de la libertad de expresión y de credo, en la medida que cada individuo tiene el derecho a vivir su sexualidad libremente, mientras ello no signifique incurrir en algún tipo de transgresión a los derechos fundamentales de otro. Nos referimos también al estrecho vínculo entre derechos sexuales y reproductivos y acceso a salud y a educación.

El concepto de salud sexual y reproductiva, de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS), implica un estado de bienestar físico y mental respecto de la sexualidad y la reproducción. Para ello, es fundamental que toda persona pueda tener experiencias sexuales placenteras y seguras; libres de discriminación, violencia o cualquier tipo de coacción. Ello involucra el acceso a servicios de salud y educación sexual y reproductiva.

Los derechos sexuales y reproductivos abarcan una amplia gama de temas: la libertad de escoger pareja, la planificación libre de la procreación, conocer el funcionamiento del aparato reproductor, la prevención de enfermedades de transmisión sexual, el acceso a la información necesaria para vivir una sexualidad responsable, la elección de métodos de control de fertilidad seguros y asequibles, el acceso a servicios de salud apropiados para las parejas, la violencia contra la mujer y el respeto de la diversidad sexual, entre otros.

Si bien los derechos sexuales conciernen a ambos sexos, independiente del género u orientación sexual, las mujeres se encuentran en una situación de vulneración mayor, producto de la discriminación y violencia a las que han sido sometidas, en distintos grados y ámbitos, hasta el día de hoy. A este respecto, “el 18 de diciembre de 1979, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, que entró en vigor como tratado internacional el 3 de septiembre de 1981”. Expresión brutal de esta realidad es la mutilación genital femenina, práctica concentrada en África, Medio Oriente y Asia.

En Chile, el discurso social dominante sobre educación sexual todavía se encuentra íntimamente ligado a valores que emanan de los sectores más conservadores de la Iglesia Católica, que, si bien se ha manifestado más progresista en otros ámbitos, en este es de un conservadurismo obstinado. Una visión, cabría destacar, que se impone, pero que no necesariamente representa el pensamiento de la mayoría de los ciudadanos. Desde esta perspectiva, la educación sexual se encuentra limitada por la mojigatería; por un modelo cultural aún vigente, que idealiza un concepto de familia tradicional que poco se asemeja a nuestra realidad. Común es escuchar el alegato de que son los padres los que deben educar en materia de sexualidad y reproducción a sus hijos, y no los colegios y/o el Estado. Sin embargo, sabemos que en términos prácticos la comunicación familiar sobre temas sexuales es escasa y suele estar condicionada por variables normativas.

La reciente polémica generada por la entrega en establecimientos educacionales del libro 100 preguntas sobre sexualidad nos invita a preguntarnos, independiente de lo cuestionables o mejorables que puedan ser las respuestas proporcionadas por el libro, por qué habría que oponerse a la educación sexual fuera del hogar; en las escuelas y consultorios, ojalá en los medios masivos de comunicación, que tienden a entregar mensajes erróneos, objetualizando, por ejemplo, a la mujer.

La legislación chilena respecto de los derechos sexuales, pese a sus avances, es incompleta y a menudo nos envía señales equívocas, contradictorias. Aún el aborto se encuentra penado por la ley en cualquier circunstancia, aunque el Estado ha instruido no solicitar la confesión de mujeres que hayan abortado y requieran de atención médica (confidencialidad y aborto). La legislación chilena reafirma el derecho de toda persona a recibir “educación, información y orientación en materia de regulación de la fertilidad, en forma clara, comprensible, completa y, en su caso, confidencial. Del mismo modo, “los establecimientos educacionales reconocidos por el Estado deberán incluir dentro del ciclo de Enseñanza Media un programa de educación sexual, el cual, según sus principios y valores, incluya contenidos que propendan a una sexualidad responsable e informe de manera completa sobre los diversos métodos anticonceptivos existentes y autorizados, de acuerdo al proyecto educativo, convicciones y creencias que adopte e imparta cada establecimiento educacional en conjunto con los centros de padres y apoderados” (normas sobre información, orientación y prestaciones en materia de regulación de la fertilidad). Cabe preguntarse, ¿qué sucede cuando el proyecto educacional o la voluntad del centro de padres obstruye el ejercicio de este derecho a la información y educación en estas materias?

Si la sexualidad y la reproducción son temas de salud pública, es imperante que las instituciones gubernamentales se ocupen de educar, de proporcionar un acceso equitativo a la salud y a la información, de promover el respeto de estos derechos. En este sentido, destacamos la labor de ONG’ s y otras organizaciones, como Miles Chile y la Sociedad de Obstetricia y Ginecología Infantil y Adolescente (SOGIA).

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.