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El “New Deal” de Trump y su impacto político-económico

Como resultado de la victoria de Trump, los mercados secundarios de deuda estadounidense a 10 años -principal referente de este mercado- sufrieron un fuerte retroceso, llevando su cotización a niveles de 1991, tanto por las perspectivas de mayor inflación, resultado de las anteriores y eventuales nuevas emisiones, como por su impacto en la sustentabilidad de las cuentas públicas, dado el enorme endeudamiento de EE.UU.

Roberto Meza

  Lunes 28 de noviembre 2016 15:50 hrs. 
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Como hemos sido testigos, inmediatamente tras la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de los EE.UU., los mercados tuvieron una fuerte arritmia, similar a lo que ocurriera con el Brexit. Sin embargo, pasados los primeros días, éstos le han dado una particular bienvenida, no obstante las recientes autorizaciones de las Comisiones Electorales de Wisconsin, Pensilvana y Michigan para que se revisen las votaciones que dieron al empresario más de 40 votos estaduales -con leves diferencias en el sufragio popular- y que de comprobarse “anomalías”, pudieran variar dramáticamente el resultado y provocar nuevos sobresaltos en una democracia indirecta en la que la ganadora en el voto popular, resultó finalmente derrotada, dado el sistema electoral del país.

Pero esta positiva recepción posterior de los centros bursátiles y el consiguiente fortalecimiento del dólar, tradicionales índices de la llamada renta variable, no parecen reflejan con integridad el verdadero estado de ánimo económico de la Unión. Como se sabe, en renta fija, el indicador por excelencia es el mercado de los bonos soberanos, cuyo comportamiento puede ser más significativo que el de las bolsas y monedas, puesto que, al ser papeles de deuda emitidos por los Estados, son un mejor barómetro de las visiones político-económicas de los inversionistas de un país. El mercado de renta fija opera con uno “primario”, en el que el Estado emite deuda directa a distintos plazos que suelen ir desde una letra a seis meses, a un bono a treinta años o más; y uno “secundario” el que, dado que ciertos plazos son muy largos y un inversor pudiera querer recuperar su dinero en menor tiempo, concurre a dichos mercados para hacer líquido ese papel.

En los mercados secundarios los inversores negocian la compra-venta de deuda del Estado que ya ha sido emitida, aportando así liquidez a la economía. Pero éste es también una relevante referencia respecto de cómo se está valorando la deuda estatal y sus expectativas, en lo que influye directamente la política del Gobierno de turno. Como resultado de la victoria de Trump, los mercados secundarios de deuda estadounidense a 10 años -principal referente de este mercado- sufrieron un fuerte retroceso, llevando su cotización a niveles de 1991, tanto por las perspectivas de mayor inflación, resultado de las anteriores y eventuales nuevas emisiones, como por su impacto en la sustentabilidad de las cuentas públicas, dado el enorme endeudamiento de EE.UU.

Estas variables son un explosivo mix, pues suponen un incremento de la rentabilidad de los bonos, o, lo que es lo mismo, una baja de precios de los mismos, dado que, en una deuda, renta y valor del papel se mueven en sentido contrario. Y como se sabe, el débito norteamericano se ubica actualmente en niveles records de 19 millones de millones, es decir, 110% del PIB, guarismo clave para las alertas de operación, puesto que se estima que 100% de deuda respecto del Producto Interno, es el umbral en el que la deuda puede tornarse insostenible e irrecuperable. Es decir, el efecto multiplicador de un alza de las rentabilidades de los papeles de deuda, junto con un alto endeudamiento, puede ser ruinoso, porque el aumento ya no depende del control de los bancos centrales, en este caso la FED, y se produce por factores de puro mercado que escapan a decisiones de la autoridad, respondiendo más bien a las expectativas sobre como irá la economía y la deuda.

A mayor abundamiento, la amplia y extensa tenencia actual de bonos hace que una pérdida de valor de los mismos tenga impacto sobre otros mercados altamente sobrevalorados como efecto de la liquidez inyectada al sistema por los Quantitative Easing (QE), emisiones monetarias que llevaron a varios títulos de deuda soberanos a rentabilidades negativas, lo que implica que, quien invirtió recursos en dichos bonos, tendrá pérdidas al vencimiento, recibiendo menos dinero del que invirtió. Que los mercados bursátiles hayan brindado una calurosa acogida a Trump, aupando al Dow Jones a niveles récord, no es pues, sorpresa, no obstante que, si la burbuja de bonos llegara a estallar, las bolsas y sus actuales valoraciones, también tendrían un ajuste traumático.

Para mayor alerta, el rendimiento de los bonos del Tesoro norteamericano en los últimos días ha seguido subiendo y los instrumentos a 10 años escalaron recientemente a 2,26%, revirtiendo el promedio anual, pues, hace cuatro meses, estos bonos estaban en su nivel más bajo del que hay registro, con una tasa de 1,3%, lo que demuestra que los ahorrantes creen que, sumada una mayor inflación, que arrastrará a un alza de tasas, los bonos perderán su atractivo.

En dicho marco y en una suerte de retorno al keynesianismo, algunos expertos, no obstante, creen que “un poco más de inflación es necesaria para salir de la crisis”, puesto que, de un lado, la inflación ayuda a que la deuda pública se reduzca y, por otro, las diferencias de IPC entre países permiten que los más afectados por la crisis ganen en competitividad. Asimismo, algo de inflación hace que las políticas monetarias puedan volver a ser más ortodoxas, dado que los tipos están en su piso y hasta negativos, generando acumulación de dinero en cajas de seguridad, en lugar de los bancos.

De hecho, la banca nacional ya parece observar ciertas señales de esta conducta mundial, luego que un reciente análisis de sus resultados a septiembre, realizado por ICR Clasificadora de Riesgo, mostrara que los índices de rentabilidad de estas entidades presentaron una caída en doce meses desde 15,24% a un 12,91%, básicamente explicadas por las menores tasas, bajos niveles de inversión y de actividad económica.

De allí que gestores de fondos como Bridgewater, el grupo de inversiones más grande del mundo, con unos US$ 150 mil millones bajo administración, estimen que el actual escenario preanuncia un ciclo de mayor y más agresivo gasto gubernamental, con más crecimiento, pero con una inflación acelerada -que se sabe cuando parte, pero no cuando termina- que dejará en el pasado los discursos de austeridad en las grandes economías. La nueva estrategia impulsará el precio de los commodities, entre ellos el cobre, tal como por lo demás hemos estado viendo en la última semana.

Una primera señal dura en la nueva dirección vendrá el próximo 13-14 de diciembre, cuando la FED celebre su última reunión de política monetaria y respecto de la cual una enorme mayoría de los agentes financieros prevé que decidirá un alza de entre 0,5% y 0,7%, la segunda en 10 años. Un alza de tasas de la FED, impulsará a otros bancos centrales del mundo a seguir esa dirección, generando una colisión entre políticas monetarias y fiscales. Tales expectativas ya han sido recogidas y bancos centrales, como el de Turquía, ya se adelantó a la FED, anunciando su primer alza de tasas en tres años (0,5% y 0,25%), decisión que también adoptó México, tras su fuerte devaluación del peso por efecto Trump, llevándola a 5,25%, su nivel más alto desde 2009.

Como contrapartida, tanto la victoria del Brexit, como la victoria Trump, así como el avance de partidos de derecha extrema en Europa, favorecen, políticamente, mayor gasto fiscal, pues, mientras Gran Bretaña anuncia más endeudamiento para hacer frente a su salida de la UE, Trump ha prometido invertir en un mega plan de infraestructura, al tiempo que los partidos  de ultra derecha promueven mayor presencia del Estado en la economía.

Aprovechando las aún bajas tasas, la economista jefa de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), Catherine Mann, ha declarado que los países desarrollados tienen una oportunidad de reimpulsar el crecimiento a través del estímulo fiscal mediante más deuda, antes que aquella se haga más onerosa. Paradojalmente, este llamado a políticas fiscales más estimulantes ya había sido sugerido por el FMI, quien reconoció que las tasas de interés históricamente bajas no han logrado reactivar el crecimiento en el mundo desarrollado.

El endeudamiento, el choque entre políticas monetarias ortodoxas y fiscales expansivas, la baja actividad económica y comercial mundial no ha pasado inadvertida para naciones emergentes y, sea porque los precios han caído, o porque ciertos mercados se han consolidado, en octubre pasado las operaciones de fusiones y adquisiciones (M&A) en América Latina tuvieron un aumento de 19% en número de operaciones respecto a igual periodo en 2015. Estas decisiones de ajuste las encabezaron Brasil, Argentina y Chile, este último con 180 operaciones y un alza del 214% en el capital movilizado a lo largo del año, desplazando así a Argentina en el ranking y mostrando los efectos del alto endeudamiento privado en el país, que como se ha informado, está en poco más de US$ 100 mil millones, por lo que una suba de 0,5% en la tasa, implica un gasto mayor financiero de unos US$ 500 millones.

Así las cosas, y a pesar de las recomendaciones de la OCDE o el FMI, las condiciones económicas en Chile parecen no recomendar ni mayor gasto público, ni baja de tasas, a la espera que mejores ingresos, por el alza del cobre por “efecto Trump” o el aprobado mega programa ferrocarrilero en China, recupere las arcas de un Estado que no sólo sufrirá las consecuencias de un alza de tasas en EE.UU., sino que ya ha sobreejecutado el Presupuesto 2016, en medio de las profundas tensiones sociales por mayor participación en la torta nacional de los sectores medios y bajos.

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