La Navidad es una de las fiestas populares más alegres de la historia de Chile. Sus raíces culturales tienen que ver con su arraigo en el campo, en la tierra de Chile, el espacio de todos que ha nutrido nuestra identidad primigenia desde antes de la llegada de los españoles. La fiesta de Navidad tiene su ubicación en el calendario cristiano y solar en el solsticio de verano de nuestro hemisferio sur, y por tanto se celebra en el contexto del renacimiento de la naturaleza. De ahí la importancia histórica de los ‘nacimientos’, o retablos de Navidad, con los regalos campesinos de frutas y legumbres al Niño Dios. Ese fue el componente popular y mestizo a la fiesta, el que también tiene que ver con las comidas y bebidas típicas, como el gran ‘cola de mono’, que en Valparaíso, sin embargo, se toma todo el año.
En el siglo XX comenzó una ‘nortificación’ de esta fiesta, y así los elementos tradicionales del hemisferio sur pasaron a pérdida. Esto fue tan evidente que hasta El Mercurio de Santiago lo comprobó en 1940: “Los nacimientos, los viejos retablos de Navidad, van desapareciendo […]. El retablo era el espectáculo de cada caserío, el altar, la decoración y la apoteosis de la Nochebuena […]. Había en torno del retablo una fuerte fragancia a duraznos, a toronjil, a claveles, a hierbas de todos los campos. La adoración de los pastores se realizaba otra vez. De todos los alrededores iba gente humilde a llevar su homenaje de frutas y de flores […]. Nuestras manos rendidas y angustiadas no tienen alegría suficiente […], no tienen inocencia para dejar una brazada de albahacas a los pies del Niño Jesús.”(El Mercurio, Santiago de Chile, 25.12.1940).
La ‘nortificación’ de la Navidad, mundo al revés impuesto por un hemisferio mandón y tristón, hizo perder la inocencia del pesebre popular. Acentuó el intercambio febril de objetos, los regalos de Navidad, que complace al espíritu mercantil. Este año los empresarios chilenos, en un rapto de ingenio machista, regalaron para la cena de navidad a un ministro de la presidenta una mujer inflable de plástico. ¿Colmo del sinsentido cristiano? ¿Desprecio por la Santa María de Nazaret, la del Magnificat?
La presencia del ‘viejo’ de Pascua, contrapunto de la parición, aparición del Niño Dios, tampoco lo hace mejor. A este ‘viejo’ pascuero, abrigado de más, se le pueden pedir Relato de un náufrago, incluso armas de fuego, cosa que contraviene el espíritu de paz que cantaron en Nochebuena los ángeles en Belén.
Los ‘árboles’ de Navidad, si bien traídos desde el norte sajón, desde inicios del siglo XX, se avienen en parte con la condición terrestre elemental de la fiesta, que celebra la llegada de Dios a la tierra, con todos sus frutos y su reino vegetal, y su reino animal: no olvidemos a los animales del pesebre. El árbol conserva la magia de lo natural, que fue lo bendecido por el Dios que se hizo tierra y mujer, en Santa María de Nazaret y en los campos de Palestina.
Ante los esfuerzos ‘nortificadores’, desencantados, desencantadores, maliciosos, visibles desde mediados del siglo XX, Gabriela Mistral nos dejó en 1948 un recado de Navidad, un verdadero regalo de Navidad, que nos revive la inocencia del sentido histórico y teológico de la fiesta popular: “El Nacimiento de Nuestro Señor ocurre en una ciudad pequeña, pero no en una casa –que todas se le negaron-, sino en establo arrabalero. Así Cristo echa el primer respiro cerca de majadas y entre los animales […]. (A las gentes de la Razón con mayúscula, el cuadro les revuelve el seso. Pero todo en el Evangelio resulta una reversión del ‘Orden’ y de la vieja Ley que va a caer a pedazos).” (Gabriela Mistral, Recado de Navidad, Veracruz, México, 24 de diciembre de 1948). Desde la época de los españoles la celebración popular incluyó los versos o villancicos de Navidad, tradición cómica y religiosa que año a año debe inventar, reinventar la maravilla del Dios hecho humanidad y terrenalidad. Expresar la verdadera alegría que nace de la vida graciosa de Dios para todo el pueblo. “Les anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lucas 2, 10-11).
Para la Pascua de 1983, hace treinta y tres años, tiempos de dictadura y de protesta popular, tiempo de los Herodes y de los pastores, Nicanor Parra compuso unas iluminadas coplas de Navidad, vigentes más que nunca, ¿por qué no? este año: “Al cielo le doy las gracias / y al niño Jesús le pido / que vuelva la democracia / abajo la aristocracia / […] / en este hermoso país / ha muerto la luz del día / ha muerto la poesía / Ahora o nunca Señora / la cosa no tiene nombre / debemos cambiar al hombre” (Coplas de Navidad (antivillancico), 1983).