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Crónica| Santuario del Picaflor y la preservación de un símbolo ariqueño

El colibrí de Arica es el ave más pequeña de Chile. Un ejemplar diminuto que logra alrededor de 55 aleteos por segundo, produciendo la sacudida del cuerpo más rápida entre vertebrados. Ante la amenaza de convertirse en una especie en extinción, el santuario se instala como un refugio preocupado por alimentar y mantener el ciclo natural de este pájaro.

Yasna Mussa

  Viernes 30 de diciembre 2016 11:33 hrs. 
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(Audio crónica)

A 14 kilómetros de Arica, en el valle de Azapa, conocido por sus olivos cargados de aceitunas carnosas, se encuentra un santuario. No se trata de un templo donde se realice un peregrinaje religioso, sino de un espacio donde se protege a la más diminuta de las aves que existen en nuestro país: el colibrí.

Aunque en este oasis rodeado de cerros áridos se aprecia una variada flora y fauna, el colibrí o también llamado picaflor de Arica, ha sufrido las consecuencias de la intervención humana, y el exceso de pesticidas y venenos que han terminado con la cadena natural que hacía posible su ecosistema y, por lo tanto, su especie.

Preocupada por esta situación y observando los cambios en su entorno, María Teresa Madrid, lugareña autodidacta, comenzó hace 33 años a construir lo que hoy se conoce como el Santuario del Picaflor, un espacio más bien oculto, entre caminos de tierra y al que se llega por dato, sin letreros.

“El colibrí de Arica es el más pequeño de Chile. Mide 5,7 centímetros, y viene siendo la segunda ave más pequeña del mundo, porque la primera es el colibrí abeja que mide 5 centímetros. De ahí va todo subiendo en escala”, dice María Teresa Madrid, cuando se le pregunta cuál fue su motivación. Y continúa explicando que esta especie  “se da en Azapa, Camarones, Caleta Vitor y Chaca. En esas partes está. Pero ahí también llegó el ser humano entonces es muy poco lo que hay. Entonces rescatar, por último, los otros dos que quedan que es el del Norte y el de Cora”.

Madrid ha invertido toda su energía y dinero en este espacio en donde el tiempo parece detenerse y donde los animales e insectos son los dueños de casa. El sonido de las hojas, la luz que se cuela en la frondosa vegetación, el cantar de los pájaros, los nidos que cuelgan de las ramas, y los insectos y lagartos que habitan en los troncos invitan a olvidar el ruido y ritmo de la ciudad.

Sin presupuesto externo ni ayudas gubernamentales, María Teresa Madrid, ha preferido que el santuario se mantenga como un secreto, como un lugar místico al que se llega por instrucciones que dan los lugareños, para que sólo lo encuentren quienes se interesan en apreciar la naturaleza y respeten el resultado de años de preservación.

Madrid dice que la masificación puede significar la muerte de este proyecto que pone en primer lugar el patrimonio natural de Arica. Dice, también, que desde el insecto más pequeño hasta el árbol más grande cumplen una función en esta cadena, donde todas las especies se necesitan. Algo que el ser humano aún no entiende.

“Como ellos se alimentan de insectos, tienes que tener variedad de plantas para que los insectos se puedan ir alimentando, pero a su vez también te van llegando variedades de pájaros. Después tenemos a las libélulas que también comen insectos y así va la cadena. Y mientras más insectos, mejor polinización en los árboles. Vas a tener mejor fruto. Ahora, el ser humano tiene que darse cuenta que los árboles no dan la misma cantidad de fruta todos los años, pero si le echamos hormonas todos los años lo vamos a cargar, vamos a envejecer el árbol, se va a enfermar y va a morir”, advierte Madrid.

Ingresar al santuario tiene apenas un costo de mil pesos. Un aporte mínimo para su mantención. Aunque la mayoría de los visitantes llegan motivados por conocer a los colibríes, lo cierto es al ingresar se encuentran con una variada y colorida vegetación que contrasta con los tonos terrosos del entorno. En el rescate de la flora también se encuentra una invitación a descubrir otras dimensiones que ofrece el patrimonio de esta ciudad, que limita con Bolivia y Perú, y donde el cruce de culturas es tan natural como histórico.

“Las achiras antes se consumían. La raíz se consumía en tiempos preHispánicos y ahora la gente no sabe eso. O sea, se podría incluso hacer un rescate culinario de plantas silvestres que se podrían empezar a cultivar o a comer, simplemente. Pero además, son muy bonitas las achiras, tiene flores de distintos colores y ella (Madrid)  sabe mezclar con otras flores endémicas: cactus, olivos y otros tipos de árboles. Y claro, el colibrí siempre ha sido, yo creo que todos los ariqueños lo podrían nombrar, como un ave representativa de la ciudad. Sobre todo, porque tenemos esta especie que es única de acá, además de las otras dos especies que existen”, explica Paula Ugalde, arqueóloga ariqueña.

Conexión con la tierra

A María Teresa Madrid y sus 5 hermanos, su padre les enseñó a conectarse con la tierra. En los años ‘60 el valle era capaz de proveer todo lo necesario para alimentarse y regar las plantaciones. Desde ese entonces, Madrid aprendió a tener una relación diferente con su entorno. A respetar los tiempos y comer lo justo y necesario. Jamás, bajo ningún pretexto, desperdiciar la comida y desaprovechar los recursos naturales.

Por eso, Madrid desarrolló desde temprana juventud un interés particular por el medio ambiente. En particular por los colibríes. Es tal su cercanía e interés, que dice que con los años ha aprendido de sus ciclos. Que en verano, con el calor imperdonable del Norte grande, apenas aparecen unos 20 a picar el néctar de las flores coloridas y alegres. Que casi todos se encuentran descansando en la precordillera. Que la mayoría aparece en invierno y pueden ser unas 150 o 200 avecillas revoloteando tan rápido que desafían al ojo humano. Que la reconocen y se comunican.

“Conoce tu timbre de voz. Cuando ellos están con los huevitos, tú todos los días tienes que recorrer y vas conversando, y los polluelos que se van desarrollando dentro del huevo escuchan tu timbre de voz. Es como el canto de los colibrí, como que lo asemejan, entonces te ven y no arrancan. Después como el huevo siguen creciendo y siguen escuchando tu timbre de voz y un silbido que tú le haces. Ahí está contestando uno. Ese es un macho”, dice Madrid, en medio del canto de un picaflor.

A media hora de Arica, el santuario se instala en una ruta más amplia que incluye el Museo Arqueológico San Miguel de Azapa, viveros y tiendas con productos gastronómicos gourmet con materias primas típicas del valle. Allí,  quizás el menos conocido y publicitado panorama local,  plantea un desafío: valorar el legado histórico y reinstalar la tradición como parte de la lucha por conservar su riqueza.

“El valle de Azapa además tiene que la historia se va imbricando con el pasaje, ¿cierto?. Por ejemplo, las migraciones trajeron a ciertos africanos como esclavos y mucho antes, todas las migraciones que ocurrieron desde el núcleo andino. Todo eso tenía que ver con el paisaje y con cambios en el paisaje. Por ejemplo, cómo estas personas aprendieron a cultivar en el desierto. Porque muchos se fijan en que los cultivos surgieron o bien, en los Andes centrales, o en las zonas tropicales o en México. Pero claro, a lo mejor los cultivos llegaron ya hechos acá, pero la gente tuvo que aprender a cultivarlos en el desierto. Entonces cómo uno trata los valles, como uno los va trabajando, también es parte de la historia y se va mezclando ahí con la naturaleza”, concluye Ugalde.

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