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Los partidos políticos y la “razón” actual de sus militantes

Columna de opinión por Juan Pablo Cárdenas S.
Lunes 10 de abril 2017 9:01 hrs.


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Hasta hace tres o cuatro décadas, la militancia en un partido político era una condición muy relevante en nuestras vidas. Como se ha recordado tantas veces, negarse a formar parte de una colectividad hasta era visto como algo sospechoso, o como una muestra flagrante de desinterés por lo público y el destino de nuestro país.

Incluso para los periodistas resultaba fundamental “tener partido”, aunque  muchos comunicadores optaban en algún momento por su plena independencia para ejercer mejor su labor y liberarse de las consabidas presiones partidarias. Lo que no significaba, en ningún caso, que archivaran sus ideas, se acomodaran a las circunstancias o la “necesidad” de trabajar. Excusa como con la que algunos colegas hasta hoy explican su sometimiento a la censura y a otros despropósitos que ejercieron y siguen practicando algunos medios informativos.

Cuando hoy en un aula universitaria, por ejemplo, se les pregunta a los estudiantes cuántos de ellos están militando en la actualidad, lo más probable es que solo una ínfima proporción lo reconozca y lo declare con prestancia. Sin perjuicio de que ahora, los jóvenes tienen otras múltiples y mejores causas en las cuales enrolarse. Lo que indudablemente es encomiable y alentador.

Incluso en la década de los 60 y 70 lo habitual era que antes de obtener su militancia, los adolescentes hicieran cursos de adoctrinamiento o cumplieran un tiempo al servicio de los partidos, previo a recibir el carnet de lo acreditaba para ejercer los derechos y las obligaciones de su decisión y público compromiso.

En efecto, militar en un partido era asumido como un verdadero apostolado, así como ser sancionado posteriormente por los tribunales de disciplina de los mismos era visto como un estigma de por vida.  Con la denominación de “traidor” se tildaba implacablemente a quienes abandonaban o cambiaban de tienda política, aunque tan decisión viniera a revertir un acto decidido apenas a los 14 o 15 años de edad, cuando todavía no se tiene mucho criterio para definir adscripciones y compromisos para  siempre.

El entorno familiar, por supuesto, dependía mucho de la militancia que adoptáramos y lo propio era que el partido de nuestros padres o abuelos fuera también el nuestro. Esto explica que con las rupturas de algunas colectividades fueran además los propios hogares los que se convulsionaban o dividían inexorablemente. De allí que a nuestros sucesivos quiebres políticos deba asignársele tanta responsabilidad, por supuesto, en lo sucedido a partir de aquel 11 de septiembre de 1973, cuando se evidenciaba la profunda grieta que afectaba a la “familia” chilena.

Hasta entonces, lo propio era que los partidos muchas veces definieran y condicionaran nuestras conductas, incluso las del ámbito privado. Por aquel “amor al partido”, o por su ejemplar consecuencia política, miles de jóvenes fueron ajusticiados, torturados o exiliados, salvando los que pudieron guarecerse o escapar oportunamente al extranjero, desde donde seguían contribuyendo a las acciones impulsadas “en el interior” del país. Cuestión que, incluso, reclutara a muchos en la lucha armada para combatir a la Dictadura y hacer propicio el retorno de no pocos de los que ahora se enseñorean en el Gobierno, en el Parlamento y las diversas reparticiones públicas.

La militancia también explica que muchos chilenos hayan regresado del exilio, abandonando la posibilidad de llevar una vida exitosa en las diversas naciones que les brindaron asilo. Que se separaran de sus familias o las arrastraran ingenuamente a Chile a sufrir las inclemencias de una transición a la democracia ciertamente frustrante, traicionada o crónicamente postergada.

Desde la fundación del PPD, un partido “instrumental (como se lo definió) para poder participar en las primeras elecciones consentidas por Pinochet, lo cierto es que todas las militancias pasaron a ser operativas, más que ideológicas. Los mismos partidarios del Golpe tuvieron que discurrir organizaciones para seguir defendiendo sus intereses, soslayando, así, su autoría intelectual y material de los crímenes del Régimen Militar que alentaron y formaron parte.

De esta forma es que hoy en el Partido Socialista, por ejemplo, tenemos a estatistas y neoliberales, así como en la Democracia Cristiana son pocos los que recuerdan el objetivo de la “unidad política y social del pueblo” y de la “revolución en libertad”. Cuanto que entre los propios comunistas ya no se oye eso de la “dictadura del proletariado”, en un país en que, por lo demás, deben ser muy pocos los trabajadores que se asuman en tal condición, cuando el propio Pinochet dictaminara que entre los trabajadores solo habría empleados y no obreros.

Atónitos nos deja, además, que desde los sectores más rebeldes y vanguardistas de la política haya quienes aseguran que ya no se trata de ser de izquierda o de derecha, sonrojándose algunos respecto de lo que sucede en Cuba, Bolivia, Ecuador, Venezuela y otras naciones latinoamericanas. Ni la vieja causa del antiimperialismo es asumida, ya,  como bandera por los partidos. Ni siquiera cuando a la presidencia de los Estados Unidos ha arribado un desquiciado que tiene en peligro a toda la humanidad y la vida misma del Planeta.

En la inmensa mayoría de los casos, estamos ciertos que militar representa una oportunidad laboral o un instrumento casi forzoso para hacer carrera política. De esta forma, es que, en vez de correligionarios, lo que más se aprecia actualmente en los partidos son los “operadores políticos”, a la sombra siempre de estas colectividades, de sus cúpulas y caudillos. De allí que haya partidos que prefieran a los abanderados de otras colectividades, a los independientes y hasta a los personajes de la llamada farándula, en su afán de continuar o acceder a La Moneda,  el Poder Legislativo y los municipios del país.

Ello también explica que otros se hayan dividido públicamente entre uno u otro presidenciable, cuando en el pasado no había referente que no exhibiera varios y sólidos líderes, obligados éstos a mostrar sus propósitos, solvencia moral y carisma para imponerse al interior de sus colectividades, para apelar posteriormente al respaldo ciudadano.  Ello, cuando las elecciones generales eran precedidas por los programas de gobierno y la ideología que marcaría el desempeño de quienes resultaran elegidos democráticamente. Lo que llevó a Allende, por ejemplo, a disputar su candidatura en cada una de las colectividades que lo apoyaron, así como tres veces a encarar su postulación ante los ciudadanos sin tranzar en nada sus convicciones. Lo mismo que llevara al propio Eduardo Frei Montalva a proclamar que “ni por un millón de votos de la derecha iba a cambiar una coma de su programa presidencial”, forzando el apoyo de ésta como un “mal menor ante la amenaza marxista”.

Los periodistas podemos comprobar cómo los enemigos de tal o cual dirigente están sobre todo en sus propios partidos, más que en las instituciones adversarias. Así como del propio gabinete presidencial y de los ministerios salen las mejores primicias informativas en esta destemplada competencia por agarrar el “cupo” y la influencia del vecino. Lo mismo que explica, por lo demás,  que la clase empresarial ya no tenga partidos adláteres como antes, y cuente con la posibilidad de sobornar de derecha a izquierda para conseguir sus objetivos. Lo que nos señala, de paso, cómo el dinero ha desplazado a las ideas en las competencias políticas y que la corrupción hoy asole prácticamente a todas las instituciones públicas y privadas del país.

Desgraciadamente, la esperanza de que nuestra política se limpie, asuma ideales y prácticas éticas solo parece estar radicada en los movimientos sociales, en las demandas ciudadanas y las protestas callejeras. Sin embargo, sabemos que esto no basta y que es necesario tener instrumentos político ideológicos en la consecución de un Chile justo, democrático, independiente y con dignidad dentro del contexto mundial. Pero lo que se avizora en la próxima contienda electoral parece, hasta ahora, ser más de lo mismo de toda la posdictadura. Es decir, políticos que se repiten o se renuevan tenuemente en sus cargos;  referentes electorales sin alma o consenso mínimo; partidos que se desgañitan en cumplir con las modestas cifras de militantes que la Ley Electoral les exige para seguir con “vida”. Instrumental, por supuesto. En un proceso de recolección de firmas ciertamente marcado por el marketing político o el encanto personal de algunos candidatos, más que por las ideologías y propuestas de los partidos.

Con una lluvia, también, de pretensiosos postulantes para llegar a La Moneda y al Parlamento. En una dispersión que, en la izquierda, se hace claramente cómplice en cuanto a servir el triunfo de los mismos de siempre, de los que cuentan con más nutridas cajas electorales y gozan de alta exhibición en los medios de comunicación.

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El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.