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“Frantz”, un foco en la intimidad de la nostalgia

En efecto, los fotogramas de Frantz (2016) exhiben una llamativa peculiaridad: el blanco y el negro prevalece a lo largo de la cinta, cediendo al resto de los colores, sólo en singulares y contadas ocasiones, y especialmente cuando los personajes principales se encuentran a segundos de confrontar una respuesta a sus interrogantes existenciales.

Enrique Morales

  Miércoles 7 de junio 2017 15:58 hrs. 
Frantz 1

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“No obstante, allí, en el reducido recinto consagrado a los muertos familiares, en el corazón de aquellas tumbas a las que no olvidaban bajar, junto con los muertos, muchas de las cosas que hacían bella y deseable la vida, en aquel rincón de mundo defendido, resguardado, privilegiado, al menos allí (y su pensamiento, su locución, estaban presentes aún, veinticinco siglos después, en torno a los túmulos cónicos, cubiertos de hierbas silvestres) nada podía cambiar nunca”. Giorgio Bassani, en El jardín de los Finzi-Contini.

François Ozon es uno de los mayores y tal vez más importantes cineastas franceses de la actualidad. Su trayectoria creativa respalda este juicio de valor que a simple vista pudiese parecer gratuito y hasta engañoso: títulos como Gotas de agua sobre piedras calientes (2000), 8 mujeres (2002), La piscina (2003), Joven y bonita (2013), y ahora el largometraje de ficción que nos atañe, relatan su persistencia en proyectar ciertas temáticas argumentales, y demuestran, también, la sapiencia de una cámara que crece en sus ambiciones de representación, con cada filme que graba.

Situaciones y características que se verifican con sus reiteradas propuestas estéticas, en los desplazamientos visuales de ese lente que le pertenece, y en los acompañamientos y en el protagonismo, que le caben a los elementos de audio y de sonido, al analizar el global de sus obras recientes.

En efecto, los fotogramas de Frantz (2016) exhiben una llamativa peculiaridad: el blanco y el negro prevalece a lo largo de la cinta, cediendo al resto de los colores, sólo en singulares y contadas ocasiones, y especialmente cuando los personajes principales se encuentran a segundos de confrontar una respuesta a sus interrogantes existenciales, o bien porque se hayan a un instante de alcanzar la intensidad mental y espiritual (en la sensibilidad) de sus comportamientos y aspiraciones afectivas.

Los meses posteriores al desenlace de la Primera Guerra Mundial es el escenario de la historia ficticia (la adaptación de una pieza de teatro del dramaturgo galo Maurice Rostand), que compromete a Adrien y a Anna, interpretados con notas altas de gestualidad corporal, psicológica y de dominio y desdoblamiento de situaciones propias de la trama, por los actores Pierre Niney y Paula Beer, respectivamente. El lente de Ozon se concentra sobre una alternativa literaria, capaz de expresarse en imágenes vivificadas por los personajes: encima de la noción e idea de que resulta posible modificar el pasado, cambiar lo irremediable, construir en base a hipótesis y nociones vagas, la opción y la ventana de transformar hechos consumados sobre el horizonte de una satisfacción y redención futuras.

Situados en pequeñas ciudades de las provincias alemanas y francesas, la puesta en escena del décimo octavo largometraje de ficción del realizador parisino, genera la simbiosis ambiental en donde confluyen los motivos ecuménicos y transversales del arte (aquí contenidos por la música, la poesía, y la literatura), la vida (entendida en cuanto fenómeno inexplicable y maravilloso) y la piedad, concepto que definiría la capacidad de catalizar los sucesos que circundan, agreden, e influyen determinantemente en la trayectoria diegética (inventada) del elenco.

Tímido y atormentado, la biografía de Adrien (Niney) ha sufrido un punto de quiebre, de inflexión, luego de su experiencia en la Gran Guerra. Vacila ante el amor, y el dolor y los recuerdos le acechan y le nublan sin piedad los pensamientos. Guión y foco se enlazan con el propósito de mostrar esa intimidad de la nostalgia, encuadrada en paisajes de montañas germanas, lagos ocultos entre los cerros, y viajes en tren por la Europa destruida, que también representan una manera de simbolizar las fluctuaciones emocionales, trascendentes, y cotidianas de los personajes.

Una estética audiovisual que se plantea la pregunta en torno a las verdaderas razones que se poseen gracias al sólo acto de vivir. Y se escuchan un violín y las teclas de un piano, con una banda sonora (a cargo del compositor Philippe Rombi) que cumple el rol de estimular, recrear y hacer oído de las ilusiones románticas, además de sonorizar la espera, de Adrien y de Anna, la pareja estelar: una conversación junto al agua, caminatas por calles empedradas, confesiones en la noche, que el blanco y el negro tiñen de esperanzas, de melancolía, de la alegre tristeza de una promesa para ambos.

Algunos rasgos plásticos y temáticos de Frantz recuerdan al cine del sueco Ingmar Bergman, especialmente la consulta reiterada por el sentido de la existencia, la caída y la incapacidad del universo religioso que se testifican, en el objetivo de explicar la desolación de los caracteres principales, y un razonamiento válido para expurgar los sentimientos de culpa de Adrien.

Poemas, versos, fragmentos que pertenecen a la autoría de Paul Verlaine, la cita a un lienzo de Manet, el suicidio en cuanto tópico central de una hipérbole narrativa y cinematográfica, que persigue la consumación de un movimiento y un traslado del orden estructural. Coincidencias que otorgan sentido a lo inexplicable, expectativas que impulsan a iniciar un viaje. Los personajes de Ozon tienden a oprimir la esencia de sus identidades, y en esa búsqueda la muerte se cruza a cada rato: desde la postal de un cementerio, hasta en la secuencia que describe un intento desesperado de suicidio.

La belleza audiovisual que transmite Frantz resulta una perpetuidad artística durante el desarrollo del largometraje, su marca registrada. Y la hermética presunción de construir una obra ceñida a parámetros clásicos de realización, se bifurca en un continuo discurso de múltiples variables y significados, tanto estéticos como argumentales. Esas alternativas de creación se funden con las inquietudes propias del director, cultivadas a lo largo de su trayectoria: la indagación cinematográfica en la profundidad de una psicología humana, la creencia de que la identidad de un ser humano se oculta, se esconde, emerge, aparece y se define, bajo los apremios y las circunstancias más inverosímiles.

Elegía de los amores imposibles, un cántico a la melancolía, las coordenadas de esta película se legitiman en la creencia de que una ficción, expuesta sobre las líneas de cartas y misivas que jamás llegan a destino, pero que son leídas en voz alta antes un auditorio crédulo, a veces tienen mayor fuerza y vigor sentimental, que los párrafos de experiencia escritos por la misma realidad, con su retórica complicadas, y absurdamente prácticas.

Frantz se recrea al modo de una pintura: sus contornos se modifican con cada visita al museo que la acoge, mientras las frustraciones de los personajes inundan la emocionalidad de sus encuadres y fotogramas. “Ganas de vivir”, balbucea Anna, “Sé feliz”, dice Adrien, y la propuesta cinética de Ozon, entonces, apela a la metáfora audiovisual de un cuento moral, que transcurre inmenso, enorme, agobiante en su perfección, dentro de los límites de un filme de un nivel superior.

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